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En Primera LíneaJavier Junceda

Irrelevancia de lo relevante

El indiscutible deterioro que experimenta en la actualidad el régimen constitucional no parece preocupar demasiado a millones de españoles, a la vista de los escrutinios electorales y las encuestas

Actualizada 01:30

Cuando las personas manejan opiniones absurdas sobre las cosas, es inevitable acabar cuidando de los tiranos, puede leerse en el manual de estoicismo de Epícteto. No hay mayor caldo de cultivo para el autócrata que ese vulgo del que hablaba Maquiavelo, el que solo se guía por la apariencia y el fin justificador de medios, pese a que sean producto de mentiras o maquinaciones. Las recetas que planteaba el estoico para combatir al déspota ya no sirven, porque la libertad individual ha claudicado ante la omnipresencia de lo social, que ha invadido esferas hasta ahora reservadas a los sentimientos humanos más íntimos.

El entorno en el que ahora brota el autoritarismo es ese: el de comunidades atolondradas o manipuladas, en las que cada sujeto es apenas un pelele a disposición del que manda. El predominio de las cortinas de humo para distraer, o de ocurrencias y disparates propuestos como rutilantes hallazgos, constituyen coadyuvantes de esta penosa estrategia, junto con la devaluación de la educación y el constante empleo de altavoces mediáticos para crear un ambiente propicio al tirano. En ese asfixiante contexto, quien no tiene el valor de decir lo que piensa termina por pensar solo lo que se atreve a decir, como recordaba a finales del diecinueve el economista italiano Achille Loria.

En la pandemia, las heterodoxas fórmulas gubernamentales sobre su abordaje, incluidos los desacertados instrumentos legales, tuvieron bastante menos eco que la propaganda oficial camuflando tales errores, algunos garrafales. Todos pudimos ver en nuestros móviles grupos de wasap que no cesaban de censurar cada iniciativa pública convocando a caceroladas, al lado de otros que difundían a cada rato preciosos paisajes repletos de hortensias y buganvillas, con los cargantes acordes de fondo de un veterano dúo musical. El «todo va a salir bien» –aunque no se supiera a ciencia cierta cómo y por qué– consiguió acallar o al menos atenuar las voces de los que con entera justificación reprobaban los continuos desvaríos en materia sanitaria, jurídica o económica.

Ilustración: pedro sanchez

Paula Andrade

Las democracias en las que lo evidente no logra seducir a la gran mayoría tienen mal pronóstico. Acostumbran a ser víctimas de derivas totalitarias, espoleadas siempre por los liberticidas. Son los que no soportan perder las riendas del poder, al que se apegan de manera enfermiza. Los que aborrecen la opinión disidente y por eso imponen la propia tanto entre los suyos como en las instituciones, aunque sea a golpe de trapacerías. Y nada de eso sería posible sin una sociedad pastueña, que acude como el toro sin recelo al engaño. Estas amenazas son insignificantes en pueblos maduros que saben separar el grano de la paja y defienden con uñas y dientes el colosal patrimonio que representa su Estado de derecho.

El indiscutible deterioro que experimenta en la actualidad el régimen constitucional no parece preocupar demasiado a millones de españoles, a la vista de los escrutinios electorales y las encuestas. Son legiones a los que les traen sin cuidado asuntos cruciales como la independencia judicial, la quiebra del principio de igualdad entre ciudadanos, la integridad nacional o la garantía de las libertades. Ni tan siquiera se inmutan cuando la ley se pone al servicio de espurios intereses políticos, genuinamente coyunturales.

Quienes así se conducen sustituyen su criterio por el del señor al que reverencian, como en el vasallaje feudal. Su apoyo al líder lo es sin fisuras, una lealtad perruna a la que no es posible oponer argumentos solventes o tercas realidades. Intentar persuadirles de la verdad es perder el tiempo: ni escuchan ni quieren escuchar, dado el elevado grado de ofuscamiento o superficialidad que han conseguido alcanzar, potenciado desde la autoridad y para el único beneficio de esta.

Convencer a tantísimas personas de algo tan elemental como la separación de poderes o el robustecimiento de las instituciones en su neutralidad y en el cumplimiento del interés general, debiera de resultar sencillo. Pero no lo es, como consecuencia de esa grave ceguera y sordomudez política extendida en buena parte de nuestra ciudadanía, incapaz de detectar la irresponsabilidad de ciertos dirigentes a la hora de debilitar los cimientos democráticos, precipitándonos hacia tiranocracias de las que cuesta salir. Este, y ningún otro, es uno de nuestros problemones.

  • Javier Junceda es jurista y escritor
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