Belfast o la religión adúltera
Mientras Jesús nos siga recordando a los creyentes que no pequemos más y nos conceda levantarnos, el hombre en cuanto religioso tiene una oportunidad de purificar su forma de ser religioso
Fui a ver hace unos días la película Belfast, dirigida por Kenneth Branagh. Ambientada a finales de la década de los sesenta en la ciudad más poblada de Irlanda del Norte, cuenta la historia de una familia en medio de los episodios de violencia recurrentes en el último siglo.
Nadie se alarme, no pienso desvelar la trama de la película en esta columna. Simplemente, quiero señalar algo que no dudaba fuese a suceder: que en algún momento se presentase dicha violencia como responsabilidad de la religión. No se insiste en ello, la narrativa va por otros derroteros, pero era difícil que la idea no fuese plasmada. Por otra parte, teniendo en cuenta que la población se divide entre católicos y protestantes, esa crítica tendría bastantes argumentos a su favor.
No es fácil atinar con precisión qué ha determinado la persistencia de este conflicto en la sociedad irlandesa. Precisamente en los años en los que se ambienta la película, mi padre –español él– vivía en Irlanda. En una ocasión viajó en coche al norte en compañía de un norteamericano. Pensaron que sería más pintoresco el viaje si cruzaban la frontera por una de tantas de esas carreteras locales que la permean, con la mala suerte de que se llevaron una precaria barrera fronteriza al salir de una curva. Tras ser encañonados por dos soldados británicos del retén y tras unos momentos de tensión, pasaron a pedirles la documentación. En un momento dado el compañero de viaje de mi padre, visiblemente molesto, manifestó su intención de recurrir a la embajada de los Estados Unidos, ya que era un auténtico despropósito que se viesen maltratados a causa de «una guerra medieval». Desde la óptica de un emancipado angloamericano, no era más que una guerra propia de la vieja Inglaterra de reyes y señores feudales que se resistía a morir.
La religión requiere de algo más que de ella misma para encender la mecha
Años después de este episodio me encontraba paseando en compañía de unos amigos en Derry, también en Irlanda del Norte, por las murallas de su ciudad. Estas protegían el casco antiguo, pero no habían sido levantadas por señores feudales en la edad media, como parecía sugerir el pasajero norteamericano de mi padre. Habían sido financiadas por el gremio de comerciantes de Londres, los cuales apoyaron de forma entusiasta la ocupación de la ciudad en los comienzos del siglo XVII, hasta el punto de rebautizar la ciudad como Londonderry. Este paseo por las murallas parecía sugerir que las causas del conflicto no hay que buscarlas en el feudalismo, sino en la edad moderna, en los tiempos del surgimiento del mercantilismo británico.
Pero el paseo por esos muros no solo dejaba ver la catedral anglicana de San Columba de Iona en la ciudad antigua, sino que también permitía ver los barrios de casas de ladrillos levantadas fuera de la muralla. Barrios separados por muros coronados de concertinas y con puestos de control de acceso con torres de vigilancia. El muro de Berlín había caído diez años atrás, pero los puestos de control militarizados gozaban de buena salud en esta ciudad que apenas supera los 80.000 habitantes. Una visión que habla de conflictos más propios de la insurgencia y de las medidas de contrainsurgencia propias de la guerra fría, más que de un conflicto enquistado propio de épocas más remotas.
En el fondo da igual cómo lo abordemos. No deja de ser la herencia de la paz de Augsburgo de 1555, que por medio del principio cuius regio, eius religio pretendió dividir Europa en zonas relativamente homogéneas conforme a la adscripción religiosa del soberano, forzando así la paz.
Claro que la religión está en el origen del conflicto, pero no exclusivamente. La religión requiere de algo más que de ella misma para encender la mecha. Su inalterable presencia solitaria a lo largo de los siglos me recuerda el momento en que escribas y fariseos arrastraron a los pies de Jesús a una mujer sorprendida en adulterio. El observador perspicaz notará que para que una mujer sea sorprendida en adulterio hace falta un varón, que por muchas veces que leamos el texto, nunca está. La religión en este caso cumple perfectamente con el papel de esa mujer. «Moisés en la Ley nos manda lapidar a mujeres así», podrían decir los eventuales analistas de hoy que salpican los guiones, los bares y las visitas guiadas.
Quizá eso es lo que se merezca el hombre en cuanto religioso cuando defrauda con sus pecados. No hay que resistirse al veredicto. No en la medida en que el justo juez sea el propio Jesús. Él disipará a los acusadores, no porque no tengan razón, sino porque no tienen recta intención en su acusación. Mientras Jesús nos siga recordando a los creyentes que no pequemos más y nos conceda levantarnos, el hombre en cuanto religioso tiene una oportunidad de purificar su forma de ser religioso. Qué pena que dejando a la religión sola a los pies de Jesús no lo pueda vivir del mismo modo el hombre en cuanto señor de la guerra, o como hábil mercader o como revolucionario justiciero. Ese hombre que ante la acusación de la religión adúltera y conflictiva, siempre está ausente.