El único final de la guerra de Ucrania es la conversión de los contendientes
Los gemelos mitológicos vuelven de nuevo a ser representados: ¿dónde está Caín, se les preguntará a los pretendientes que quieren reencarnar a Abel?
Creemos que el ataque de uno implica necesariamente la derrota del otro. Pero aquel que ataca no obtiene con frecuencia más que una victoria provisional sobre la defensa. Quien se defiende, por el contrario, puede preparar un contraataque más temible que el ataque. Nos queda por experimentar un uso desmesurado de la violencia contra el agresor por parte del agredido, en primera instancia. La polarización está servida y explicada con una gran intuición paradójica de Clausewitz: el conquistador quiere la paz, el defensor la guerra.
Triunfa la violencia
No creo que Putin esté arrepentido, ni que se vuelva atrás -el orgullo humano está por encima de la razón- pero si tuviera una salida airosa la acogería de inmediato porque ya sabe que lo que , a los ojos de los simples él inició, ya no se acabará nunca; el resentimiento dominará la historia futura. Los nietos de los ucranianos y de los rusos muertos harán «memoria histórica».
Pero volvamos al argumento inspirado en Clausewitz: estamos ante el primado de la defensa sobre el ataque, superior y justificada como reacción legítima, pero el triunfo es de la violencia misma, no de ninguna de las partes. Este hombre que se enfrentó a Napoleón muestra que la defensa «dicta su ley» al atacar, aunque el resultado sea el mismo. Él entiende mejor que nadie que las guerras modernas son tan violentas solo porque son «recíprocas» (y eso que es incomparable el poder destructor de los misiles, nucleares o no, con los cañones napoleónicos): la movilización implica cada vez más gente, concita más odios velados y acumula más resentimiento.
La historia no va a tardar en dar la razón a Clausewitz en el caso Ucrania. Dice Girard: «Hitler pudo movilizar a todo un pueblo por lo que él llamó «responder» a las humillaciones del tratado de Versalles y a la ocupación de Renania; a su vez, porque «responde» a la invasión alemana, Stalin obtiene una victoria decisiva contra Hitler. Aquel que cree dominar la violencia organizando la defensa está, de hecho, dominado por la violencia, la acción recíproca provoca y difiere al mismo tiempo la escalada a los extremos progresivamente». Estamos en ascuas con la central de Zaporiyia.
A diferencia de la lectura de Raymond Aron, siempre fiel a su apuesta por la disuasión y la negociación, René Girard afirma el carácter irreversible de la intuición de Clausewitz, que se corresponde con la aparición en la historia de un puro principio de reciprocidad. Los términos «duelo», «acción recíproca» o «escalada a los extremos» designan una relación asimétrica que se ha ido convirtiendo en una tendencia dominante en la historia. Lejos de contener la violencia, la política corre ahora tras de la guerra: los medios militares se han convertido en fines.
Va a quedar claro en esta refriega que el riesgo nuclear, contenido durante décadas por la frialdad política de la Unión Soviética y de Estados Unidos, va a adquirir una magnitud aterradora
La primacía fundamental de lo defensivo sobre lo ofensivo —donde es el que se defiende quien realmente quiere la guerra— apoya entonces esta idea de un desencadenamiento de la violencia militar: es mucho más fácil, en efecto, movilizar a todo un país sobre temas defensivos que convencerlo de la necesidad de una ofensiva. Esta superioridad de la defensa sobre el ataque, del que posee sobre el que quiere apropiarse, o del que contraataca sobre el que ataca primero, constituye la asimetría del conflicto, y lo que lo hace cada vez más peligroso.
La humildad de la diplomacia
Pero la superioridad del defensor es solo relativa. El defensor está más dominado por la relación de lo que él la domina. La violenta escalada que se produce en este caso proviene del hecho de que cada uno afirma ser víctima del otro, y que solo pretende atacar en respuesta a la supuesta agresión de su oponente (recordemos los tejemanejes de los americanos para justificar la invasión de Irak). Todos se creen que se defienden.
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Dado que cada uno de los adversarios pretende ocupar el lugar del defensor ya no hay un defensor y un atacante, sino un conflicto interminable entre dos supuestos «defensores»; un duelo que entra en el tiempo, la guerra de resentimiento constituye la asimetría y la reciprocidad de este conflicto y de los que vendrán. Va a quedar claro en esta refriega que el riesgo nuclear, contenido durante décadas por la frialdad política de la Unión Soviética y de Estados Unidos, va a adquirir una magnitud aterradora.
De hecho, la voluntad política del más débil puede ser superior a la del más fuerte, y acabar ganando por su determinación, cuando sabe desviar las fuerzas del otro en su propio beneficio. Tal es la guerra «ilimitada» identificada por Clausewitz —la «acción recíproca» y la primacía de la defensa— y por Girard como principio mimético único. Esta guerra moderna ya no es realmente una guerra en la medida en que cada uno de los beligerantes se deja llevar por la competencia victimaria, en la que siempre intentará demostrar que es «más víctima» que el otro y situar a los demás en la posición de agresor. Ante esta situación solo hay una opción que rompa con el callejón sin salida en el que se han metido: la conversión, reconocer que no hay más agresor que uno mismo, que no hay razones a favor de uno u otro de los hermanos enemigos, y que la escalada de resentimiento puede ser letal. Pero para eso hace falta guardarse el orgullo en la cartera de la diplomacia. Los gemelos mitológicos vuelven de nuevo a ser representados: ¿dónde está Caín, se les preguntará a los pretendientes que quieren reencarnar a Abel?