La ley de defensa de la República otra vez
Si Pedro Sánchez pone en marcha una ley para controlar a los medios es porque se siente débil y acorralado por las noticias sobre presuntos escándalos de corrupción. Algo parecido ocurrió en la España de 1931, aunque por otros motivos. Entonces como ahora debilidad e ilegalidad han ido de la mano
La amenaza de control y censura planea otra vez sobre la libertad de información en España. La alerta se disparó el 25 de enero, cuando el gobierno anunció que se había debatido en el Consejo de Ministros el anteproyecto de ley que regulará los medios de comunicación digitales. La nota distribuida ese día no era muy precisa, pero apuntaba maneras y se sumaba a las descalificaciones previas del presidente del gobierno, que llegó a calificar de pseudomedios a algunos de ellos y a acusarlos de publicar bulos.

El anteproyecto, decía la nota, otorga a la Comisión Nacional del Mercado de la Competencia, cuyos miembros son mayoritariamente designados por el gobierno, «amplias facultades de control, supervisión, inspección y sanciones sobre los medios de comunicación publicados en soporte digital». El pretexto para justificar este control gubernamental es el soporte digital, pero es una evidencia que estamos ante una argucia del gobierno porque las ediciones en papel son hoy un hecho residual. Es la coartada aparentemente tecnológica para controlar a todos los medios.
La nota añadía que «se establecerá un procedimiento liderado por la CNMC para evaluar el impacto sobre el pluralismo mediático, o las operaciones de concentración que puedan influir en el pluralismo mediático». A eso se le llama censura, agravada por unas multas que van «desde 30.000 euros al 6 % del volumen de negocio anual del infractor»; sanciones que supondrían un grave quebranto en las cuentas de cualquier medio, e incluso podrían llevar al cierre a más de uno. El objetivo es conseguir su sumisión al gobierno y eliminar a los que no se sometan.
Pero lo más grave de este anteproyecto es la total marginación de los tribunales de justicia en un asunto clave en un sistema democrático, y su sustitución por la vía administrativa, porque en una democracia es el poder judicial el único legitimado para decidir si una información o una opinión son o no delito. La Administración controlada por el gobierno siempre estará bajo la sospecha de ser juez y parte.
¿Quién decidirá si una información sobre los muchos casos de presunta corrupción de altos cargos políticos o de sus familiares es un bulo —palabra preferida del gobierno— o solo una información que molesta al poder? Será la CNMC controlada por el gobierno; y eso es un clarísimo embate al Estado de derecho. Y no olvidemos que la casi totalidad de noticias, denuncias y opiniones sobre estos casos las están publicando medios digitales, a los que ven como el enemigo a batir.
Pero no hay nada nuevo bajo el sol, y la historia se repite aunque sea casi un siglo después. Si este gobierno pone en marcha una ley como ésta es porque se siente débil y acorralado por los medios que denuncian presuntos escándalos de corrupción con una frecuencia preocupante. Algo parecido ocurrió en la España de 1931, aunque por otros motivos.
Entonces, la República que había sido proclamada por la vía de hecho y al margen de la voluntad popular, también se sentía débil, y las Cortes aprobaron el 21 de octubre la ley de Defensa de la República. En ese texto se incluyeron multas de 10.000 pesetas, la posibilidad de cerrar medios de comunicación y de desterrar y confinar a los autores de «toda acción o expresión que redunde en menosprecio de las instituciones del Estado». Valga como ejemplo que tras el golpe fallido del general Sanjurjo en agosto de 1932, se cerraron todas las publicaciones de derechas, más de cien, aunque no hubieran tenido relación alguna con el golpe. Ya antes, el 14 de mayo de 1931 se habían clausurado El Debate y ABC por sus críticas a los sucesos conocidos como «la quema de conventos».
También se apartó a los tribunales de justicia de la aplicación de estas sanciones y se adjudicó la competencia exclusiva al ministro de la Gobernación. Cuando pocos meses después se aprobó la Constitución de la II República, se incluyó la ley en el texto constitucional en frontal contradicción con lo que decían los artículos 28 y siguientes.
El profesor Santos Juliá, nada sospechoso de sentimientos antirrepublicanos, escribió que «fue en realidad el signo más palmario de debilidad de la Constitución». Entonces como ahora debilidad e ilegalidad han ido de la mano.
Pero no siempre ha sido así. Cuando hace 49 años se puso en marcha la transición a la democracia, hubo una campaña durísima contra el presidente del gobierno que la timoneó. Fue tan dura que se la calificó de «acoso y derribo». Hubo periódicos, como El Alcázar o El Imparcial de Emilio Romero, que contribuyeron a caldear los ánimos para que el Ejército diera un golpe de Estado. En el otro extremo, el diario Egin, fue el portavoz oficioso de ETA. Y en ningún momento el gobierno buscó un atajo con apariencia legal para silenciarlos. El paso del tiempo fue implacable con ellos y los puso en su sitio.
La solución no es matar al mensajero como en las tiranías orientales. Es no dar lugar a que la noticia sea la mala gestión, los abusos, la inmoralidad o la corrupción.
- Emilio Contreras es periodista