Desmantelar el Estado o huir del Estado
Si no estamos dispuestos como sociedad a afrontar el racional desmantelamiento del Estado, que no lo parece, habrá que mentalizarse para asumir una progresiva decadencia
Desde que se comenzó a teorizar sobre el Estado moderno ha existido una tensión entre quienes consideran su legitimidad por su ajustado tamaño y quienes creen que la cláusula social que se predica en la totalidad de textos políticos y constitucionales contemporáneos debe priorizarse y guiar la acción pública, sin que se sepa muy bien dónde está su límite.
La bibliografía es inacabable, y sin ánimo de caer en reduccionismos, puede afirmarse que entre los primeros encontramos normalmente a quienes no viven del Estado e incluso quienes al Estado y su Administración enfrentan cotidianamente, y entre los segundos, a quienes directa o indirectamente viven de él, o de él y con él han hecho o aspiran a hacer fortuna. Hay posiciones intermedias, cierto.
El paso del tiempo y, en mi opinión, lo mejor del pensamiento occidental, nos dicen que bajo la extensión del Estado aparecen sectores que viven cómodamente del presupuesto público y no dudan en ampliar la red de influencia y poder. No sólo ignoran los peligros de este camino, sino que desconocen el mecanismo de creación de riqueza que permite su propio sustento. Creen, eso sí, desempeñar una importantísima función pública y al final acaban convencidos de que todo privilegio les es debido y toda alternativa peligrosa. Para mantener su posición se fortalece el dogmatismo y se exorciza hasta la cancelación a quienes discrepan. Surge un activismo, un modo de vida, un sentimiento de clase, que acaba desenfrenado bajo todo tipo de consignas.
Algunos recordarán las enseñanzas de Mises o Hayek. También al matrimonio Friedman cuando criticaban que los planes públicos se valoren por sus intenciones y no por sus resultados, sin olvidar a Ayn Rand, que pronunció aquello de que la diferencia entre Estado totalitario y Estado benefactor es sólo cuestión de tiempo. No les faltaba razón a estos autores hoy demonizados.
Se puede discrepar y debatir sobre la presencia justificada y racional de la Administración en nuestras vidas según qué sectores y qué regulaciones, claro está, pero con el tiempo comprobamos que por el camino del Estado intervencionista y benefactor se abren problemas económicos estructurales hasta esquizofrenias donde ya no cuentan ni la biología ni los hechos históricos acreditados. Se impone el revisionismo para adaptar la opinión pública a la conveniencia, las matemáticas acaban al servicio de planes emocionales y otras necesidades sociales ideológicamente irrenunciables las vemos constitucionalizadas.
Cualquier indocumentado con acta parlamentaria o micrófono prime time puede hoy proclamar con solemnidad sus extravagancias y sustituir las enseñanzas de Aristóteles o Marco Aurelio sin pudor. Esto sucede en una sociedad donde el Estado y su Administración, ocupados ya por un determinado tipo de clase, se ha hecho omnipresente y su defensa credo religioso.
¿Hay motivos para la esperanza llegados a este punto? Un tal Milei se ha empeñado en demostrar en Argentina que sí, pero claro, si hay que llegar a la situación de Argentina no sé si podemos mostrarnos esperanzados.
¿Estamos pues en un punto de no retorno? No pocos indicios así lo avalan. Cuesta un mundo hacer comprender que la sociedad no puede ser próspera si el Estado no es de un tamaño ajustado a las necesidades y obligaciones realmente insustituibles. Todo parece perdido ante la radical ideologización de la totalidad de asuntos, cuando desde la Res Publica no se transmite otra cosa que asistencialismo como fin y gran logro, censurándose todo estímulo relacionado con el sacrificio, el esfuerzo, la responsabilidad individual o el trabajo. El círculo no tarda en convertirse en vicioso, estructural y destructivo.
Las ideas de la socialdemocracia que muchos hemos compartido en algún momento, esas que fueron conciliables con los fundamentos del liberalismo que tanto bien ha hecho, hoy transitan hacia formas de colectivismo más puro. Este proceso, mezclado con teóricos desafíos globales y ahora también con la simpatía hacia el islamismo como fuerza de sustitución del catolicismo, sólo va a configurar autoritarismos de mayor o menor intensidad.
Esto es lo que nos enseñaron voces tan acreditadas como M. Djilas, J.F. Revel, también Rudolf Rocker, o más recientemente A. Glucksmann o M. Houellebecq. Voces que, en nuestra iconoclastia, sustituimos por cualquiera investido de la autoridad que otorga la prensa o los propios círculos, que nos advirtió Joseph Roth. La lista es extensa, desde el desengañado J. Cercas a T. Piketty, que todo lo arregla subiendo impuestos, o el turbio Boaventura de Sousa Santos, referente de nuestra izquierda troglodita y bolivariana.
Cada cual toma como modelo estilístico e intelectual a quien le parezca, pero quienes aprendimos de Tocqueville que allí donde la Administración es grande y poderosa nacen pocas ideas, y las que surgen antes o después estarán relacionadas con ella misma y sus intereses, sabemos que por ahí afloran los males de una nación. Y si no estamos dispuestos como sociedad a afrontar el racional desmantelamiento del Estado, que no lo parece, habrá que mentalizarse para asumir una progresiva decadencia. Una travesía hacia formas de tiranía en lo político, degradación en lo social y también en lo económico. Hace bien por tanto quien decide huir, aunque cada vez sea más difícil saber a dónde.
- Juan J. Gutiérrez Alonso es profesor de Derecho administrativo en la Universidad de Granada