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radiacionesCarlos Marín-Blázquez

Lo tedioso de vivir sin interrogantes

Sólo hay creencias prendidas con alfileres a las circunstancias del momento, un corpus de respuestas pre-envasadas que nos suministran el Estado, o la publicidad, o una ideología, o la Agenda 2030, y nos sumen en un letargo dulce y tranquilizador

Actualizada 09:42

Tenemos la misma densidad que los misterios que nos interpelan. De ahí que nuestro camino de maduración se confunda con la tarea de vivir de acuerdo a un propósito de esclarecimiento. El niño pregunta. El niño no deja de preguntar. Su avidez por conocer no es un rasgo más de su personalidad en ciernes; es el eje sobre el que gira su deseo de someter la realidad a los límites de su entendimiento y, de esa manera, apropiársela. Con cada aprendizaje, con cada velo que contempla caer ante el parpadeo inquisitivo de sus ojos maravillados, el niño siente que se embolsa un trozo de mundo. Así se convierte en un pequeño potentado que acumula retazos de un tapiz que, por lo demás, todavía no sabe que es inabarcable. Eso lo descubrirá después. Por ahora se deja guiar por su instinto, que no consiste en dar rienda suelta a un vulgar afán de acaparamiento, sino en construirse un refugio de certezas que le defienda de la amenazadora vastedad de tantas cosas inexplicables.

Casi siempre hay alguien muy querido que nos recuerda cómo, cuando uno era crío, no paraba de preguntarlo todo. Es lo que ahora veo hacer a mis hijos. Me gustaría dar por cierto que cada respuesta que obtienen de su madre o de mí acrecienta su fe en la bondad última de lo creado, pero no estoy seguro. Porque la curiosidad de un niño encierra también sus peligros. Obliga al adulto a replantearse el ángulo desde el que acostumbra a enfilar los hechos y a escrutar entre los pliegues de un puñado de convicciones que creía inamovibles. Es un riesgo que hay que asumir si uno se enfrenta al desafío con honestidad y cierto espíritu de renuncia. A fin de cuentas, llegará un día en que el niño dejará de preguntar. Llegará un día en que su curiosidad se revista de una impenetrable coraza de autosuficiencia y decida que las respuestas debe encontrarlas por sí solo. Y para entonces lo deseable es que ese niño, que ya no será tan niño, sino un adolescente deseoso de aventurarse a través de laberintos en donde jamás se adentraría en compañía de sus padres, esté en situación de hacer uso de un sentido de la orientación lo más ajustado posible.

En ausencia de preguntas, la conciencia adquiere el hábito de refugiarse en lo obvio, volviéndose perezosa

De modo que hacernos preguntas nos acerca al encanto de ese tiempo en que todas las cosas estaban recubiertas por una pátina reciente. Pero luego, de manera gradual, nos acompasamos al ritmo al que el mundo envejece. Dejamos de preguntarnos. Y en ausencia de preguntas, la conciencia adquiere el hábito de refugiarse en lo obvio. Se vuelve perezosa. Se llena de prejuicios y de rutinas estériles. Se acomoda al molde de las opiniones dominantes y se adormece en la tibieza de la atmósfera que proporciona la proximidad del rebaño.

Pero, en el fondo, sabemos que no debería ser así. Porque la pregunta es justamente aquello que impide que nos volvamos más idiotas y gregarios. Evita que la inteligencia chirríe lo mismo que una articulación anquilosada. La pregunta es una pedrada que agrieta la homogénea superficie de los paradigmas aceptados. Es también la herramienta que, tras el asombro primigenio, desbroza el sendero que conduce a la verdad. En un fragmento sublime de su libro Textos, escribe Gómez Dávila: «En el silencio de los bosques, en el murmullo de la fuente, en la erguida soledad de un árbol, en la extravagancia de un peñasco, el hombre descubre la presencia de una interrogación que lo confunde. Dios nace en el misterio de las cosas. Esa percepción de lo sagrado, que despierta terror, veneración, amor, es el acto que crea al hombre, es el acto en que la razón germina, el acto en que el alma se afirma».

«El misterio de las cosas», escribe don Nicolás. Pero ya conocemos el cariz de estos tiempos. Max Weber lo definió con una fórmula exacta: el desencantamiento del mundo. Ya no hay misterios por los que dejarse deslumbrar. Sólo hay creencias prendidas con alfileres a las circunstancias del momento, un corpus de respuestas pre-envasadas que nos suministran el Estado, o la publicidad, o una ideología, o la Agenda 2030, y nos sumen en un letargo dulce y tranquilizador, y ahuyentan de nosotros la curiosidad y las dudas, y nos insuflan una especie de confort sin aristas ni sobresaltos al que nos empeñamos en llamar felicidad, y quizá lo sea, o quizá no, quién sabe, y que en cualquier caso nos convierten en esa clase de individuos redondos y previsibles que pueden enfrentarse a las vicisitudes de la vida con una media sonrisa en los labios y un destello de confianza en la mirada.

Hasta que de golpe, el día más inesperado, llega un viento recio y arrasa con todo.

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