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tribunaMarcelo Wio

Risa indigesta

Eso, y una risa. Sin gracia. Sin siquiera astucia. Una risa que está hecha de trozos de promesa insustancial, desprecio, embuste, intimidación revanchista y mentira de mala calidad

Actualizada 01:30

«Aposté con la locura. Y la primavera me brindó la risa repugnante del idiota», Arthur Rimbaud.

Es sumamente patético reírse del propio chiste para señalar el punto en que el otro debe hacerlo porque no se confía en la calidad de la gracia; es decir, en la inteligencia del que lo cuenta. Cuanto más grande la humorada que pretende generarse, más grande será la carcajada: hiperbólica la seña para los acólitos, aduladores, los cautivos de la escenificación.

De tanto andar marcando el halago ajeno, al final puede sucederle al reidor, al ególatra, al supremo explicador, al predicador de bondades, al domador de males, lo que a Crisipo de Solos, que, según Diógenes Laercio, murió riéndose de un chiste propio. Al final –moraleja de plástico mediante–, tanta palabra (‘risotada’) puede terminar por atragantar a quien las pronuncia con la predisposición de un vendedor de engaños piramidales, a quien las defiende como propias y a quien las traga como si fueran vitaminas para el espíritu.

Porque hay palabras demasiado grandes para las digestiones sin muchas enzimas de pensar. Palabras que forman frases irremediables. Términos que se encadenan en fatales profecías autocumplidas. Que mienten abrazos y puentes cuando, en realidad, instalan Rubicones de expansiva divergencia: insalvable tectónica emocional, de percepción.

El problema, claro está, es que agotados las gracias y los trucos del bufón o el aprendiz de brujo, el encanto ya ha obrado sobre la realidad. Y entonces, surgen interrogantes evidentes: ¿En qué punto se hace inabordable el desbarajuste, la imposición de la fantasía ideológica sobre la realidad? ¿Cuándo caducan las fórmulas conocidas para enderezar la esclerosis económica fomentada? O, puesto de otra manera, ¿cuánto tardan las sabidurías políticas, económicas y sociales en verse sobrepasadas por el ensañado descoyuntamiento?

Mientras tanto, la risotada obscena, multiplicada por la de los sumisos y los espabilados, va ocupando, como si de un tablero de ajedrez se tratase –mas sin subordinarse a sus reglas– cada casilla. Dejando tras de sí como una suerte de algoritmo para replicar la secuencia de supervivencia: es decir, la aplicación de la desmemoria y la inmunidad. Institución a inst… Perdón, casilla a casilla. Cambiando en cada movida cada pieza por una conveniencia, por una subordinación, por un débito, por una trampa. Casilla a casilla. Degradando el tablero a coto. A sofoco. Como el que mató a Crisipo.

¿Cuándo vencen los modelos de alivio, de rescate? ¿Cuánto se ha separado la razón de la adhesión incondicional? ¿Cuánto se han separado unas casillas de otras? ¿Cuánto unos seres de otros? ¿Queda aún un rescoldo de tolerancia, de posibilidad de disentir sin repulsa ni marginación? ¿Saben aún quienes ríen la risa del prepotente que esa mímica no alimenta más que al conductor de las carcajadas? ¿Saben que más pronto que tarde no les quedará ni esa simulación; sólo rencor mal dirigido?

Si aún lo saben, no ha expirado todavía la posibilidad de que el entendimiento, la solidaridad (no el clientelismo carcelero, el aplauso chabacano), los valores democráticos y la justicia se impongan a la apelación a la medianía, a la estulticia y a las entrañas de quienes no tienen más que ambición o desesperación.

Eso, y una risa. Sin gracia. Sin siquiera astucia. Una risa que está hecha de trozos de promesa insustancial, desprecio, embuste, intimidación revanchista y mentira de mala calidad. Una risa que se parece a la que mencionaba Umberto Eco en El nombre de la rosa: la que «libera al aldeano del miedo al diablo, porque en la fiesta de los tontos también el diablo parece pobre y tonto, y, por tanto, controlable».

Que se escuche el sonido cierto de esa risa, de esa mueca, de esa fiesta que no es tal: lo que dice su envés, su verdad. Que se escuchen las palabras, o mejor, las intenciones que pretende hacer tragar entre carcajada y carcajada el orador. Sus acciones no mienten. Tampoco las de sus compinches. «El uno» estuvo siempre desnudo. Y sus adláteres también. Y vaya espectáculo más bochornoso.

  • Marcelo Wio es director asociado de ReVista de Medio Oriente
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