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en primera líneaJuan Van-Halen

La pandemia Sánchez

La pandemia revivió en Sánchez el ser que patológicamente encerraba. Se percató de que podría gobernar a su antojo, sin controles, sin reglas, sin restricciones. Su sueño bolivariano en la Europa de Montesquieu. Una reunión de fieles decidió la barra libre de Sánchez

Actualizada 01:30

Hace años, el 15 de octubre de 2022, El Debate publicó mi artículo «Guerra a los muertos» sobre un tema que no supone discusión: es más fácil vencer a los muertos que a los vivos, salvada la memoria más allá del ciclo vital. A los muertos los vence un cobarde, y para vencer a los vivos hace falta fajarse, exponer, y tener cuajo. En ocasiones insistí en el tema y cavilo a veces sobre la afición de Sánchez a los muertos que se me antoja más allá de la ideología. Lo hago con la paciencia del aprendiz de lepidopterólogo de mi lejana juventud. Y creo que avanzo en las respuestas a un asunto que, en sus reflejos políticos, acaso sea materia patológica.

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Lu Tolstova

¿Por qué esa especie de singular necrofagia que utiliza a los muertos? Sánchez, desde la pandemia Covid a la dana, ha alimentado su estrategia con el dolor ajeno, con los muertos. Antes de Sánchez, el PSOE se abrazó a la tragedia del Prestige y a los muertos del 11-M, pero Sánchez lo ha convertido en estrategia y acaso en su pértiga inicial para llegar a la autocracia. Alzó su narcisismo y su soberbia sobre los muertos, las desgracias y las tragedias de las que personalmente huyó. Y entiendo que a partir de la pandemia.

Los 126.000 muertos por el Covid en España, a cuya utilización Sánchez aplicó después la misma estrategia al valerse de los más de dos centenares de víctimas de la dana, le han hecho como es. En las dos tragedias, Sánchez no es inocente, aunque trate de desviar la atención porque es hábil en la construcción del relato que inmediatamente repiten como loros sus palmeros en el Gobierno y en los medios sumisos. No es inocente porque el 30 de enero la OMS alertó sobre la importancia internacional de la pandemia, y él, además de no hacer nada, autorizó las manifestaciones del 8-M que supusieron una explosión en los contagios. Antes del 8-M ya se había producido el primer muerto en España. Al permitir la manifestación feminista (hemos visto lo que escondía en ejemplos propios como Errejón y Monedero) se celebraron reuniones y convenciones sin límite alguno.

En el Covid, Fernando Simón, con un comité de expertos inexistente, nos aseguró que no habría «más de dos o tres casos» y que si su hijo le preguntase «le recomendaría que asistiese» a reuniones. España fue el último país de la UE en reaccionar adecuadamente. Y en la dana, la ministra Ribera no hizo nada por resolver el problema de los cauces antes de la tragedia, y luego asistimos a la penosa huida de Sánchez en Paiporta. Un presidente cobarde y unos Reyes valientes. Quedará para siempre su despreciativo «si quieren algo que lo pidan».

Sánchez, cinco años después, en un nuevo ataque a Ayuso, reitera su hipócrita recuerdo a los muertos en las residencias madrileñas, pero no a los muertos de otras regiones. Madrid no fue con mucho la Comunidad con más víctimas en residencias y ya han pasado de sesenta las resoluciones judiciales que dan la razón a las decisiones de Ayuso. La televisión pública, pagada por todos, dedicó al tema un programa especial, vergonzoso por sesgado, dirigido por Fortes, personaje sumiso cerca de la indignidad. Pero Sánchez trata de impedir que lleguemos al fondo. La utilización de la pandemia marcó el inicio de su camino hacia la autocracia

La pandemia revivió en Sánchez el ser que patológicamente encerraba. Se percató de que podría gobernar a su antojo, sin controles, sin reglas, sin restricciones. Su sueño bolivariano en la Europa de Montesquieu. Una reunión de fieles decidió la barra libre de Sánchez. Se declaró un estado de alarma inconstitucional, como sentenció en dos ocasiones el Tribunal Constitucional. Se confinó a los ciudadanos en sus casas, se obvió al Parlamento, se paralizaron los poderes del Estado sin excepción ni control, se normalizó la fórmula del Real Decreto —y sigue utilizándose mucho más que en gobiernos anteriores—, y cada día aparecía Sánchez en las televisiones en un «Aló presidente», a lo Maduro, para arengar al personal. Se gobernaba desde el miedo, la necesidad y la incertidumbre de una ciudadanía anestesiada por la situación. Era un Gobierno sin oposición, sin control. Una experiencia imprevista que debió complacer a Sánchez. Prolongó el ilegal estado de alarma.

Se prohibió adquirir material sanitario a las autonomías, centralizando las compras en el Gobierno, precisamente en el ministerio que regentaba Ábalos, y ya se sabe para lo que sirvió, con la pasividad presuntamente atontada de Illa, ministro de Sanidad. Koldo y sus amigos hicieron su agosto, secundados dócilmente por ciertos presidentes autonómicos, ahora sospechosos, que recibieron altas compensaciones políticas. Estamos padeciendo las consecuencias de la «operación pandemia». Aquel experimento, exitoso para quienes lo planearon, supuso el inicio de la demolición de la ética y los valores democráticos. Desde el reiterado ninguneo al Rey —que lleva cinco viajes al epicentro de la Dana—, la situación del fiscal general del Estado y la conversión del Tribunal Constitucional en tribunal de casación, hasta el desprecio al Parlamento. Sólo cuenta el poder del emperador al que, con su finura habitual, el ministro Puente calificó como «el puto amo».

Sánchez es un estratega menor pero hábil. Le preocupa ganar un día más en Moncloa a costa de lo que sea. Como Marx, el humorista no el barbado, cuando no gustan sus principios se saca otros de la manga. Y así, por encima de él, nos gobierna un fugado desde Waterloo. Aprovechando los muertos y la tragedia del Covid, Sánchez pasó de narcisista ambicioso a aprendiz de autócrata. Era la pandemia Sánchez. Y así estamos.

  • Juan Van-Halen es escritor y académico correspondiente de la Historia y de Bellas Artes de San Fernando
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