Átomos de bondad
El bien acostumbra a moverse de puntillas. Es sigiloso y discreto, y su tendencia a atribuirle a la debilidad un valor genuino y dignificador de la persona ha contribuido a que ciertas corrientes del pensamiento moderno lo hayan identificado con la proyección de una voluntad pusilánime
Leo un breve ensayo de George Steiner en el que su autor define al ser humano mediante la escueta fórmula de «un carnívoro cruel». Sorprende que alguien que dedicó su vida al estudio de lo más excelso que ha producido la tradición cultural de Occidente, un humanista capaz de escribir páginas de una agudeza sublime acerca de las creaciones del pensamiento y la literatura que han dado forma a nuestra civilización, reserve para el hombre un dictamen tan severo.
Sin duda, Steiner conocía bien la historia. Sabía de las consecuencias de la ruptura del hombre con el acontecimiento misterioso de la creación y de la caída subsiguiente en una tiniebla de barbarie que, desde la muerte de Abel, no ha dejado de reproducirse. Frente a esa dinámica de la aniquilación mutua –parece decirse Steiner–, qué poco representan la belleza de un poema, la plenitud sensorial de un cuadro, el deslumbrante rigor de cualquiera de las grandes hipótesis de la especulación filosófica o científica con que se adorna nuestra especie. No hay una sola manifestación del genio humano que compense el asesinato de un inocente. Todas las edificantes retóricas acerca del esplendor de nuestros progresos morales no valen nada frente al llanto de un niño hambriento. Así las cosas, no queda sino la tentación de decantarse –como, por lo demás, han propuesto algunas de las inteligencias más sombrías de nuestra época– por considerar al ser humano como una anomalía trágica de la que el universo haría bien en desembarazarse.
Ni en las horas más oscuras ha dejado de brillar la verdad suprema
Sin embargo, el asunto es un poco más complejo. A partir de un versículo del Génesis que se tiende a pasar por alto («Vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno»), el pensador francés Rémi Brague nos brinda un itinerario alternativo a la deriva catastrofista que se impone en el contexto de esta época desencantada. Porque si, como postula el Génesis, hay un bien en el origen de todo, entonces la existencia se abre a una perspectiva nueva y estimulante. «El mal –escribe Brague– tuvo que haber surgido en un momento posterior». Ese momento –ahora lo sabemos– señala el instante en el que el hombre, haciendo uso de su libertad, se deja arrastrar por el ciego desafuero de una voluntad que, en última instancia, está llamada a destruirse a sí misma.
La opción por algo distinto del bien arroja como resultado un paisaje de desorden y extrañamiento. La ruidosa espectacularidad del mal puede llevarnos a la conclusión de que únicamente él reina en la historia. De hecho, en aquellas ocasiones en que se ha manifestado como expresión de una hybris implacable, de un agresivo instinto de poder, no es raro que se haya visto recompensado con cotas ingentes de adhesión, entusiasmo y prestigio. En cambio, el bien acostumbra a moverse de puntillas. Es sigiloso y discreto, y su tendencia a atribuirle a la debilidad un valor genuino y dignificador de la persona ha contribuido a que ciertas corrientes del pensamiento moderno lo hayan identificado con la proyección de una voluntad pusilánime, de un temperamento servil. Qué equivocados están quienes siguen pensando de ese modo. Esos átomos de bondad representan, en su humilde perseverancia cotidiana, en el coraje y la tenacidad con que se posicionan frente a un universo tantas veces hostil, aquello que consigue que el mundo nos siga pareciendo habitable.
Recordar todo esto en una época que postula el relativismo como brújula de los comportamientos personales y que politiza el bien, falsificándolo bajo la forma de un victimismo de saldo, se antoja una tarea crucial. Sólo así aprenderemos a poner a buen recaudo una evidencia que los grandes simplificadores de nuestro tiempo han intentado ocultar a los requerimientos de nuestro sentido común y de nuestras percepciones más obvias: la irreductible complejidad del ser humano.
En una dimensión infinitesimal muchas veces, deslizándose como una desconcertante rareza entre el fragor de las diversas hecatombes que han sacudido a la humanidad, el bien se ha encarnado para testimoniar que la historia no es sólo el espacio en el que el mal surge y se despliega, sino también el ámbito en cuyo seno acontece el hecho posible y cierto de la redención. «¿Qué es en realidad el hombre?», se pregunta Viktor Frankl en ese libro tan hermoso como estremecedor que es El hombre en busca de sentido. Y se responde: «Es el ser que siempre decide lo que es. Es el que ha inventado las cámaras de gas, pero también el que ha entrado en ellas con paso firme, musitando una oración».
Ni en las horas más oscuras de la humanidad ha dejado de brillar esa verdad suprema.