Luces en las sombras: análisis ético, estético y trascendental de la serie `El juego del calamar´
La alegoría platónica nos enseña que, en verdad, hay cavernas oscurísimas en el mundo, pero que no todo el mundo es una caverna. Ante un fenómeno de las dimensiones de la serie El juego del calamar, cabe poner el foco en lo pernicioso que puede resultar entretenerse con tan sádico pasatiempo y cabe, de forma complementaria, rastrear las huellas de humanidad que quedan en los charcos de sangre.
En un tiempo en el que andamos enredados con evasiones ideológicas como la del transhumanismo, resulta cruel la paradoja que, en palabras del filósofo Josep María Esquirol, nos lleva a tratar de llegar más allá de lo humano, cuando a menudo nos estamos quedando cortos en humanidad. No se trata de apuntar más allá –más lejos– de lo humano, sino de profundizar más adentro, en lo humano mismo, en lo que genuinamente nos configura como seres de esta especie. Se trata, en definitiva, de rescatar las luces que no sólo nos aguardan al final, sino que se hacen ya presentes antes y durante este túnel tan exitoso.
No es un juego de niños
La serie surcoreana no es, aunque lo parezca, un juego de niños. Pero que sea del todo inapropiada para menores de edad, no significa que no tenga un cierto interés para los adultos. Que sea, a mi juicio, un relato bastante pobre formalmente y que adolezca, entre otras cosas, de un planteamiento maniqueo, no significa que olvidemos que habitar el mundo es comprenderlo y que en el fenómeno popular que se ha desatado a raíz de la serie, se nos abre una enorme oportunidad, especialmente a los educadores.
Comprender el mundo que nos ha tocado vivir es, en parte, comprender las series de ficción que de forma especular nos devuelven una imagen propia y nos permiten auscultar el latido de una época. Así, tal vez sin pretenderlo, resulta que los que educamos nos hallamos envueltos en la enorme conversación que genera la tinta de un calamar de ficción; un juego que, reconozcámoslo, si nos suscita algún interés es porque en último término nos interpela sobre la propia vida.
«No merece la pena verla»
En mi opinión, no merece la pena ver El juego del calamar. No compensa, no renta –que dicen los más jóvenes–. Hay escasos vestigios de verdad, de bien y de belleza en una historia inundada de negrura, de vidas devastadas, donde se impone una concepción mutilada del ser humano, desesperanzada y desesperanzadora. Pero, aun siendo éste un consejo que pueda incluso convencer a algunos, el debate mayoritario ya no está ahí. Que yo, que ando cerca del medio siglo, crea que la serie es un horror, no significa que sea indiferente al hecho de que con ese horror andan jugando mis alumnos y mis hijos. Desde esta realidad, que a buen seguro comparto con muchos, sugiero aquí cinco claves para quien, en el aula o en la mesa de una cena familiar, no pueda plantearse ya si ver la serie, o tratar de que otros no la vean, sino que tenga que lidiar con quienes ya la han visto y considerar si junto a las diatribas apocalípticas que habrán escuchado, no convendría aprovechar la ocasión para hacer limonada con los limones que este juego nos ofrece:
1. Un mundo gris-verdad
Mientras en la serie el campo de concentración donde se recluye a los jugadores se nos presenta radiante de luz y de color, el mundo de ahí afuera, el que viven a diario los protagonistas ahogados por las deudas es intencionadamente gris. Llueve de forma frecuente como metáfora de una vida agostada, de un existir plomizo, que sangra por la herida. Sin embargo, mientras en el juego de colores hay, sobre todo, simulacro, en la herida de ese otro juego que es la vida cotidiana, hay mucha verdad. Y el que no la rehúye, sino que se sumerge en la búsqueda de esa verdad, con todo el riesgo que conlleva, ha dado el primer paso en la ardua tarea de conseguir una vida lograda. La vida, que está marcada a fuego por la incertidumbre y el riesgo. «Somos una caña que piensa», dice Pascal. Y ésta es la cuestión decisiva que esta en el trasunto de esta historia. ¿Acaso no has dejado tú también de vivir para sobrevivir en una vida empobrecida, que se ha ido vaciando de la propia sustancia, de lo más valioso que había en ella?
2. Todos somos hijos
Ciertamente no todos los seres humanos somos padres o madres, pero todos tenemos experiencia de filiación. Aun en el desgraciado supuesto de que no hayamos conocido a nuestros padres, todos somos hijos. Esto nos permite ahondar con algún conocimiento de causa en las relaciones que se atisban en la serie, particularmente entre las dos madres ancianas y sus dos hijos, protagonistas mayores del juego, y entre el protagonista principal y su hija, por la que –equivocadamente o no– está dispuesto a hacer lo que sea. También nosotros podemos preguntarnos, con los ojos tristes de esa niña, qué esperamos de nuestro padre, o pasarle la prueba del algodón a nuestra conciencia y tratar de responder a la cuestión de si nuestra madre (una sencilla y humilde vendedora de pescado) estaría orgullosa de lo que hacemos y de las decisiones que tomamos.
3. «Y tú, ¿cómo te llamas?
Parafraseando los versos de Ángel González, para que tú te llames Seong Gi-hun, para que mi ser pese sobre el suelo, fue necesario un ancho espacio y un largo tiempo. En el terrible campo de juego lo primero que se pierde es el nombre. La despersonalización comienza en una vestimenta y un número, del 1 al 456. Cuántas veces nos quejamos con razón porque no somos solo ni principalmente un número. Cuántas veces ponemos el grito en el cielo porque nos tratan como a un kleenex, nos usan y nos tiran, nos cosifican, es decir, nos tratan como a una cosa (que es lo que es, lo que vemos) y no le hacen justicia a nuestra condición de sujetos (que supone siempre poder ser más, ser con los otros y para los otros). Algunos de los rastros más emocionantes de humanidad que cabe rescatar en la serie, aparecen cuando alguno de los jugadores se acerca a otro y, después de llamarle por su número, le pregunta que cómo se llama. «Yo sólo sé nombrarte», escribe Muñoz Rojas. Podríamos aprovechar para nombrarnos, para propiciar al menos una amistad cívica con aquellos de los que, en una sociedad polarizada, solo conocemos los rostros que se nos desdibuja y el número que les han adjudicado.
4. La herida de Narciso
Otro poeta, Salinas, en su cumbre La voz a ti debida, nos dice a bocajarro: «¡Qué alegría más alta: vivir en los pronombres!». En cada decisión que afrontan y toman, como le sucede también a la nuestra, la vida de los personajes de la serie crece o decrece. Y, como suele suceder, se ahoga cuando se ensimisma y se enamora no de sí, sino de su reflejo. Narciso no está enamorado de sí mismo, sino de lo que de él proyecta Instagram, con sus filtros bien ajustados. Gozamos de la alegría más alta cuando salimos del propio ombligo, reconocemos cuanto de imperfección hay en nosotros, y nos entregamos al riesgo de vivir en los pronombres.
El juego del cefalópodo nos sumerge en la inhumana e irrealizable dinámica de la exclusión total, hasta que solo pueda quedar uno
En medio de la matanza atroz del primer capítulo, hay quien entiende que hay que cuidar del otro. En medio de las cábalas para hacer el mejor equipo que permita la supervivencia propia, hay quien cambia las reglas del juego y prescinde de la ecuación utilitarista, porque la verdad no admite sustituto útil. Hay quien, al final, ve tan claras las heridas propias y las que le ha infligido al otro, traicionándole, que acaba desgraciadamente por pegarse un tiro. El juego del cefalópodo nos sumerge en la inhumana e irrealizable dinámica de la exclusión total, hasta que solo pueda quedar uno. Pero como quiera que uno no es nadie sin los demás, es inevitable preguntarnos qué pronombres, quiénes nos conforman a cada uno de nosotros. ¿A ti quién te acompaña en tus heridas narcisistas? O para que los alumnos lo entiendan y no les suene tan duro, ¿quiénes son aquellos sin los que tú no podrías ser quién eres?
5. Salvados
Aunque sea el nombre de un conocido programa de televisión, hablar hoy con seriedad y profundidad de la salvación parece cosa de frikis. La serie no levanta los ojos del suelo e incluso se atreve a señalar al que reza. Pero, ¿no brota en el corazón humano la pregunta por la justicia ante la muerte de los inocentes? Un hombre que se concibe a sí mismo como superhombre no necesita ser salvado por nada ni por nadie, pero hay destellos de salvación intramundana cuando entra en juego el interesante personaje de un policía que anhela encontrar y, en su caso, rescatar a su hermano. Y, sobre todo, se nos abre la puerta final (también como estrategia inequívoca para una segunda temporada) con el protagonista que, en la última escena, da marcha atrás, cambia la dirección que llevaba y nos sugiere el dilema de volver a las andadas o de si, como parece, no sería más humano empeñar la vida en salvar a otros, aunque solo sea por agradecimiento, cuando tú has sido salvado.
Puede haber, lógicamente, más pistas. Les invito a buscarlas, porque, en efecto, hay jinetes de luz en la hora oscura, hay claros en el bosque. Y son precisamente esas personas y esos lugares los que nos permiten entender si toda la vida es juego y si los juegos, juegos son.