Feos, mediocres y malos
El resultado es la devaluación de la política, de la democracia, los valores compartidos; la división social, el empobrecimiento particular y estructural, vinculados con el barro fundamental de la corrupción que lo alcanza todo
A falta de luces y capacidades varias —la carencia de escrúpulos es una necesidad operativa derivada de estas carencias—, no le quedaba otra cosa que la belleza. Ese concepto esquivo, que precisa de la inmediata comparación: vamos, del concurso inmediato de feos o borderlines estéticos. Quizás, así, ciertas alianzas y elecciones de menesterosos ministros, bien pudieron obedecer tanto a descarados imperativos numéricos, como a rodearse de fieros de cota baja. Contraste estético y el casi normativo deber populista de contar con pandilleros dialécticos que embarren el terreno político y los encantos ajenos.
Así, no parece casual la promoción de una moda ideológica exteriorizada en el desaliño y la exaltación del feísmo; es decir, en la escenificación de la denigración de occidente, que no de otra cosa va esa auto-reprobación: suerte de anticipación de la pobreza que invariablemente traen estas ideas. Los totalitarismos, después de todo, —incluso aquel que se centra alrededor de supuestísisma preciosidad impepinable del líder mayor de las sastrerías, espejerías y pasarelas— se parecen, en sus métodos y sus fines, a los cultos. Que es casi como decir, que se asemejan a una estructura de contradicciones que justifica (miente) a cada momento, y según convenga, la palabra y la meliflua sublimidad de Él, el supremo.
¿Cómo se instala el enaltecimiento de lo vulgar? ¿Y la estupidez impermeable a la realidad, a la manifestación más leve del sentido común? Es decir, cómo se implanta la negación del individuo y el seguidismo sin fisuras.
Robert Lifton (Thought Reform and the Psychology of Totalism; 1961), citado por Humberto Trujillo, et al, en su trabajo Evidencias empíricas de manipulación y abuso psicológico en el proceso de adoctrinamiento y radicalización yihadista inducida —no se apresure el lector a descartar la cita por el nombre del paquete; que más de una vez un medicamento diseñado para un mal termina siendo efectivo para otro— advertía que «el entramado de técnicas coercitivas y manipulativas que pueden darse en grupos abusivos y/o sectarios comienza forzándolos a realizar múltiples confesiones de culpas, sean estas reales, imaginarias o distorsionadas, en el denominado ‘asalto a la identidad’».
Aunque Lifton analizaba el programa comunista implementado en China en el pasado, los mea culpa del llamado movimiento woke —nueva forma de decir, «obedeced»— y de aquellos que se prosternan ante el islamismo o ante China, se parece en mucho a lo que relataba: la representación de la vergüenza que les causa su sociedad, su cultura; el rechazo de sí mismos. Una forma pretendidamente intelectual de la estupidez: la negación de los mismos valores que dicen defender.
Precisamente, remarcaba que los sentimientos de culpabilidad se consideraban fundamentales para conseguir, posteriormente, la incorporación de nuevos esquemas mentales a través de procesos de reeducación. También, añadía, que se reforzaba a los sujetos social y materialmente «con premios y privilegios… cuando doblegaban su voluntad, facilitando de esta forma el cambio de actitudes».
Ahí están los abundantes premios-aplausos periodísticos, literarios; reconocimientos institucionales, espacios mediáticos, puestos diversos. En fin, ya se ve por dónde marcha la larga marcha de adoración al líder.
Lifton, por lo demás, describía más profundamente, una serie de «procedimientos por los cuales un grupo de personas, manipuladas y guiadas por una ideología, pasa a convertirse en una secta o grupo totalitario». O, vale añadir, en carne de urna, o en tonto útil.
Entre ellos, mencionaba el control de la comunicación: la percepción de que la verdad es posesión exclusiva del grupo. Para ello ha de controlarse lo que llega al público. Como consecuencia de esto, se desarrolla un sentimiento de antagonismo con el mundo exterior: un «nosotros» versus «ellos».
Además, se busca promover ciertos patrones de comportamiento y estados emocionales concretos, pero de manera que parezca que surgen de modo espontáneo en el momento y contexto elegidos. «Los miembros se creen predestinados a formar una parte central de la Historia de la Humanidad, o incluso a tener la responsabilidad de salvarla. Los individuos se convierten entonces en instrumentos del grupo y participan activamente en la manipulación de los demás». La llamada «causa» palestina —que no es otra cosa que el fin declarado de borrar a Israel— es la vedette de este procedimiento.
Esto, evidentemente, divide al mundo entre lo «bueno» o «puro» (el grupo/la ideología doctrinal) y lo «malo» o «impuro» (cualquier cosa externa al propio grupo y su doctrina). Así se mantiene «un aura sagrada alrededor de la doctrina básica o ideología» —el progresismo, el socialismo, la lucha contra el «fascismo», la «causa» palestina, etc.—, «considerándola una visión moral para el ordenamiento de la existencia. Esta perspectiva supone la verdad absoluta y maniquea que permite explicar cualquier cosa».
Lifton no olvidaba la carga del lenguaje. Esto es, el nuevo significado, muy distinto al que le da el mundo exterior de las palabras y frases. Se ha visto, por ejemplo, cómo, se pretenden aplicar, banalizándolos, ciertos términos modificados como armas de desprestigio masivo contra Israel. De la misma manera, cualquier opositor político, crítico, o, incluso quien no muestre adhesión, resulta ser un «facha», «señoro», «machista». Todo a la bien altura de quien los emplea.
A todo esto, vienen a sumarse el hecho de que simplifican «cualquier complejidad y responden a ella, empobreciendo su libertad para razonar a través de reducciones y estereotipos».
El resultado es la devaluación de la política, de la democracia, los valores compartidos; la división social, el empobrecimiento particular y estructural, vinculados con el barro fundamental de la corrupción que lo alcanza todo e imponiendo el «si ellos sí, por qué yo no», o el «todo vale», que deshace naciones.
Todo ello para una perpetuación. Para una impunidad que sirva como capa de invisibilidad al líder y a los suyos. Y no, en ese espanto ya no hay espejo que le responda a Su Reflejidad que es bello. Nada soporta el ejercicio de la infamia. Menos que menos la apariencia, que ni siquiera es un valor ni un mérito. El espejo responde con la verdad; y se nota en el rostro.
- Marcelo Wio es director asociado de CAMERA Español