Mi francofilia, con perdón
Cuánta razón tenía el añorado maestro Luis Carandell cuando afirmaba, con su fina e inteligente ironía, que una posible definición de ciudadano español sería la de «persona que durante toda su vida intenta —sin éxito— llegar a aprender el idioma inglés»
Para intentar evitar posibles suspicacias gubernamentales o malas interpretaciones previas, dado el título de este artículo, me gustaría recordar antes que nada que, según el Diccionario de la Real Academia, «francofilia» es solo «simpatía o admiración por lo francés». Y ese es exactamente el amable y único sentimiento al que hago referencia en el título de esta columna.
Ese afecto hacia el país galo empezó seguramente en mi etapa escolar, cuando comencé a estudiar francés, algo que hice desde sexto hasta octavo de EGB. Aún hoy, justo cincuenta años después —con perdón—, me acuerdo perfectamente de la letra y la música de la nana 'Frère Jacques', que me enseñó uno de mis profesores más queridos del Colegio San Agustín de Palma, don Miguel Grimalt. Ahora mismo me pondría a cantarla de nuevo enteramente, pero no quiero contribuir con mi voz desafinada a que estos días de enero sean algo más lluviosos de lo habitual en mi querida Mallorca natal.
Tras acabar la EGB y llegar al instituto, solo tuve la opción de estudiar inglés, un idioma que se me resistió desde el principio y que todavía continúa haciéndolo, a pesar de que le dediqué mucho tiempo en varias etapas de mi vida. Para intentar perfeccionarlo, incluso me compré hace años el mítico y completísimo curso 'BBC English', pero debo reconocer que la cosa no mejoró demasiado, pues, sin ir más lejos, nunca he podido dominar del todo el supremo arte de utilizar las preposiciones al final de determinadas frases interrogativas.
Tal vez por ello, a menudo pienso en cuánta razón tenía el añorado maestro Luis Carandell cuando afirmaba, con su fina e inteligente ironía, que una posible definición de ciudadano español sería la de «persona que durante toda su vida intenta —sin éxito— llegar a aprender el idioma inglés». La breve acotación es mía, pero creo que podrían compartirla muchas de las personas que puedan estar leyéndome en estos momentos.
En cambio, desde mi lejano aprendizaje del francés siempre me he defendido bastante bien en este idioma. Mi mayor hazaña en ese sentido tuvo lugar en 1998, cuando me atreví a hablarlo en mi único viaje a Francia hasta ahora, en concreto en París. Yo creo que en los cafés, restaurantes y museos que visité entonces aún se deben de acordar de mí, por mi pronunciación casi perfecta de la lengua de Molière, aunque también es cierto que en los cuatro días que pasé en la capital francesa esencialmente me limité a decir «bonjour», «bonsoir», «un café au lait», «un chocolat», «l'addition, s'il vous plaît», «merci beaucoup» y «au revoir».
En aquel maravilloso viaje, varias veces estuve a punto de gritar «J'aime París!» y «Vive la France!» justo en medio de los Campos Elíseos, pero finalmente no lo hice, posiblemente por mi timidez y quizás también porque tenía miedo de que a lo mejor me tomasen por loco y me acabasen conduciendo a la Gendarmería. En cualquier caso, si finalmente hubiera tenido que comparecer ante un juez, le habría explicado de manera sosegada el porqué de mi impetuosa actitud callejera y le habría contado también todo lo que me gusta de Francia.
Así, además de hablarle al magistrado de las baguettes y de las crepes de manera muy elogiosa, habría hecho a continuación varias referencias a la cultura de su país. Habría dicho, por ejemplo, que me gustan mucho sus películas policíacas y todos los directores de la Nouvelle Vague, en especial François Truffaut, así como también las bandas sonoras de quien fue su músico favorito, el gran Georges Delerue. Por lo que se refiere a la pintura, le habría comentado al juez con sincero entusiasmo que me encantan los artistas impresionistas, sobre todo Camille Pissarro, aunque ahora creo recordar que era de origen danés. Y en cuanto a la filosofía, le habría dicho que siento una gran admiración por René Descartes entre los clásicos y por Albert Camus entre los contemporáneos.
Por último, le habría comentado que uno de mis sueños juveniles era poder llevar una vida retirada y bohemia en una buhardilla al lado del río Sena y ser seducido cada cierto tiempo por alguna mujer fatal parisina de profundos y oscuros ojos tristes. Estoy seguro de que tras escuchar todos esos razonables y razonados argumentos, ese hipotético magistrado me habría puesto poco después en libertad sin cargos.
Mi inveterada francofilia —con perdón— nunca ha sido incompatible, sino todo lo contrario, con mi inveterado amor hacia el país que me vio nacer. Un amor tranquilo, respetuoso, tolerante y crítico a un tiempo. Ese amor tiene mucho que ver también con mi afecto por sus pueblos y sus gentes. En ese sentido, de todas las ciudades españolas que he visitado a lo largo de mi vida, la que más conozco y la que más quiero es Madrid. De hecho, hace unos años incluso me presenté a unas oposiciones para profesor de Filosofía en la capital del Imperio, que diría mi admirado José Luis Garci.
Precisamente, recordando estos días mi ya muy lejano viaje a París, me pregunté qué pasaría si mañana fuera a visitar a mis queridos compañeros de El Debate y unas horas después exclamase «¡Amo Madrid!» y «¡Viva España!» justo en medio de la Gran Vía o del Parque del Retiro.
La respuesta que me di a mí mismo no fue excesivamente optimista ni alegre, lo reconozco, pues con los cambios normativos que está impulsando el actual Gobierno, seguramente me imputarían seis o siete delitos distintos por ambas exclamaciones, incluidos los de pertenencia a fachosfera criminal, lesiones graves —provocadas por la máquina del fango— y tráfico de bulos. O dicho de otro modo, así como se están poniendo últimamente las cosas en nuestro querido país, tal vez el próximo artículo lo tenga que redactar ya escondido en una cueva de una montaña, en la cárcel de Alcalá Meco o desde el exilio de París.
- Josep María Aguiló es periodista