El ejemplo de una madre
Si de verdad existe un cielo, en el que ella creía y en el que yo también creo, seguro que algún día nos reencontraremos, nos sonreiremos y nos abrazaremos cálida y amorosamente en él
Mi madre nació el 16 de noviembre de 1927 en Sóller, en el seno de una familia mallorquina de clase media. Su nombre era María Teresa Frau Alou. Con poco más de ocho años, fue testigo del inicio de la Guerra Civil. En alguna ocasión nos contó que la tarde de aquel trágico 18 de julio de 1936 estaba sentada en la playa, junto a su hermano Miguel, tomando una pequeña tableta de chocolate y mirando tranquilamente el mar. Justo en aquel instante, les fue a recoger su padre –mi abuelo José–, quien les dijo que algo muy grave había sucedido y que había que volver a casa. Ya nada volvería a ser nunca igual para nadie.
Otra vivencia de la que nos solía hablar mi madre estaba relacionada con la Segunda Guerra Mundial. En aquellos años tan terribles, era habitual que una parte de nuestros compatriotas se pronunciaran como partidarios de las potencias del Eje y que otros lo hicieran como seguidores de los aliados, en un contexto en el que España era entonces más o menos neutral o no beligerante. Mi madre siempre nos decía que el abuelo José mostró durante todo el conflicto sus simpatías inequívocas por Gran Bretaña y por Estados Unidos, algo que a mí siempre me gustaba escuchar.
Poco a poco, fue pasando el tiempo. Ya en la segunda mitad de los años cuarenta, mi madre estudió Bellas Artes en Palma, algo que en aquel momento no era fácil de hacer, sobre todo por razones de carácter económico. Recuerdo que en nuestra antigua casa familiar palmesana de la calle Ballester había varios cuadros suyos. El más antiguo, un paisaje, era de 1947. Había también en aquel piso varios bodegones pintados igualmente por ella, algunos cuadros religiosos y una réplica del lienzo Las hilanderas de Velázquez. A mí me gustaban todos.
Por diversas circunstancias familiares, mi madre no pudo seguir desarrollando aquella vocación artística iniciada en su adolescencia. Siendo aún muy joven, ejerció como administrativa en la empresa que había creado el abuelo José junto con otro socio. Poco después, a finales de los años cincuenta, trabajó durante un tiempo como dependienta en una tienda de ropa de la calle Conquistador de Palma, que se llamaba Borneo.
Siempre nos decía que había sido muy feliz en aquel comercio, pero tuvo que dejar ese empleo porque su padre la requirió para que volviera a trabajar de nuevo en la fábrica familiar, de tratamiento del algodón, que quebraría a principios de los sesenta, cuando empezó a ponerse de moda el nailon.
Una década después, ya casada y con tres hijos –Gaspar, Joan y yo–, mi madre contribuyó de diferentes formas a la mejora de nuestra propia economía familiar, que era extremadamente precaria a mediados de los años setenta. Mi padre, Juan Aguiló Forteza, trabajaba como autónomo. En concreto, poseía un pequeño negocio de reparación de radios y televisores. Además, construía también puntualmente las antiguas teles de tubo, incluidas algunas ya en color, e instalaba antenas.
Mis dos hermanos y yo trabajábamos ya desde niños en su taller, ayudándole en todo lo que podíamos. Mi padre era un técnico realmente excelente, pero la mayoría de nuestros clientes eran personas muy humildes y a menudo casi sin recursos, como nosotros mismos, así que normalmente él les hacía unos precios especiales, por lo que no siempre resultaba fácil que consiguiéramos salir adelante mes a mes.
Pese a esa mala situación económica, mi madre tenía la ilusión de que pudiéramos estudiar en un centro católico concertado de Palma, el Colegio San Agustín. Para que ello fuera finalmente posible, como así fue, ella empezó a aportar entonces los fondos necesarios. Para conseguir dichos fondos, durante varios años trabajó en casa decorando pequeñas carteras de piel o castañuelas de madera que se vendían luego en las tiendas de souvenirs de Mallorca. La tarea de mi madre consistía en poner color y en pintar los trajes de los bailarines que estaban ya previamente perfilados en cada una de esas carteras o de esas castañuelas.
Recuerdo que en casi todas las tardes de mi infancia, cuando regresábamos del colegio, mi madre estaba trabajando siempre en el pequeño cuarto que habíamos habilitado en casa para que ella pudiera pintar todos aquellos objetos con una mayor tranquilidad. En ese cuarto pasó mi madre cientos y cientos de horas, dejando escapar poco a poco muchos de sus mejores años y seguramente también de sus mejores sueños, sin dejar asomar nunca ninguna queja ni ningún reproche.
Mi madre enviudaría a mediados de 1982. El 25 de agosto de aquel año murió mi padre, tras una larga y penosa enfermedad. Apenas tenía cincuenta años. Los tres hermanos, casi aún adolescentes, pasamos a ocuparnos en solitario del taller. En aquel momento, la fortaleza de nuestra madre fue decisiva para que pudiéramos mirar hacia el futuro más inmediato con un mínimo de esperanza. Ella siguió pintando en casa e incluso trabajó como asistenta en casa de una condesa a lo largo de casi un lustro.
Algunos años después, nuestra situación económica mejoró un poco, por lo que mi madre pudo dejar ya de trabajar, para empezar a vivir entonces una vida más agradable y más tranquila. Nuestra biografía y nuestra intrahistoria familiar fueron, en ese sentido, muy parecidas a las de otras miles de familias españolas de nuestra misma generación.
Desde que empecé a trabajar como periodista, en el año 2000, mi madre fue mi fan número uno ya desde el principio. Le gustaban sobre todo las columnas que escribía en el diario Última Hora bajo el epígrafe de 'Los duendes de la ciudad'. En no pocos de aquellos artículos mi madre fue, además, la principal protagonista. Ese era mi especial modo de agradecerle todo su esfuerzo, toda su dedicación y todo su amor hacia nosotros a lo largo de su vida, una vida que se apagó, de manera súbita e inesperada, el 11 de septiembre de 2019.
A mediados de los años noventa, en una época en que yo pasaba por un mal momento personal, mi madre me escribió un precioso poema manuscrito que todavía hoy conservo. En cada una de las tres estrofas de que constaba ese poema, mi madre me pedía que no me dejase vencer nunca por el desánimo, pues pasase lo que pasase siempre estaría a mi lado apoyándome. Cada estrofa concluía siempre con el mismo verso: «Por favor, acuérdate de mí». Así era, así amaba y así sentía mi madre.
Si de verdad existe un cielo, en el que ella creía y en el que yo también creo, seguro que algún día nos reencontraremos, nos sonreiremos y nos abrazaremos cálida y amorosamente en él.
- Josep María Aguiló es periodista