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Ángel Barahona

Loa a la paz

¿Habría que dejar de hacer estos encuentros ante la impotencia del diálogo frente al odio y las emociones que arrastran a los pobres que «no saben lo que hacen» a la violencia guerrera?

Actualizada 04:30

«Hemos escuchado el grito de la paz violada y pisoteada», decía el Papa Francisco en el mensaje a la comunidad de san Egidio organizadora de un encuentro por la paz en el mundo, en Berlín el 12 de septiembre de este año (Encuentro internacional de oración por la paz), antes de que estallase Israel.

La paz pasa desapercibida, no es morbosa como la guerra. Tuve la suerte de ser testigo de una tribuna, caleidoscopio de razas y trajes variopintos, que desde las sotanas de obispos a las de ayatolás, desde testigos de guerras en África a víctimas de conflictos ignorados por el mundo, rezaban juntos por la paz en el mundo. Por parte judía estaba el doctor honoris causa de la Universidad Francisco de Vitoria, David Rosen, conversando con imanes y ayatolás, pastores y obispos de todas las regiones incendiadas del mundo, hablando sobre la paz.

¿Qué pasa para que personalidades de este nivel no sean más, a la postre, que personas bien intencionadas que tratan de promover un diálogo que no parece ser escuchado? ¿Habría que dejar de hacer estos encuentros ante la impotencia del diálogo frente al odio y las emociones que arrastran a los pobres que «no saben lo que hacen» a la violencia guerrera?

El Papa Francisco propone seguir adelante en ese discurso inaugural de ese encuentro: «Ante este escenario no podemos resignarnos. Se necesita algo más. Lo que hace falta es 'la audacia de la paz', que está en el centro de vuestro encuentro. No basta el realismo, no bastan las consideraciones políticas, no bastan los aspectos estratégicos implementados hasta ahora; Se necesita más, porque la guerra continúa. Se necesita la audacia de la paz: ahora, porque demasiados conflictos han persistido durante demasiado tiempo, hasta el punto de que algunos parecen no terminar nunca, de modo que, en un mundo donde todo avanza rápido, sólo el fin de las guerras parece lento.

Se necesita coraje para saber revertir ese proceso, a pesar de los obstáculos y las dificultades objetivas. La audacia de la paz es la profecía que se requiere de quienes tienen en sus manos el destino de los países en guerra, de la comunidad internacional, de todos nosotros, especialmente de los hombres y mujeres creyentes, para que den voz al grito de las madres y padres, al tormento de los caídos, a la inutilidad de la destrucción, denunciando la locura de la guerra».

La 'audacia de la paz' requiere algo más que palabras que se las lleva el viento. Requiere no resignarse ante la impotencia frente al ruido de los misiles y las ametralladoras. ¿Qué podemos hacer?

El Papa nos invita a «avanzar para cruzar el muro de lo imposible, erigido sobre razonamientos que parecen irrefutables, sobre el recuerdo de muchos dolores pasados y de las grandes heridas sufridas. Es difícil, pero no imposible. No es imposible para los creyentes, que viven la audacia de una oración esperanzada. Pero esto no debe ser imposible ni siquiera para los políticos, los responsables y los diplomáticos».

Es urgente y necesario que pongamos delante el rostro aterrado de los inocentes frente a los verdugos despiadados. Nadie tiene razón justificadora de la violencia. Nadie tiene el derecho de erguirse en verdugo, porque la historia de los agravios que nos suscitan el odio no tiene un principio claro. Son la suma de malentendidos, de decisiones erróneas, de venganzas infantiles, de accidentes, de historias enconadas a partir de la incapacidad de escucharnos, llenas de orgullo que piden a gritos que se dé el perdón o nunca terminarán de escalar exponencialmente a una violencia indiferenciada asesina. Comenzamos a narrar nuestra historia a partir del punto en que queremos empezar el relato exculpatorio de nuestra propia responsabilidad. Nos olvidamos del dolor que causamos al otro y que se vuelve contra nosotros inmediatamente. Gandhi decía inspirado en el «amor al enemigo», singularmente cristiano, que tanto le motivó, que de seguir pensando al modo de la ley del talión: «ojo por ojo, diente por diente, mañana quedaremos todos ciegos y desdentados».

Por eso el Papa elevaba una oración para los congregados en Berlín por la comunidad de San Egidio: «La invocación por la paz no puede ser suprimida: proviene del corazón de las madres, está escrita en los rostros de los refugiados, de las familias en fuga, de los heridos o de los moribundos. Y este grito silencioso se eleva al Cielo. No conoce fórmulas mágicas para salir de los conflictos, pero tiene el derecho sacrosanto de pedir la paz en nombre del sufrimiento que ha sufrido y merece ser escuchado. Merece que todos, empezando por los gobernantes, se inclinen a escuchar con seriedad y respeto. El grito de paz expresa el dolor y el horror de la guerra, madre de toda pobreza». A la lucha por la paz hay que añadirle la propuesta del evangelio, porque no hay otra fórmula posible que el amor al enemigo, lo demás tal vez sean solo palabras. Traigo a la memoria a Kolbe, Stein, Bakhita y tantos mártires del siglo presente que están encarnando esta palabra.

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