Pasolini o la palabra incandescente
Su destino, pues, conscientemente asumido, será el de un solitario, un francotirador que dispara desde todos los ángulos que le permiten su talento y su inmenso espíritu creativo contra una sociedad, la italiana, cuyo rostro ha visto desfigurarse en el curso de unos pocos años
Releo algunos de los escritos de Pasolini coincidiendo con el centenario de su nacimiento. No concibo otra forma de conmemoración. Me reencuentro con su imagen en la portada de cierto suplemento cultural que celebra la efeméride: su aire entre patricio y campesino, el rostro anguloso, como tallado a cincel, y esa sugestión de intensidad que se desprende de la rudeza de unos rasgos sobre los que resaltan unos ojos que parecen taladrar lo que miran.
Aparecen, inevitables, las alusiones a la vertiente más sórdida de una vida marcada por una profunda fractura interior, y una de cuyas primeras repercusiones públicas es la expulsión del Partido Comunista Italiano en agosto de 1949, acusado de corrupción de menores. Su atracción por los ambientes marginales, por los jóvenes de los turbios arrabales de la Roma a la que llega en 1950, desposeído de su plaza de profesor en la aldea de Valsavone, concluye el 1 de noviembre de 1975, con su cuerpo atrozmente apaleado sobre la arena de la playa de Ostia.
Hasta ese instante, su trayectoria como artista lo ha condenado a permanecer en los márgenes de una vida cultural cortada con el mismo patrón ideológico que, tras el comienzo de la Guerra Fría, ha dejado el mundo escindido en dos bloques antagónicos. Su filiación marxista no basta para adjudicarle una ubicación nítida. Demasiado «raro» para sus camaradas de partido, éstos se apresuran a marcar distancias con un espíritu que parece haber abrazado como principio vital el rechazo a quedar atrapado en la estrechez del dogma militante.
Su destino, pues, conscientemente asumido, será el de un solitario, un francotirador que dispara desde todos los ángulos que le permiten su talento y su inmenso espíritu creativo contra una sociedad, la italiana, cuyo rostro ha visto desfigurarse en el curso de unos pocos años. En su heterodoxia se funden la nostalgia de un cristianismo esencial con la desgarrada profesión de una fe comunista a la que se aferra como última vía de reconciliación humana. La suya es una religión de los desposeídos, una militancia no en la abstracción deshumanizadora de la utopía, sino en la tragedia concreta de esas generaciones sin futuro que se hacinan en los suburbios arrasados de las vastas áreas industrializadas, y a donde él acude, casi sin esperanza, en busca de un último destello de poesía humana, de una verdad expresada en el dialecto descarnado del arroyo, de una lengua, en fin, que no haya sido corrompida por la jerga totalizadora que imponen los nuevos modos de vida.
Incatalogable, ferozmente independiente, sus invectivas se recubren de una radicalidad que, por momentos, las hacen vulnerables a la parodia, y que, no obstante, apuntan a lo que él considera el centro de la degradación: «¿Cuáles son mis dos modestas proposiciones para eliminar la criminalidad?: I) Abolir inmediatamente la enseñanza secundaria obligatoria. II) Abolir inmediatamente la televisión». Qué lejos su integridad intelectual y su piedad hacia las masas desarraigadas de la insufrible impostura paternalista con que las élites usurparán muy pronto esa causa. Ajeno a los submundos de las estratagemas políticas al uso, a lo que Pasolini apunta en sus escritos es a la destrucción total de una cultura en su raíz antropológica, y al consiguiente vacío de sentido que se ceba siempre en los estratos más humildes. Su mirada contempla un universo, el de las creencias y las virtudes ancestrales, arrasado por un progreso que, a despecho de sus logros materiales, supone la caída en una penuria espiritual sin límite y convierte a las generaciones emergentes, huérfanas de una cultura del arraigo, en esclavas de sus pulsiones.
No es extraño, pues, que fuera él uno de los primeros intelectuales de izquierdas en denunciar la trampa del mayo francés. Acertó a ver en la revuelta parisina el fenómeno que contribuyó a que la nueva cosmovisión hedonista y utilitarista, en sintonía con un capitalismo carente de trabas, se impusiera bajo las atractivas banderas de la rebeldía y la emancipación. De la destrucción de este universo moral es de lo que da testimonio su palabra. Y hay en su reflexión un drama latente: la sospecha de que no basta, para diagnosticar el mal, con acudir a un enfoque materialista. El director de El Evangelio según San Mateo escribe: «Yo sé que en mí hay dos mil años de cristianismo; yo, junto a los míos, he construido las iglesias románicas, y luego las iglesias góticas, y luego las iglesias barrocas; ellas son mi patrimonio, en contenido y estilo».
Un patrimonio, cabe remarcar, a punto de ser sepultado. ¿Qué más se puede añadir? Quizá esta última anotación, fechada el 13 de marzo de 1975, y dirigida a un joven imaginario, arquetipo de toda una generación desahuciada: «El fondo de mi enseñanza consistirá en convencerte de que no le tengas miedo a lo sagrado y a los sentimientos, de los cuales el laicismo consumista ha privado a los hombres, transformándolos en brutos y estúpidos autómatas adoradores de fetiches».