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En Primera LíneaJavier Junceda

Cacosmia

Las hediondas prácticas del pasado reviven sin cesar, como las corruptas o las que estiman que la democracia consiste solo en celebrar elecciones o votar en el Parlamento, cuando es muchísimo más que eso

Actualizada 01:30

Hasta finales del diecinueve, el enmierdamiento callejero era habitual en Europa. El historiador galo Alain Corbin recuerda que la acumulación de basura impedía ver los suelos parisinos. Aunque había quien paseaba con bolsitas perfumadas de ámbar, la mayoría estaba encantada con esa pestilencia, que consideraban natural e inevitable. Tanto es así, que la España quinientista se levantó airada contra la decisión de baldear sus plazas, prefiriendo la fetidez a la higiene que previene infecciones. De esto no se libraba urbe alguna, porque para los europeos de la época lo pútrido resultaba agradable, una alteración que causa una percepción anormal de los olores y que en medicina conocen como cacosmia.

Esa predilección hacia lo maloliente debe tener algo de atávico, a la vista de su cíclico rebrote. Al margen de esa «televisión excrementicia» de la que hablara el gran Marco Aurelio Denegri, el ciberespacio se ha convertido en un inconmensurable lodazal en el que millones chapotean a diario. Pese a los extraordinarios beneficios que internet supone en los más diversos ámbitos, como el que permite que este periódico pueda leerse, preocupa cada vez más la atracción que ese tufo a estercolero supone para un sinfín de usuarios, incluidos menores de edad. Autoridades y entendidos se afanan en buscar fórmulas para su combate, sin reparar en esta fatal cacosmia social que nuevo nos atenaza, de una fuerza adictiva indudable.

Pero no se queda aquí esa extraña fascinación hacia lo apestoso. Las hediondas prácticas del pasado reviven sin cesar, como las corruptas o las que estiman que la democracia consiste solo en celebrar elecciones o votar en el Parlamento, cuando es muchísimo más que eso. Apuesto que los que así piensan son los herederos de aquellos que siglos atrás clamaban a voces «¡muera la libertad y vivan las cadenas!» al ver pasar al rey felón, desenganchando los caballos de su carroza y sustituyéndolos por brazos entregados a la causa absolutista. Aunque queden rescoldos de las tiranías, y de sus funestas consecuencias de todo orden, multitudes continúan añorándolas, vistiendo camisetas con la imagen de celebridades déspotas. Es más: las dictaduras que aún perviven y no dejan de devastar a sus pueblos siguen cautivando a legiones, tal vez por esta patología olfativa que comento.

Ilustración En Primera Línea - Cascomia

Lu Tolstova

La asquerosidad se ha adueñado también de lo estético, como advertimos a todas horas en cualquier rincón de nuestras ciudades o pueblos. Y no me refiero a la proliferación de esas espantosas pintadas que afean el patrimonio colectivo, sino al personal que se empeña en compartir en las aceras lo que ni queremos ver ni debieran mostrarnos por elemental recato, voz que el diccionario relaciona con decoro, decencia, dignidad o respeto. Pese a que las ordenanzas municipales de convivencia penalicen estos comportamientos, multiplicados con el calor, el actual contexto dificulta ponerles coto, quien sabe si por culpa de esa insistente equiparación de lo animal con lo humano, otro desvarío recio de este momento que sin duda merece atención aparte.

En su interesante ensayo biológico sobre Enrique IV de Trastámara, Gregorio Marañón nos contó que al monarca castellano cualquier olor agradable le parecía molesto, y, en cambio, «aspiraba con delicia la fetidez de la corrupción, y el hedor de los cascos cortados de los caballos, y el cuero quemado, y otros aún más nauseabundos». Esta perturbación o degeneración no entiende hoy de realezas, sino que afecta ya a cualquier estrato. Y no hablo aquí de una enfermedad, sino de usos y costumbres generalizados que arrinconan lo grato o atractivo y subrayan con machacona insistencia lo repulsivo o cochambroso.

En esto tiene bastante que ver el relativismo rampante que lleva décadas desafiando a la recta razón y al más puro sentido común. Como la verdad ha dejado de existir y toda opinión es respetable, al igual que es correcta cualquier forma de vivir o actuar aunque sea disparatada, este majadero mundo sin dogmas ni reglas ha imprimido en nuestras sociedades una idea cretina de la realidad, en la que la tolerancia siempre debe de primar, pese a que oculte elevadas dosis de intolerancia o resulte insostenible.

Este es el más grave problema de nuestro tiempo, sostenía Ratzinger. El que asimila el hedor de una cloaca con el aroma de un romeral. Y así nos va.

  • Javier Junceda es académico de número de la Real Academia Asturiana de Jurisprudencia
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