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18 de septiembre de 2024

MAÑANA ES DOMINGOJesús Higueras

«Este es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera»

La comunión no es el premio de los justos, sino el remedio de los débiles

Actualizada 04:30

Pharmacos athanatos o medicina de la inmortalidad. Así es cómo algunos padres de la Iglesia primitiva llamaban a la Sagrada Comunión, pues entendían claramente que sólo Jesús podía dar al hombre el verdadero remedio a nuestra limitación temporal.

La inmortalidad siempre ha sido más que un sueño para todo hombre; es un deseo inscrito en nuestro corazón al que nunca podremos renunciar, porque forma parte de nuestro ADN querer que todo lo bueno y bello no termine. La muerte siempre será nuestro peor enemigo pues supone el fin de las relaciones con los que amamos y nos definen como personas.

Cuando Jesús dice que al comer el pan de la vida no moriremos, está haciendo una afirmación muy atrevida, pues toca la fibra más sensible de nuestro ser: la eternidad. Es necesario hacer un recurso a la fe y a la razón para profundizar en el mensaje de Cristo, pues él declara de sí mismo que tiene un origen divino y por tanto que es el autor del cosmos y de la vida humana. Saber que hemos sido llamados a la vida para ser eternos es algo que debería cambiar nuestro juicio de las cosas, los acontecimientos y las personas, pues nos ayuda a comprender que no todo queda resuelto en el tiempo, que la justicia y el bien que tantas veces deseamos y no nos son concedidas pueden todavía suceder, porque la última palabra la tiene el Señor y sabemos por Cristo que aquello que no nos es dado en el tiempo sucederá en la eternidad, como nos recuerda en la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro.

Al recibir a Jesús en la Eucaristía hemos de ser conscientes de que no es un simple recordatorio de un Dios que nos espera en el Cielo, sino que es el mismo Cielo que viene a nuestra tierra, a nuestro ahora, para hacernos saborear su amor y convencernos que siempre nos espera con los brazos abiertos de su misericordia. Ante tanta gracia, nuestra respuesta debe ser una inmensa gratitud, a la vez que un grandísimo respeto por un acontecimiento tan sagrado y santo. La comunión no es el premio de los justos, sino el remedio de los débiles, que con humildad reconocen sus pecados, se reconcilian con Dios por medio de su Iglesia y se acercan a Él con la clara conciencia de su indignidad, pues repiten con el centurión romano: «Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa».

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