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a verEnrique García-Máiquez

Alcanatif, XIII

La objeción de conciencia no es una cosa burocrática, sino algo muy serio, muy arriesgado y que te lleva a enfrentarte al poder constituido

Actualizada 04:00

A primer golpe de vista no parece que este artículo vaya a cumplir con el requisito básico de un columnista de prensa, que es tratar un tema de actualidad. Nos vamos de sopetón al siglo XIII, y a mi pueblo, que entonces no se llamaba como ahora, sino Alcanter, Alcanate o Alcanatif.

Estaba recién reconquistado por Alfonso X el Sabio, fíjense qué suerte, que nos tocó el rey poeta, el del «fecho del imperio», el de las Partidas, nada menos. Durante los trabajos de conversión de la bonita mezquita califal fortificada en preciosa capilla y en firme castillo de San Marcos, se apareció la Virgen, tal y como se cuenta y se canta en las Cantigas. No se apareció mano sobre mano, sino que puso manos a la obra, y menos mal, porque salvó de la muerte a unos obreros a los que se les había desplomado encima el alminar del viejo edificio.

La cosa de actualidad (de actualidad en 1264) es que según la leyenda local, entre el milagro y que la mayoría de los reconquistadores y repobladores venían de la Montaña, empezaron a llamar a Alcanter, Alcanate o Alcanatif, Puerto de Santa María. O Santa María del Puerto, que el orden de los factores no altera el producto.

Lo que sí alteraba eran los ánimos de los pobladores musulmanes ante el cambio tan confesional del nombre de su pueblo, y se quejaron a su nuevo rey. Alfonso X optó por el consenso como un político actual y pensó que, ya que les había obligado a cambiar de obediencia, no convenía imponerles un cambio de denominación. Determinó que a quien llamase «Puerto de Santa María» a Alcanatif se le darían unos buenos azotes en la plaza pública y, si reincidía, se le cortaría una oreja, y luego la otra.

Los ex montañeses seguían siendo gente ruda, y no les salía llamar a su nuevo pueblo Alcanatif ni con alicates. Empezaron a perder orejas, profecía de la proverbial generosidad con los trofeos de la plaza Real del Puerto. La cosa se puso complicada, porque los soldados reales estaban agotados de azotes y amputaciones, y el asunto podría derivar, además, en reyertas entre orejudos –que lo oían todo– y desorejados previamente deslenguados. Al final, se impuso el nombre del Puerto de Santa María y tanto lo hizo que cuando quince años después Alfonso X establece en la localidad la primera orden militar marítima la llama Orden de Santa María de España. Ea.

Todo esto son viejas historias o leyendas, salvo por tres enseñanzas que nos vendrían de lujo para el mismísimo 2023. La primera enseñanza es que gracias al empeño de nuestros lejanos convecinos hoy en mi pueblo tenemos uno de los nombres más bonitos de España, sin faltar a nadie. Esto es, que nuestros empecinamientos de hoy pueden ser el orgullo de nuestros descendientes de dentro de ochocientos años.

La segunda enseñanza es que las polémicas por las nomenclaturas tienen una enorme trascendencia. Quien te pregunte qué importa cómo se llaman las cosas, si él, ella o elle, o si matrimonio o pareja de hecho, si interrupción voluntaria o muerte, es el traidor. Estamos hechos de palabras y en ellas, como demuestra el interés semántico de la izquierda más astuta, nos jugamos todo.

Y sí, lo siento, la tercera lección es que tenemos que poner en riesgo nuestras orejas. Fíjense los montañeses de mi pueblo, que se rebelaban contra la orden pacificadora y centrista del propio rey que los había llevado a la victoria. Y que exponían sus espaldas a los palos y sus orejas a los alicates. La objeción de conciencia no es una cosa burocrática que se inventaron para que los que no quisieran hacer la mili echaran unas tardes cómodamente instalados en las oficinas de una ONG. Es algo muy serio, muy arriesgado y que te lleva a enfrentarte al poder constituido. También es imprescindible.

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