En esto coincidimos siempre los ricos y los pobres
Si hay un evangelio por el que puede haber enfrentamiento entre clases sociales es ese en el que Jesús dice la buena ventura a los pobres, pero siempre lo entendemos mal
Si hay un evangelio por el que puede darse cierto choque entre las clases sociales que confluyen serenamente en esto que llamamos ir naciendo, ir viviendo o ir muriendo, según el estado de ánimo en la semana laboral, es aquel en el que Jesús dice la buena ventura a los pobres:
«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo».
Pero, «dichosos los pobres, ¿por qué...?», se preguntará cualquiera que tenga la fortuna a buen recaudo y quizá, en un arranque de conversión monetaria, se diga si no sería mejor, a última hora, tener un poquito menos, en caso de que este hombre tenga razón.
Y «¿por qué los pobres?», se preguntarán enojados aquellos que efectivamente lo son hasta la hartura y la indiferencia de nuestras miradas, o quienes lo serán de hecho pero apenas los vemos porque esconden su podredumbre bajo capas de apariencia y presunto señorío moral.
«No son las riquezas las que salvan del todo y para siempre», dicen razonadamente quienes las disfrutan. «Tampoco es la pobreza», dirán exaltados y con razón, quienes andan en harapos por las calles, pidiendo permiso por existir.
Lo que yo creo es que no nos han enseñado a leer bien ni la vida ni el evangelio, y que estos se hallan en una coordenada más allá, más profunda, que la del enfermizo literalismo con el que nuestra época intenta descifrarlo todo para simplificar y adueñarse de un concepto, aunque haga decir a Jesús cosas que nunca diría un Dios.
En el corazón de Cristo, si es divino, no hay odio al rico; evidentemente, tampoco al pobre. Por tanto, él no introduce nunca en su mirada esa división, esa arrogancia clasista, tan ideológica, tan típicamente nuestra de casta, o de cuna; de quien busca aparentar lo que no es y estar un escalón por encima de los demás.
Tampoco hay en el corazón de Cristo trazas de esa autosuficiencia, también tan típicamente nuestra de quien no necesita a nada ni a nadie porque cree tenerlo ya todo; y que resumiría la postura del hombre lleno de sí mismo, enamorado de sus cosas, orgulloso de sus logros, tan propio de los ricos y, por qué no, también tan de los pobres.
Lo que dice Cristo, con su mirada y su razón panorámica, es que ninguno de nosotros, con más o menos dinero, nunca dejaremos de ser pobres. Pobres hasta la indigencia. Pobres que no conseguirán solos curar su enfermedad última; pobres que no podrán comprar un segundo más de vida; pobres que tampoco podrán comprar la alegría y el amor, ni devolver en la tienda un poco de la monotonía que se posa sobre las cosas más bellas. Y esto, por serlo, lo saben mejor los ricos cuando, por fortuna, pueden conseguirlo todo y, sin embargo, siempre falta un poco más.
Lo que dice Cristo, por ir terminando, es que ricos, menos ricos, la clase media pudiente y los pobres estamos unidos dentro de una gran y bendita necesidad: la necesidad de un sentido último en el ahora, la necesidad de una alegría que irrumpa imprevista ahora; la necesidad de un encuentro que cambie ahora la deriva atonal de la melodía cotidiana, del rumbo acostumbrado a la nada que el dinero no consigue cambiar. La necesidad ahora, y en última instancia, de Él. De Dios, que pudiendo ser siempre rico, se hizo, con gusto, exactamente igual de pobre que nosotros. Algo tendremos, aparte de calderilla.