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En primera líneaRamón Pi

Riesgos de los enemigos de la libertad

Hemos construido una organización política democrática sin demócratas, o cuando menos sin una masa crítica de ciudadanos con fuertes convicciones democráticas que se traduzcan en cuidar con mimo el Estado de derecho

Actualizada 01:30

Al malogrado Joaquín Garrigues Walker le gustaba repetir varias citas, unas veces de autores inciertos, otras bien conocidos por ser citas muy repetidas o fruto de errores transmitidos con pertinacia digna de mejor causa. Una de las del primer grupo es la que sigue: Vivir libre es más difícil que vivir esclavo; por eso hay tantos que prefieren con gusto la esclavitud. En efecto, el ejercicio de la libertad lleva aparejada la responsabilidad de los propios actos, lo cual no es plato de gusto muchas veces; además, la posibilidad de protestar por el mal trato que uno recibe de sus jefes, y la queja sistemática de lo mal que está todo, son elementos de autocompasión de lo más agradecidos. Y como remate a tantas ventajas, quejarse de que no hay libertad sirve tanto para encubrir la propia incompetencia como para una eventual protesta callejera, si a mano viene y no hay consecuencias en exceso desagradables (esto último sólo es factible en entornos de libertades cívicas o, en su defecto, en los años del denostado tardofranquismo, en los que apenas había consecuencias cuando todos los de cierta edad, por lo visto, corríamos delante de los grises).

Enemigos

Ironías aparte, veo que la sociedad española corre dos riesgos de cierta importancia, derivados de dos características que colectivamente nos aquejan: por una parte, hemos construido una organización política democrática sin demócratas, o cuando menos sin una masa crítica de ciudadanos con fuertes convicciones democráticas que se traduzcan en cuidar con mimo el Estado de derecho y velar por la prensa libre y los jueces independientes; y como consecuencia de esto, la esclerotización social, el embotamiento de la sensibilidad propia de gente adulta que, en una democracia, cree que los gobernantes son empleados públicos y las elecciones periódicas no son otra cosa que exámenes a ver si se les renueva o no su mandato, en lugar de una tradición familiar, una carta a los Reyes Magos o un décimo de lotería a ver si toca.

Me parece que corre prisa el reaccionar antes de que los actuales gobernantes perfeccionen los mecanismos de comisión del pucherazo, que en medio del océano de corrupción que nos anega, porque son listos con la listeza de los barrios bajos, y como carecen de escrúpulos son capaces de cualquier cosa siempre que tenga como resultado el enriquecimiento de unos cuantos sinvergüenzas, en una reedición de país verdaderamente subdesarrollado, como en los buenos viejos tiempos del caciquismo.

El segundo riesgo es la costumbre. A todo acaba acostumbrándose uno. Hasta al encierro acaban acostumbrándose algunos, como le ocurre a Brooks Hatlen (el personaje al que encarna James Whitmore), que entra en depresión y se suicida porque no se adapta a la vida en libertad en Cadena Perpetua, una de las películas hoy llamadas de culto. Los soviéticos se alegraron mucho cuando se arruinó la URSS, pero no supieron sustituir el diabólico sistema dictatorial más que poniendo el país a merced de las mafias rusas, amenizadas por otro dictador. Ya veremos lo que hacen cubanos y venezolanos cuando se cierren sus respectivas dictaduras. Nosotros, españoles, es de temer que acabemos de mala manera dando tumbos si no rescatamos nuestra identidad.

Pero, ¿Cuál es nuestra identidad? ¿Existe semejante cosa? ¿Es posible intentar una aproximación a un factor de cohesión de colectividades tan dispares, tan definidas y tan características como Galicia y Murcia, como Andalucía y el País Vasco, como Cataluña y las dos Castillas, como La Rioja y las Canarias? Y así podríamos seguir jugando a emparejar comunidades disímiles, por otra parte fruto de nuestra historia. A estas alturas, algunos recalcitrantes separatistas catalanes echan la culpa de la posición regional de Cataluña en el conjunto de España sobre las andanzas y decisiones de Doña Petronila de Aragón en el siglo XII, como si lo ocurrido desde entonces fuera un mero paréntesis.

Dos hechos relevantes marcan la identidad de España, a la que ni siquiera el imperio romano logró identificar como una unidad administrativa y mucho menos política: la conversión de Recaredo al catolicismo, y el Descubrimiento. Entre estos dos hitos, nuestra historia, abundante en fuentes, abraza ¡ocho siglos!, en la guerra de religión más larga del mundo, que culmina con la rendicón del Reino de Granada. No soy muy original: hace poco más de un siglo, el Obispo de Vic, Josep Torras i Bages, escribía: «Cataluña será cristiana, o no será», frase que campea en la fachada del monasterio de Montserrat. Pero esto, como decía Moustache, el tabernero de Irma, la dulce, es otra historia.

  • Ramón Pi es periodista
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