Adviento como desinstalación, Navidad como encarnación
En todo el mundo la violencia, aunque nos hayamos acostumbrado a ella, no deja de sorprendernos cada día más escandalosamente. Afecta a todos en mayor o menor medida
El Adviento no se acaba, dura todo el año. Pero este es el inicio de ese recuerdo necesario de que estamos de paso, y a la espera. Si no podemos vivir en esa tensión maravillosa que nos desapoltrona y nos obliga a ponernos en disposición de partida es porque no tenemos la suerte de vernos amenazados por el contexto, por la libertad de los otros, por la guerra, aunque llame a nuestras puertas con fuerza en un mundo global. ¿Qué tiene que decir la Iglesia ante esta fiesta litúrgica tan importante?
No podemos evitar tomar en consideración lo que está pasando. Los cristianos son abatidos a tiros en Sudán, en Yemen, en Pakistán, en Gaza, dos mujeres en una Iglesia fueron abatidos por francotiradores. En todo el mundo la violencia, aunque nos hayamos acostumbrado a ella, no deja de sorprendernos cada día más escandalosamente. Afecta a todos en mayor o menor medida. Tenemos testimonios heroicos de cristianos que han entendido qué significa la encarnación. Los profetas no nos engañan con discursos edulcorados, buenistas: hablan de la realidad, de las consecuencias que nuestra libertad genera cuando la usamos mal. Dios no nos ha creado como títeres de paja y alambre. Si no que haciéndose como nosotros, asumiendo nuestra carne, pretende que nos hagamos como él. La encarnación es una propuesta a colaborar con él en la salvación de la humanidad. ¿Cómo se hace eso?: no vino a ser un aconsejador, gurú, sabio itinerante, ni maestro tipo Sócrates, … Los profetas ya nos hablan de un Mesías sufriente. En la iconografía prerrenacentista siempre pintan la Natividad a un niño en un sepulcro, y no rollizo y con pañales, tipo Rubens, sino con mortaja. Preanunciando su final: la cruz. Encarnación es pues asumir nuestra carne para mostrarnos el camino, para anunciaros el sentido de haber sido creados.
La sabiduría que se esconde detrás de los tiempos litúrgicos: preparémonos porque nadie sabe el día ni la hora… (que se lo digan a los hermanos ucranianos que viven entre las bombas y las casas derruidas, a los palestinos, cristianos o judíos).
Todo es cambio permanente. Cambia la velocidad y el sentido de hacia dónde va la historia personal y de la humanidad. La dinamis del universo corre en paralelo al nomadismo humano. La liturgia católica acepta y celebra esta realidad en cambio permanente con los tiempos litúrgicos. El libro del Éxodo es el paradigma de esta significativa irrupción de Dios en la Historia. «Salir de Egipto» (de la angustia) es la propuesta de Dios para los hombres ejemplificado en el pueblo hebreo esclavizado en Egipto. Lo mismo que la propuesta a Abraham del Génesis (12, 1): «Sal de tu tierra y de tu parentela y vete a la tierra que yo te mostraré». Como Jesús anuncia «las zorras tienen guarida, y las aves nidos, pero el hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8.20). 1 Pe, 1, 12. «Mientras habito en esta tienda de campaña. Creo deber mío refrescaros la memoria, sabiendo que pronto voy a dejarla, como me comunicó nuestro señor Jesucristo. Pondré empeño en que, incluso después de mi muerte siempre que haga falta, tengáis posibilidad de acordaros de esto»
La metáfora del movimiento [metoikesis] –traslado– es lo que Sloterdijk (en el Extrañamiento del mundo, cap. II ¿A dónde van los monjes?) deja entrever como un modo de ser del hombre, según la cual «el hombre es el animal abocado al cambio de domicilio». Las migraciones son un universal de la especie humana. Traslado que constituye una progresiva metamorfosis, mediante la cual el hombre deviene una existencia constitutivamente trashumante. Desde el punto de vista antropológico lo que expresa este nomadismo es el crecimiento espiritual: es decir, la comprensión paulatina de cuál es la voluntad de Dios para cada uno, la misión para la que hemos sido creados. Aquí el sustrato susceptible de traslado, lo que cambia de domicilio, es el alma. De la inmadurez a la madurez de nuestra relación con Dios que se adquiere en la relación, en el paso del tiempo y en la frecuencia de esa relación con su Palabra y con la Oración, en el marco de los tiempos litúrgicos.