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En Primera LíneaJavier Junceda

Hablemos de pactos

Unir en un proyecto común a opciones antagónicas no parece cosa nueva. Lo es hacerlo prescindiendo de cualquier interés común o de una perspectiva beneficiosa para el país y sus conciudadanos

Actualizada 01:30

Aldo Moro, el recordado mártir democristiano italiano, impulsó la alianza de su formación con los comunistas. Perseguía así moderar su discurso, haciéndoles partícipes de la dura realidad del gobierno. Tuvo a todos en contra, desde sus propios correligionarios –que lo veían candoroso y confuso–, hasta los demás partidos, pasando por las dos superpotencias de la época, Estados Unidos y la Unión Soviética. Nunca sabremos lo que ese pacto habría dado de sí, porque Moro sería cosido a balazos por unos desalmados y abandonado luego en una céntrica calle romana tras casi dos meses de cautiverio, en los que el pío primer ministro malvivió acompañado de una Biblia y de un montón de folios en los que no dejaba de implorar clemencia, lo que tanto irritaría a Montanelli, al que un año antes le habían pegado cuatro tiros al dirigirse a su periódico.

La «pinza» que en la década de los noventa operó como coyuntural apaño entre el comunismo y la derecha en España –aunque se negara hasta la náusea por sus promotores–, sirvió también a objetivos loables, vinculados al desalojo de un socialismo corrompido hasta las cejas. A diferencia del caso transalpino, aquí conocemos el alcance de dicha estrategia, que consiguió su propósito para el bien de la democracia, afianzando una sana alternancia y forzando la necesaria regeneración del grupo parlamentario al que entonces se dirigían las miradas.

Unir en un proyecto común a opciones antagónicas, pues, no parece cosa nueva. Lo es hacerlo prescindiendo de cualquier interés común o de una perspectiva beneficiosa para el país y sus conciudadanos. Que por esos altos motivos confluyan propuestas ideológicas contrapuestas, pese a su heterodoxia, puede llegar a admitirse desde esa óptica finalista, pero nunca cuando la intención es otra, como la de retener el poder a cualquier precio ahondando en las desigualdades entre españoles, aprovechando la circunstancia para desmembrar al Estado.

En su línea argumental crítica del racionalismo político y de su predominio en Europa, Michael Oakeshott –uno de los grandes olvidados del pensamiento moderno–, apostaba por conjugar los ideales de cada partido con la práctica política derivada del día a día, siempre que esta se dejara guiar por criterios adecuados y estuviera oportunamente asentada sobre la prudencia.

Ilustración: pactos

Lu Tolstova

Esa práctica a la que llamaba Oakeshott no era la que sale de una chistera como un conejo, sino la hija de la experiencia que responde a elementos sólidos que avalen un determinado itinerario político en un sentido o en otro.

En la actual democracia española no contamos, sin embargo, con ninguno de esos mimbres.

Ni existen fuentes doctrinales en las que beber, ni quienes se sientan en las Cortes –salvo loables excepciones–, han sabido acompañarse de maestros de los que aprender o recibir consejo. Es más: estas cosas que cuento suenan a auténtica música celestial a los que tienen en sus manos las riendas de la nación, ensimismados en simples cálculos para lograr el ansiado resultado que les permita conservar o acceder al mando, siendo indiferente para ello negociar con quien sea sobre lo que sea, pero nunca de lo que pueda redundar en provecho de la colectividad.

El deterioro que un sistema sufre cuando esto sucede no es despreciable. Y más cuando los pactos se cocinan en la oscuridad, sin esa necesaria transparencia a la que tanto aluden los que no dejan de fundamentar en ella su actividad política. Como se ha visto en los últimos tiempos, los que apelaban con vehemencia a la democracia directa no están muy por la labor de acatar victorias electorales ajenas, urdiendo componendas a hurtadillas en las que los intereses de España son lo de menos, porque han pasado de defender con ardor en las plazas las mayorías populares a postular a la chita callando esa dichosa tiranía de los perdedores que padecemos y denunció hace años John Kay.

El respeto escrupuloso a las minorías, como advirtieran en temprana hora Tocqueville o Burke, no puede convertirse hoy en ese oxímoron constitucional de la «mayoría minoritaria», como seguro que sabrán comprender quienes jamás la aceptarían si fuera de signo opuesto al suyo. Se armaría la de Troya si otros hicieran lo que ellos traman ahora sin rubor ni decencia democrática de clase alguna.

  • Javier Junceda es jurista y escritor
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