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en primera líneaGonzalo Cabello de los Cobos Narváez

Fascistas con tacones y purpurina

Lo que comenzó como un pensamiento marginal se ha impuesto de forma generalizada en nuestras vidas. El criterio propio se está extinguiendo a fuerza de legislación punitiva

Actualizada 01:30

Vivimos una época extraña. A pesar de que todavía no he llegado a los cuarenta, he de admitirles que, a veces, me siento viejo y muy cansado. Cuando escucho la radio, veo la tele, leo la prensa o las redes sociales se apodera de mí un hastío tan descomunal que a duras penas puedo controlar la risa.

Tras mucho meditarlo, mi autodiagnóstico es que estoy aburrido. Me produce un tedio enorme escuchar las sandeces que diariamente nos preparan los políticos, los medios, los organismos nacionales y supranacionales y todos esos actores nacionales e internacionales que juegan con nosotros a placer. Ya no hay ideas ni ideales, ya no hay valor ni valores. El pensamiento crítico se ha reducido de tal forma que se ha convertido en la nada absoluta. Vivimos en una especie de perversión sintética y dosificada en la que se ha perdido de vista lo esencial, aquello por lo que de verdad merece la pena luchar, para dar paso a la locura.

La última corrupción de la inteligencia la podemos encontrar en las universidades occidentales. Durante estos últimos meses, miles de jóvenes estudiantes, sobre todo en Estados Unidos, han tomado literalmente sus centros de estudios para protestar contra la guerra de Israel contra Hamás. Por supuesto lo han hecho en favor de Hamás, aunque ellos digan que es por el pueblo de Palestina.

Pero para mí, la cuestión alarmante no es la protesta en sí, sino el fenotipo de los manifestantes. Más allá de los consabidos islamistas radicales, que se adhieren alegres a la causa como consecuencia de su animadversión visceral y hereditaria hacia todo lo judío, los auténticos protagonistas de esta escalada de odio antisemita son los activistas woke. Esos niños bien que malgastan la fortuna sus padres acampando en sus respectivos campus. No hay más que buscar las imágenes en cualquier buscador para darse cuenta de quiénes son esos dolidos manifestantes. Gente de clase media-alta y alta occidental con problemas de adaptación que ven este movimiento como una última oportunidad que les da la vida para engancharse a un grupo y encajar.

Al igual que sucede en muchas sectas, movimientos culturales u organizaciones paramilitares, todos tienen rasgos muy parecidos. Suelen ser personas poco agraciadas que se tiñen el pelo de colores y que tienen serios problemas de higiene personal. Personas que odian a la sociedad porque se sienten rechazados por ella. Aunque ahora lleven una bandera de Palestina, son los mismos que puedes encontrarte cualquier día en manifestaciones sobre el cambio climático, los derechos LGTBIQ+ o los mismos que destrozan cuadros en museos o entorpecen con sus sentadas el tráfico en las horas punta de las grandes ciudades. Greta Thunberg, vamos.

Pero existe una gran diferencia entre lo que pasaba con esta gentecilla hace unos años y ahora. Han pasado de protestar de forma pacífica a hacerlo de forma más violenta. Y este cambio se debe a que ahora, como consecuencia del férreo apoyo de los medios y políticos «progresistas» a sus múltiples causas, se sienten totalmente seguros y protegidos. Sus verdaderos instintos grupales comienzan a revelarse.

No es raro verlos gritando consignas por la paz mientras señalan y acosan de forma violenta a todos los estudiantes o profesores judíos que quieren entrar en sus universidades de forma pacífica. Una contradicción que ha traspasado rápidamente los centros de enseñanza.

Lo hemos visto estos días en Eurovisión con la representante de Israel. Bueno, yo, en realidad, lo he leído. Prefiero que me torturen de por vida escuchando el doblaje en español de El Resplandor antes que ver un solo minuto de esa bazofia. ¿Alguno de esos supuestos amantes del amor libre y la libertad eurofanática me puede explicar qué tiene que ver una cantante con las decisiones que toma su Gobierno? Me parece muy injusto.

Ese odio visceral e iletrado solo es comparable al odio que profesaban los nazis a los judíos antes de que todo estallara. La única diferencia es que han cambiado las botas militares por plataformas, los uniformes por faldas y purpurina y la esvástica por la bandera de colorines.

A nadie le gusta que mueran niños ni personas inocentes en una guerra. Cualquiera que diga lo contrario tiene un serio problema mental. Pero también lo tiene el que niega lo que sucedió el pasado 7 de octubre, donde también murieron asesinados niños e inocentes. La brutalidad se paga con brutalidad. La única diferencia aquí es que uno de los bandos tiene más capacidad militar que el otro. ¿Se han parado a pensar esos héroes de salón qué pasaría si Hamás tuviera la misma capacidad armamentística que Israel? Me imagino que no, claro.

Pero para mí lo más preocupante, más allá de los aspavientos violentos de cuatro analfabetos radicalizados, es la tibieza con la que están tratando el tema las autoridades de los países occidentales. Parece que acosar y ejercer la violencia contra los judíos ya no es tan malo porque claro, como son judíos y los judíos están masacrando a los palestinos... ¿Todos? ¿Todos los judíos del mundo están involucrados en las decisiones que plantea el Gobierno de Israel? Yo diría que eso es generalizar mucho, ¿no? Pegar una paliza a un niño judío en un colegio por la fe que profesa no está muy justificado, ¿no les parece?

En esta psicosis colectiva que vivimos, los nuevos fascistas son aquellos que se aprovechan de las ideas de libertad para ejercer un control absoluto sobre el resto. El cambio climático, la ideología de género y el odio hacia todo lo judío ya no son conceptos para debatir en nuestra sociedad. Son dogmas de la nueva religión que nos están imponiendo a todos desde nuestros gobiernos y, sobre todo, desde algunos organismos supranacionales que, al perder la razón principal por la que se crearon, se han erigido en garantes de esa nueva y lesiva doctrina woke, aunque nadie les haya votado.

Lo que comenzó como un pensamiento marginal se ha impuesto de forma generalizada en nuestras vidas. El criterio propio se está extinguiendo a fuerza de legislación punitiva. Antes podías discrepar, ahora, cada vez más, si lo haces corres el riesgo de ser multado e incluso encarcelado. ¿Han leído algo sobre proyecto de ley C-63 o Ley de «Daños en línea» del Gobierno de Canadá? Les recomiendo que lo hagan. Es el futuro que nos aguarda.

  • Gonzalo Cabello de los Cobos es periodista
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