Batalla cultural: hasta las restas suman
El que abomina de la batalla pero no deja de batallar contra los que la dan. No es amigo del fuego salvo del amigo. Molesto, pero vigorizante
Stalin, preguntó, desdeñoso: «¿Cuántas divisiones tiene el Papa?» Se refería a divisiones acorazadas y pretendía resultar muy irónico. Sin embargo, Roma tenía más divisiones de las que se pensaba el tirano, y a la larga más eficaces. Divisiones no de tanques, sino de ideas y sensibilidades. Del mismo modo que muchas son las moradas en la casa del Padre, incontables son los espíritus y los carismas en la Iglesia; y eso es un valor, también beligerante, como demostró la historia.
Aunque la Iglesia y la derecha no son lo mismo, en la derecha es lo mismo; y todavía lo es más en el conjunto heterogéneo de lo que no es la izquierda. La división es la fuerza, si el sentido del humor y el sentido común celebran esa variedad, y hay un mínimo común denominador. Como las famosas flechas de ese padre que pide, desde el lecho de muerte, una a cada uno de sus hijos y las va partiendo, a pesar de su debilidad. Luego vuelve a pedir otra por hijo, pero esta vez las junta y entonces, unidas las diferentes flechas, nadie puede romperlas.
Divisiones hay a punta pala, pero tomemos un tema candente: la batalla cultural. La cuestión no se divide –ser o no ser– sólo entre quienes están a favor o en contra. Qué va.
Entre quienes no quieren ni oír hablar de la batalla cultural, se distingue enseguida entre los que no la dan porque creen que ésa es la forma imbatible de ganarla y quienes no porque sostienen que no existe. Los primeros pueden subdividirse entre los que opinan que la mejor estrategia consiste en pedir perdón ininterrumpidamente y los que creen en la economía, o en una estanca estética, o en una intimidad inmarcesible. Entre los segundos, surge una subdivisión entre los que no creen que exista batalla porque ya hemos sido derrotados y los que creen que ya ganaron: venció el amor universal, aunque sea en versión postmoderna y ecoprogresista, guay.
Las mismas divisiones caben los firmes partidarios. Está quien urge a destrozar silogismos ajenos. Hay quien escoge el cuerpo a cuerpo en las redes. Está quien asume que la batalla cultural no conquista el corazón de los rivales, pero impide que los propios nos descorazonemos o, dicho al modo del poeta Carlos G. Munté: «Sin intención alguna de cambiar el mundo,/ sin intención alguna de que éste me cambie». También algunos frívolos pensamos que los resultados Dios dirá…, pero que, mientras tanto, es bastante más divertido batirse por la verdad, el bien y la bondad.
¿Dónde colocar al que piensa que la mejor batalla cultural es compartir las doctrinas del contrario? No sé, dejémoslo aquí, en el centro del artículo. Otro aparte: el que abomina de la batalla pero no deja de batallar contra los que la dan. No es amigo del fuego salvo del amigo. Molesto, pero vigorizante.
En la variedad está el punto. Divide y vencerás, porque implica un despliegue, una sinergia, un abarcar matices de una realidad poliédrica. Como poco, se evita la redundancia; aunque es más. Defender la libertad de pensamiento y expresión, en la teoría y en la práctica, es básico. No lo afirmo desde el relativismo, en absoluto, sino convencido de que a cualquier verdad, con uno que la diga, le basta. No requiere quórum.
Ahora que han puesto la Guerra Civil de rabiosa actualidad, recordaré un ejemplo. En el 36, ante el pelotón, el portuense Pedro Muñoz Seca dice a sus asesinos: «Parece que no tienen ustedes la intención de incluirme en el círculo de sus amistades». En idénticas circunstancias, Ramiro de Maeztu cincela: «Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí que sé por qué muero: para que vuestros hijos sean mejores que vosotros». Qué diversidad de tonos. Difícil admirar más a uno que a otro, pero no hay que elegir. Las divisiones nos multiplican.