La Europa de Bartoszewski
Lo que más temía Bartoszewski era lo que le había confesado en su lecho de muerte un viejo amigo. «Me voy pacíficamente. Tenemos excelentes condiciones y un potencial enorme, pero solo espero que no lo arruinemos nosotros mismos»
A ningún polaco, alemán o judío le tienen que contar quién fue Ladislao Bartoszewski. Pero su intensa peripecia vital, política e intelectual, debería también extenderse al resto de Europa. O por el mundo que ha heredado la cultura europea. La biografía y obra de Bartoszewski merecen ser enseñadas en las escuelas del continente para que las nuevas generaciones conozcan a fondo las tragedias del extremismo ideológico.
Fue el prisionero número 4427 en Auschwitz, adonde sería conducido a los dieciocho años cuando trabajaba como camillero para la Cruz Roja. A punto estuvo de morir reventado en el campo de concentración, del que sería liberado tras meses de angustias y humillaciones. Aunque los oficiales le habían informado que de allí se salía por las chimeneas de los crematorios, las gestiones de la organización humanitaria con la que colaboraba y quizá alguna mordida a los nazis posibilitaron su excarcelación. Aquel tormento le provocaría una profunda pérdida de fe, recobrada tras un diálogo con un cura que le recordó lo que habían padecido otros. «¿Dónde estaba Dios en aquellos días?» se preguntaría un pontífice tiempo después al recorrer ese recinto del horror.
Sensibilizado con la causa polaca y la judía tras su cautiverio, se enrolaría en la resistencia y ayudaría a los confinados en el gueto de Varsovia. Por esto último sería reconocido como «Justo entre las Naciones» por los israelíes, al igual que muchos que contribuyeron a paliar el holocausto, entre ellos un puñado de admirables diplomáticos españoles. Padeció ocho años de presidio bajo el comunismo –al que combatió desde la clandestinidad–, acusado infundadamente de espía y, ya en época en que se atisbaba la democracia, volvió a ser condenado por apoyar al sindicato Solidaridad.
Bartoszewski protagonizó una existencia huyendo del radicalismo. Hasta se opuso a los excesos del nacionalismo católico en su país, siendo él creyente. Consideraba que los populismos quedaban atrapados por prejuicios y odios, trasladando al contrario sus errores y alimentando amenazas externas como base de sus idearios. El abuso de la pirotecnia por estas tendencias, junto al desinterés hacia cualquier entendimiento con quien piensa diferente, eran motivos suficientes para su rechazo por este universal varsoviano.
«Vale la pena ser decente, aunque no siempre sea rentable», repetía Bartoszewski. Incluso publicó un libro titulado así. E insistía que «la voz de la razón calla», sobre todo en momentos –como los actuales– en que se consumen rápido contenidos simples, ruidosos y llamativos, que silencian lo que escapa de los gritos. Los políticos decentes, para él, eran los que asumían su tarea con pasión, sensibilidad y responsabilidad. Y los historiadores decentes, aquellos que no ponían la historia al servicio del cortoplacismo ni cedían ante la manipulación, sino que evitaban despertar fantasmas dormidos o reabrir heridas. Ese compromiso con la verdad le guio en su actividad docente universitaria, a la que había accedido pese a no contar con demasiados títulos académicos por culpa de su azarosa juventud.
El concepto que tenía de Europa este gran desconocido del pensamiento contemporáneo se cimentaba, sobre todo, en la libertad individual y los derechos humanos. Y en un sólido Estado de derecho. Creía en el espíritu e iniciativa empresarial como motor de una economía eficaz, pero nunca olvidaba que el destino del hombre y el orden moral emanado de la tradición judeocristiana estaba en la raíz de Europa, junto con la belleza eterna de su imponente cultura.
Para Władysław Bartoszewski, canciller polaco en dos ocasiones, Europa era sinónimo de civilización. Por eso apostaba con generosidad por su ampliación, siempre que las naciones aspirantes fueran capaces de asumir los valores comunitarios planteados en su día por los padres fundadores y desarrollados durante décadas para forjar una Unión Europea próspera, libre de totalitarismos y de divisiones.
Lo que más temía Bartoszewski, sin embargo, era lo que le había confesado en su lecho de muerte un viejo amigo. «Me voy pacíficamente. Tenemos excelentes condiciones y un potencial enorme, pero solo espero que no lo arruinemos nosotros mismos». Esa inquietud sobre Polonia podría extrapolarse hoy a España y hasta a la propia Europa, envuelta en encrucijadas de las que dependerá su inminente futuro, sometido a unas cruciales elecciones a su Parlamento este próximo mes de junio.
- Javier Junceda es jurista y escritor