Siete mil y pico
Muchas veces se ha simplificado la cuestión diciendo que Dios es quien premia a los buenos y castiga a los malos. Pero esta consideración no hace ni de lejos justicia a la realidad de la Escritura
El otro día estaba yo en el aeropuerto, tan tranquilo, leyendo las pantallas de información. Entonces, pasó un hombre por delante de mí mirándome por el rabillo del ojo. Avanzó unos pasos y se volvió. Luego se alejó de nuevo para, ya por último, darse la vuelta y decidirse a dirigirme unas palabras.
De nuestra brevísima conversación recuerdo que me dijo tres cosas. Primero, que si yo soy fraile entonces es que no soy español. Segundo, que la posición del Sol confluye ahora de nosequé manera con la Tierra y que por eso se aproximaba una nueva era. Tercero, que entonces «se salvarán los siete mil y pico».
Hay que reconocer que los dos primeros puntos tienen su interés. Especialmente eso de que ya no hay frailes españoles. Podríamos darnos el gusto de entretenernos sobre los fundamentos y consecuencias de tan justificada impresión. Sin embargo, quisiera detenerme, más bien, en el tercer punto, eso de «los siete mil y pico». Porque recuerdo que, cuando el hombre se fue, yo me quedé pensando que, si no entro en los siete mil, quisiera contarme, al menos, en los del «y pico».
No es mi interés entrar en la cuestión del valor simbólico del número siete en la Biblia, ni en la significación escatológica de la cifra de siete mil, sino en la cuestión del «y pico», es decir, de los que habremos de salvarnos, si Dios quiere, de rebote.
Jesús, plenitud de la revelación de Dios, se mostró acogedor con los pecadores y se mostró rabiosamente intransigente y severo con los maestros de la ley
Esto nos lleva a la peculiar y rara cuestión de la salvación en la Sagrada Escritura. Créaseme que, visto fríamente, es un tema del todo asombroso. Muchas veces se ha simplificado la cuestión diciendo que Dios es quien premia a los buenos y castiga a los malos. Pero esta consideración no hace ni de lejos justicia a la realidad de la Escritura. Porque, para sorpresa de muchos, pareciera que Dios, en la historia de la salvación, es quien premia a los malos y castiga a los buenos. Y ahora intentaré explicarme brevemente antes de que al sano lector se le caigan los palos del sombrajo.
Lo que quiero decir es que Jesús, plenitud de la revelación de Dios, se mostró muy simpático y acogedor con los pecadores –al caso, lo malos– y se mostró rabiosamente intransigente y severo con los maestros de la ley, las autoridades morales y religiosas del pueblo –en otras palabras, los buenos–. «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos […]. No he venido a llamar a justos sino a pecadores» (Mt 9, 12.13).
Algunas de las palabras del Nuevo Testamento resultarían escandalosas si no fuera porque ya estamos acostumbrados a ellas y porque, en definitiva, fue Cristo quien las dijo. Porque eso de que las prostitutas adelantan a los que cumplen la ley en el Reino de los cielos (cf. Mt 21, 31) no ha dejado nunca de producirme perplejidad y consuelo a partes iguales. Ya podría haber aclarado que se trata de las prostitutas que ya no ejercen. Pero no, lo dejó así el evangelista. Pasa lo mismo con el hijo pródigo, que fue tratado con misericordia –atención– a pesar de que por ningún lado dice la parábola que se hubiera convertido. Lo que dice es que, entrando en sí, volvió porque en casa tendría algo que echarse al estómago; y el Padre le abrazó sin esperar a que diera explicaciones insatisfactorias sobre su regreso (cf. Lc 15, 17-21).
El número de los salvados no obedece matemáticamente a nuestras aritméticas mundanas
Y luego está, por supuesto, la parábola del fariseo y el publicano. Uno oraba erguido en el Templo dando gracias por ser bueno y no malo como los demás. El publicano, por su parte, oraba lamentándose de ser tan malo y no tan bueno, quizás, como el fariseo. Y Jesús concluye su parábola con un giro de tuerca que produjo, como dicen ahora, mind blowing en sus espectadores: «Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no» (Lc 18, 14).
Se podría pensar que esta columna debe tener alguna conclusión. Pero no, no la tiene. Simplemente quería decir que, gracias a Dios, el número de los salvados puede ser sorprendente, al no obedecer a nuestras aritméticas mundanas y que, en definitiva, todos debemos tener la santa esperanza de formar parte de los elegidos, si no de los siete mil, al menos del número de los que se cuentan en el «y pico».