Aniversario de Nosferatu, el vampiro que simboliza nuestro tiempo negando el más allá y la vida eterna
Este mes se cumple un siglo del estreno de Nosferatu. Una sinfonía del horror, la gran película que inaugura la historia del cine de vampiros. Dirigida y realizada por el genial Friedrich Wilhelm Murnau (1888-1931), fue una adaptación de la novela Drácula (1897), de Bram Stoker, a la que el guionista Henrik Galeen le añadió elementos de su propia cosecha. No entraremos, sin embargo, en ellos porque aquí nos interesa el Conde -así, con la mayúscula que indica la antonomasia- porque estamos, señoras y señores, ante el príncipe del terror de nuestro tiempo. Ni los hombres-lobo, ni el pobre Frankenstein ni todos los inventos del psicothriller pueden batir al no-muerto. Tal vez podría sentarse a su mesa -permítanme la broma- el malvado Aníbal Lecter, pero no está claro quién sería la cena. A fin de cuentas, mientras sea de noche, nuestro noble transilvano tiene las de ganar.
En su deslumbrante libro La pantalla demoniaca (1952), Lotte H. Eisner encabeza los párrafos dedicados a este largometraje con dos líneas: «El imperio del doble» y «El burgués demoniaco». Formado como historiador del arte y heredero de la tradición de Schiller y su «predilección por las imágenes tenebrosas», debemos a Murnau este símbolo de los miedos y los conflictos de nuestro tiempo: la muerte, la soledad, el paso del tiempo y, en suma, la finitud de la condición humana.
Nuestro vampiro se niega a morir y paga, por esa abominación que contradice la naturaleza, un precio terrible en sangre ajena y maldad propia. El director no escatimó recursos para aterrorizarnos: bosques inquietantes, marineros muertos, luces fantasmagóricas, escenas rodadas al aire libre que parecen producto del delirio de un escenógrafo y unos movimientos en dirección a la cámara que los espectadores no estaban acostumbrados a ver. Tuvo un éxito notable de público y de crítica, pero no ha pasado a la historia por eso. Antes bien, su mérito reside en haber reflejado la fractura final de la modernidad y haber anticipado ese declive de Alemania hacia el horror del nazismo. No es sorprendente que Siegfried Kracauer le preste atención en su magistral De Caligari a Hitler: una historia psicológica del cine alemán (1947).
La ruptura de nuestras raíces
Rota por el trauma de la derrota en la Gran Guerra, Alemania se sumió en una crisis cultural tan profunda que aún no ha terminado de salir de ella. Se pusieron de moda el espiritismo, el ocultismo, la adivinación y las sociedades secretas. En 1918, Rudolf von Sebottendorf (1875-1945) fundó la Sociedad Thule, que agrupaba a los buscadores de la «raza aria» y fue uno de los referentes intelectuales del nacionalsocialismo. La Revolución Espartaquista, los «freikorps», la nostalgia del imperio y el resentimiento por la humillación de Versalles fracturaron a Alemania. La tierra desgarrada por la Reforma había terminado rota y postrada. Es comprensible que se pusieran de moda tantas cosas absurdas. Se empieza perdiendo la fe en Dios y luego todo es cuesta abajo hacia el desastre.
El mito del vampiro lo vence la cruz, lo somete el agua bendita y lo destruye la luz
En realidad, nuestro continente no se ha recuperado aún de esa ruptura con sus raíces. El sueño de la Ilustración no condujo a la liberación del ser humano, sino a las cotas más profundas de su esclavitud. Los totalitarismos del siglo XX -el comunismo, el fascismo, el nacionalsocialismo- partieron del abandono del ser humano. Despojado de su condición de criatura, despreciada su dignidad intrínseca y convertido en un recurso al servicio de la economía o del Estado, al hombre se le podía hacer ya cualquier cosa. Seguimos viviendo a la sombra de ese tiempo que hizo del aborto, la eutanasia y la eugenesia prácticas habituales e incluso obligatorias según las circunstancias. Ese conde transilvano que mata para no morir -naturalmente, vivir es otra cosa- no es tan diferente de los Estados que sacrifican a los más débiles en aras de una pretendida «libertad individual».
Nuestro tiempo, nuestros miedos
Así, el vampiro simboliza nuestro tiempo, sí, pero también nuestros traumas y nuestros miedos. Negación del más allá y de una vida eterna, bebe la sangre de otros para prolongar una no-vida. Incapaz de reconciliarse con su finitud, cerrado a la posibilidad de un amor redentor y gratuito, el ser humano hoy contempla fascinado historias de vampiros que se enamoran, se emparejan y se rebelan contra el mundo. Recuerdo Drácula, de Bram Stoker (1992), la película de Francis Ford Coppola, y Entrevista con el vampiro (1976), la de Neil Jordan basada en la novela de Anne Rice. En ambos casos, se trataba de vampiros con los que el espectador podía identificarse y, por lo tanto, junto a los cuales podía asumir que no hay salvación ni vida eterna. No cabe mayor trampa ni traición al aterrador voivoda de Transilvania aunque, de alguna forma, paradójicamente, también supone una victoria suya.
En efecto, el vampiro tal como es –tal como Murnau lo representa con inquietante maestría– nos repele porque sabemos que estamos llamados a otra cosa. Hay algo en nosotros que nos dice que lo único que libera es el amor y que el infinito que anhelamos no es languidecer en un ataúd y salir de noche a chupar sangre. Nuestro tiempo necesita hacernos atractivo al vampiro porque, de otro modo, no renunciaríamos ni idealizaríamos una vida sin salvación ni esperanza. En realidad, esos vampiros posmodernos sólo existen a costa de caricaturizar al señor tenebroso de los Cárpatos.
El mito del vampiro, sin embargo, también nos da una clave para salir del laberinto de la modernidad. Lo vence la cruz. Lo somete el agua bendita. Lo destruye la luz. Naturalmente, sabemos que la única luz que vale la pena es esa que brilla en la tiniebla y que la tiniebla no recibió. En medio de la locura de esa modernidad que el vampiro representa, nos sigue esperando Cristo, señor de la Historia, el que expulsa demonios, el que cura enfermos, el que quita el pecado del mundo.