La Torre de Babel ¿un desarrollo sostenible?
Para el profesor Higinio Marín estamos en un recodo de la historia, doblando una esquina. Ante un futuro imprevisible e incierto. Pero contando ya con algunas certezas nada encomiables
El principio del desarrollo sostenible comporta que han de satisfacer sus necesidades las generaciones presentes sin comprometer las posibilidades de las del futuro para atender las suyas. Un principio loable de solidaridad intergeneracional, de aplicación general a la humanidad, a las distintas sociedades y en cada familia. Un modo de pensar a largo plazo que fue bien presente en tiempos pasados. Sin embargo, estamos en una sociedad que deconstruye instituciones tradicionales, que manipula el lenguaje y los conceptos y que procede intencionadamente tratando de cambiar el modo en que se percibe la realidad a fin de introducir cambios en el comportamiento de las personas. De modo que a conceptos y palabras que tradicionalmente se les asignaba un significado positivo se les dan otros matices o significados que penetran como caballos de Troya y pueden ser mortales. La existencia de insistentes campañas, modas y corrientes de opinión bajo el proselitismo abusivo que los poderes civiles son capaces de tramar; el discurso de lo «políticamente correcto», que consiste en un control del pensamiento imponiendo de modo más o menos totalitario qué temas deben ser excluidos del debate y qué opiniones deben quedar fuera del diálogo civil; son elementos todos ellos que impiden someter a un examen crítico las premisas sobre las que se funda esa nueva percepción de la realidad que se impone.
Bajo ese panorama, la cuestión es si nos encontramos con una nueva torre de Babel (cf. Gn 11, 1-9). Si la implementación del desarrollo sostenible bajo un aparente humanismo puede devenir no solo algo insuficiente sino incluso inhumano o infernal, cosa que ya advirtió Henri de Lubac. Pues negando a Dios se acaba negando al hombre y su dignidad trascendente.
Bajo las consideraciones anteriores, pero sin hacérselas presentes para no condicionar su siempre brillante y profundo pensamiento, se encomendó al profesor Higinio Marín Pedreño, actual Rector de la Universidad Cardenal Herrera, que a la luz del título «La Torre de Babel ¿un desarrollo sostenible?» abordara una conferencia con la que iluminar el panorama de la situación actual. Y así lo hizo en la ciudad de Toledo el pasado día 20 de mayo.
Para el profesor estamos en un recodo de la historia, doblando una esquina. Ante un futuro imprevisible e incierto. Pero contando ya con algunas certezas nada encomiables. Una etapa residual en la influencia del cristianismo en la sociedad occidental, en su legislación, en sus hábitos cívicos, en los criterios de racionalidad moral, en su estética y en la propia identidad, como lo fuera antaño, del ser de Europa. Sin duda una huella indeleble de lo cristiano se encuentra en numerosas instituciones, incluso existen de algún modo ciertos perfeccionamientos morales, como podría ser la asunción resignada pero solidaria de un riguroso orden tributario, etc.; pero la fuerza de la fe y esperanza cristianas, y el influjo de la revelación han dejado de alumbrar la racionalidad natural. Los cristianos se vuelven minoría y la asunción de la visión cristiana de asuntos socialmente discutidos cierran el acceso a cargos públicos. Sin embargo, el instinto que guía el corazón del hombre es confuso y errático e insuficiente por sí solo. Y la pérdida del beneficio de la iluminación por la fe y el espíritu de la tradición cristiana que ha guiado el esclarecimiento de la conciencia y del corazón humano no dejará de tener consecuencias en el nuevo panorama.
Todo lo anterior forma parte de la profundización de la brecha occidental por la que afloran los rasgos diferenciadores de las dos grandes revoluciones políticas burguesas del último cuarto del siglo XVIII, la Revolución norteamericana y la Revolución francesa. En aquella se contaba con Dios, mientras que en la francesa no, y se hacía declaradamente contra la Iglesia. El alcance de aquellas diferencias atraviesa toda la cultura contemporánea, en todos los órdenes, incluso se expresa en la diferencia política entre conservadores y progresistas que, como suele ocurrir, se reproduce también en el seno de la propia Iglesia. Un asunto que necesita un análisis específico. Pero cabe destacar que incluso hoy vemos que mientras de un lado del atlántico se refuerza el derecho a la vida en el otro se eleva el aborto a derecho constitucional.
En la situación expuesta aparece del denominado globalismo, surgido como una creación del mercado mundial, fruto exitoso del capitalismo frente a la sociedad planificada e intervencionista. Y además pronto surgen las pretensiones de superar su naturaleza puramente mercantil y economicista, y se promueve desde instituciones internacionales o transnacionales la instauración de criterios morales de naturaleza universal: la igualdad, el medioambiente, la eliminación de la pobreza, etc. Se trata del establecimiento de la exigencia de una conciencia moral planetaria. De la conformación de un sentido común mundial. En esta tesitura se da un fenómeno inflacionario de autoridades morales convertidas en tales por motivos fútiles o por pertenecer a una plutocracia exitosa en sus negocios, y ‘acreditados’ por su riqueza; pero no por su virtud. Una aristocracia sin virtud que, como en las sociedades antiguas, hace del éxito el signo de lo mejor. Ya entre nosotros el éxito confirma y justifica, también el éxito político.
Al final hay una deificación secular o neopagana, con una difusa religiosidad, con formas de culto descreído y sin Dios pero sumiso a un poder político, el Estado, que aparece en toda su potencia opacando encapsulando las expectativas humanas. Hay que conceder a la tradición judía que, en efecto, al final no hay alternativa real entre Yahvé y la idolatría. Sea como fuere, al final el ser humano suple idolátricamente la ausencia de Dios. Y hoy se refugia en el Estado que le tutela y da protección y en los desarrollos tecnocientíficos que satisfacen en sus deseos y mitigan sus limitaciones. El Estado es un ídolo complejo, porque le devuelve a quien le reverencia su propia imagen, alimentándose del narcisismo de sus devotos para incorporárselos poseyéndolos.
Desde ahí se instaura como realidad histórica un nuevo sentido común delirante porque pretende la suspensión no ya de la historia, sino de la propia biología como una dimensión relevante de la realidad humana. El estatalismo es la ideología ateizante pero idolátrica del Estado como demiurgo satisfactor de lo deseos de un sujeto narcisista.
Al igual que Rómulo trazó la línea sagrada que delimitaba la ciudad y que no se podía rebasar, hoy una línea tiende a asimilar la maldad de los delincuentes con el estatuto delirante que el nuevo sentido común otorga a los que disienten. El poder del Estado con su fuerza coercitiva se postula como la fuente de la realidad bajo la pretensión de su exclusiva capacidad para dar forma a lo que se puede decir, pensar, sentir y desear. Determina la sustancia del civismo y la ciudadanía y no se puede poner en tela de juicio su autoridad moral, bajo amenaza de incurrir en el delito o merecer el reproche de delirar. Hoy resulta que lo revolucionario se ha institucionalizado y que estamos ante una irreligiosidad idolátrica en trance de fanatización. No sabemos lo que hay detrás del recodo de la historia, pero ya sabemos lo que puede suponer oponerse al nuevo sentido común.
Todas estas son algunas de las muchas e incisivas cuestiones que fueron expuestas y explicadas con diversos ejemplos por el Rector.