El futuro ya está aquí
No creo que debamos despreciar radicalmente ciertas tecnologías o que tengamos que dar la espalda a lo que algunos llaman, pomposamente, «digitalización». Sin embargo, afrontar estas cuestiones con seriedad sobre las instituciones que promueven un futuro tecnológico moralmente discutible quizá fuera necesario
Hemos cambiado el famoso «cualquier tiempo pasado fue mejor» por el «cualquier tiempo pasado fue igual o peor». Los hay convencidos de esto y los que, para apuntarse al carro de la tendencia, hacen guiños a los primeros. Yo ni quito ni pongo rey. Ahora, reconozco no entender esa inquina contra la nostalgia y todavía peor: me niego a firmar cheques en blanco al eterno progreso ni a cantar, porque sí, loas al futuro.
Con torpe intención y amalgamando, se podría interpretar que formo parte de alguna secta protestante. Que rechazo la electricidad, el motor de explosión, internet o los avances que nos proporcione el mañana. Nada más lejos de la realidad. No creo que debamos despreciar radicalmente ciertas tecnologías o que tengamos que dar la espalda a lo que algunos llaman, pomposamente, «digitalización». Sin embargo, afrontar estas cuestiones con seriedad y abrir, no sólo un verdadero debate social, sino también el melón legislativo con el objeto de evitar abusos de las «big tech» e instituciones que promueven un futuro tecnológico moralmente discutible, quizá fuera necesario. Pero no ocurrirá. Ni es el deseo de los multimillonarios californianos en chanclas ni el de algunos carcamales centroeuropeos con despacho en el barrio ginebrino de Cologny o en Nueva York.
Nos distraemos con galgos, podencos y mediocridades de la política local mientras otros organizan clubes, foros y conciliábulos para discutir sobre nuestro futuro
Desgraciadamente, tampoco es el deseo de nuestros representantes públicos. En su condición de viajantes de comercio, bastante tienen con proteger sus metros cuadrados de moqueta. Para los asuntos de fondo, se limitan a llamar a nuestra puerta y colocarnos el muestrario con las últimas tendencias, ocurrencias e ingenierías sociales que les ha proporcionado su señorito. Este, posiblemente destinado en algún tinglado supranacional y pasado por la dirección de cualquier banco de negocios, ha comprado la mercancía a los que parten la pana. Bienvenidos a la democracia liberal 2.0. Nos distraemos con galgos, podencos y mediocridades de la política local mientras otros organizan clubes, foros y conciliábulos para discutir sobre nuestro futuro en un hotel alpino con spa.
La crisis del sistema es difícil de negar o, por lo menos, se ha hecho claramente visible desde marzo del año 2020. La pandemia ha sido, o es, un catalizador. Una «oportunidad», según el fundador del Foro Económico Mundial, Karl Schwab, que precedería a la entrada en la cuarta revolución industrial. Aunque lo de «cuarta revolución industrial» huela a ocurrencia proyectada en la planta 25 de una big four, Schwab es el padre del concepto y autor, junto con Thierry Malleret, del polémico ensayo «Covid-19: el gran reinicio».
Según Wikipedia, lo del reinicio es, aparte de un libro, una «teoría de la conspiración». Los adeptos de tal teoría creerían en la instauración mundial de un sistema que, cito textualmente: «eliminaría todas las libertades y derechos de propiedad, enviaría el Ejército a las ciudades, impondría la vacunación obligatoria y crearía campamentos de aislamiento para aquellos que se resistan (…)». Casi bacarrá. Como no he leído el ensayo, antes de sacar conclusiones precipitadas, sólo me limitaré a deducir que el autor de la entrada no es australiano.
Sin embargo, el fundador del Foro de Davos es un conocido entusiasta del transhumanismo. Le gusta eso de unir biología y tecnología con el objeto de aumentar las capacidades humanas. Sólo hay que darse una vuelta por la página web del Foro Económico Mundial. Allí podemos toparnos con un apartado cuyo nombre, «human enhacement», habla por sí solo. Nos presentan el transhumanismo, y otros sujetos análogos, como algo impepinable. Se nos habla de «exoesqueletos», extremidades biónicas, implantación de pulgares y chips subcutáneos. Todo conectado por bluetooth. Si exceptuamos lo de implantarnos semiconductores en el cuerpo, síntoma de sumisión ovejuna, es posible que algo de lo anterior tenga su utilidad en determinadas circunstancias. Sin embargo, ¿dónde ponemos el límite al «hombre-máquina»? Entiendo que esto plantea un conflicto moral o ético que debería ser abordado desde las instancias competentes, no algo anodino que deba ser asumido sin más. Obviamente, no estoy sugiriendo que exista una especie de Profesor X que quiera transformarnos en el Doctor Octopus pasado mañana, pero tampoco podemos caer en la ingenuidad de pensar que ciertas instituciones van aponer puertas al campo de sus delirios.
No perdamos de vista que, aunque es fácil caricaturizar a los complotistas –máxime cuando los dueños del mundo parecen supervillanos sacados de una película de James Bond– el reto estará en domarlos
Se me dirá que lo positivo o negativo que pueda achacársele a la tecnología dependerá de la utilización que se haga de ella y estaré de acuerdo, en parte. France Soir ha entrevistado recientemente al doctor Louis Fouché. Se trata de un personaje tan controvertido como carismático. Ha sido forzado a abandonar su puesto de médico anestesista e intensivista en el hospital marsellés «La Concepción». Ya pueden imaginarse la causa: sus tomas de posición poco oficialistas con respecto del COVID-19 y su escepticismo vacunal (todo según L’Express, propiedad de la primera fortuna de Francia y gran apoyo mediático de Macron). Supongo que su oposición al aborto y su defensa de una vida más simple tampoco le ayudan mucho. Suele interpretar bien el aire de los tiempos. Sobre la cosa de la tecnología lanza sus dudas razonables aludiendo a tres factores: el acceso que cientos de empresas tendrán a nuestros datos y, por tanto, a nuestra vida privada; la adicción intrínseca que producen algunos dispositivos, a los que ya se les empieza a apellidar apéndices corporales y, por último, el uso de ciertos componentes en su fabricación que pueden llevar a conflictos geopolíticos y condiciones de esclavitud.
Big Tech, Big Pharma y Big Money son tres jinetes del apocalipsis. No perdamos de vista que, aunque es fácil caricaturizar a los complotistas –máxime cuando los dueños del mundo parecen supervillanos sacados de una película de James Bond– el reto estará en domarlos.