Ciertas constantes de la cultura política española
Una diferencia entre los políticos actuales y los del pasado es la pérdida de los recursos suasorios de la retórica
Escribo «constantes» para indicar su permanencia y porque atraviesan diferentes espacios ideológicos. El resultado es que son firmes, aunque, admitan interpretaciones varias.
No sé si, todavía, se pudiera hablar de la «clase política» en España, tantas son las diferencias entre unos y otros actores de los que mandan o aspiran a mandar. Lo que parece claro es que los usos políticos no se derivan tanto de la Constitución como de los valores de las diferentes fuerzas políticas, de las personalidades que las encarnan.
Una diferencia entre los políticos actuales y los del pasado es la pérdida de los recursos suasorios de la retórica. Sencillamente, los actuales padres de la patria no suelen ser capaces de emitir un discurso o unas declaraciones sin tener el texto delante. Por eso se hace tan necesario el rol de los portavoces.
Otra variación respecto a los gobernantes de antaño es la fabulosa capacidad que, hoy, tienen, para manejar a su antojo los medios de comunicación públicos y aun privados. El resultado es el uso intensivo de la propaganda, cercano a lo que caracteriza los sistemas autoritarios de otros tiempos y lugares.
Una novedad en el equivalente actual de la «clase política» es que sus integrantes no se instalan como coronación de una carrera profesional o intelectual. Para destacar en el ruedo político no se necesita haber escrito ningún libro, ni siquiera haberlo leído. La afirmación se extiende a los ministros de Cultura o Educación.
La práctica de los partidos obliga a que sus cargos permanezcan sumisos a las directrices de las «cúpulas», bien asentadas en las respectivas «sedes». (Obsérvese la imaginería arquitectónica). Es un sistema de «centralismo democrático», que recuerda, una vez más, los regímenes autoritarios. No llama la atención, porque ese mismo predominio de los que mandan se observa en las grandes empresas, los sindicatos oficiales, hasta en las llamadas «organizaciones no gubernamentales». Aunque parezca paradójico, son las que viven de las subvenciones públicas. Digamos que la sociedad toda comparte una mentalidad autoritaria, el «ordeno y mando» de los de arriba.
Un rasgo negativo y fundamental de la (in)cultura política española es que los partidos políticos se inhiben de exhibir la bandera española y el himno nacional en sus mítines y concentraciones. Solo, Vox se atreve a romper el extraño tabú, y, parcialmente, el PP y algunas manifestaciones independientes. En la parla pública, ha llegado al punto de evitar el nombre de «España» o el de la «nación» y no digamos el de «patria». En su lugar, se impone la meliflua alternativa de hablar del «Estado» o, incluso del «territorio». Es evidente el extraordinario peso que obtienen los partidos separatistas, a pesar de que participan en la coalición del Gobierno.
Después de todo, la cultura política española debe más a la vacilante historia contemporánea que a lo que se estila en las democracias dizque avanzadas. De ahí, lo extravagante que resulta denigrar por completo la larga etapa franquista o exaltar las pretendidas bondades de la efímera II República. Y, enciman, a esto llaman «memoria democrática», que constituye un objetivo de un centro oficial.
Para los españoles ilustrados, la historia reciente es motivo de una incesante controversia. Es el reverso del famoso «consenso» de los primeros tiempos de la Transición democrática. Todo lo cual obliga a no pocos historiadores a tomar partido en las polémicas ideológicas.