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Drive my car se estrena este viernes 4 de febrero en los cines de España

'Drive my car' se estrena este viernes 4 de febrero en los cines de España

Crítica de cine

'Drive my car': un meticuloso análisis del dolor y la soledad

La cinta japonesa, favorita al Oscar a la mejor película internacional, es una pequeña joya

El cineasta japonés Ryūsuke Hamaguchi –del que hace muy poco vimos la original La ruleta de la fortuna y la fantasía– adapta un relato de Haruki Murakami sacado de su libro Hombres sin mujeres, publicado en 2014. La película se presentó exitosamente en público en el Festival de Cannes, posteriormente fue seleccionada para representar a Japón en los Oscar, y recientemente ha obtenido el Globo de Oro a Mejor Película de habla no inglesa.

Yūsuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) es un actor y director teatral que está casado con Oto (Reika Kirishima), una guionista de cine y televisión. Se llevan bien y se quieren, pero arrastran el trauma de la muerte su pequeña hija dos años atrás. Un día, al llegar a casa, Kafuku encuentra a su mujer teniendo relaciones sexuales con el joven actor Takatsuki (Masaki Okada). Kafuku prefiere no darse por enterado y guarda este dolor en su corazón. Unos días después Oto le dice a su marido que quiere hablar con él, pero ella muere de un derrame cerebral antes de que puedan hacerlo. Este es en esencia el prólogo de la película, que dura unos cuarenta minutos, después de los cuales comienzan los títulos de crédito, y arranca la historia central, que transcurre en Hiroshima dos años después, cuando Kafuku va a dirigir una versión multilingüe de Tio Vania de Chejov, y sorprendentemente a la audición se presenta Takatsuki.

Una primera aproximación a la sinopsis parece ponernos frente a una película de venganzas pasionales, pero nada más lejos de la realidad. La película es un análisis de la soledad y de las vías humanas para salir de ella. Durante toda la primera parte del film –que dura tres horas– al espectador le cuesta empatizar con el protagonista, tan infeliz como incapaz de expresar sus sentimientos. Pero su chófer Misaki (Tôko Miura), una joven que pasa muchas horas de viaje con él, padece la misma estolidez, silenciosa e inexpresiva. Ambos parecen envueltos en un sordo nihilismo. Sin embargo, a medida que avanzan los ensayos de Tío Vania de los que participa Misaki dado que en los trayectos en coche Kafuku va escuchando una grabación con los diálogos de la obra-, los personajes van siendo capaces paulatinamente de expresar los dramas que pesan en sus almas y sus heridas sin cerrar. La representación permanente de ensayos de escenas, más allá de familiarizarnos con el texto de Chejov, nos va revelando algo de cada uno de los personajes que hacen de actores en la obra.

Y justo ahí se esconde la propuesta del film. No hay sanación si se niega la herida. No se sale del propio infierno sin mirar a la cara a los fantasmas que nos acosan. Y no se mira del todo a uno mismo, si no se verbaliza, si uno no se abre a confesar a otro sus demonios. Una propuesta que se declina en el triángulo formado por Kafuku, Misaki y Takatsuki, tres soledades en busca de salvación.

No es casual que la obra teatral que atraviesa todo el film sea Tío Vania, que trata del desencanto, de la decepción de la vida, de la triste disolución en la nada. Pero la película da un paso más y da la oportunidad a sus personajes de superar y salir del marasmo existencial. Por otra parte, Drive my car trata de las pérdidas. No solo las del protagonista, sino también las de Misaki. Incluso las de Takatsuki. Pérdidas traumáticas de seres queridos, pero también odiados. En realidad es una película sobre el amor, distintas clases de amor, y la diferencia entre el amor verdadero y la pasión.

La cinta está atravesada de un extraño suspense, por el que el espectador se pregunta por las verdaderas motivaciones de Kafuku; su ritmo es contemplativo, arrastrado, tratando de sumergir al espectador, para que se empape del proceso vital de sus personajes. Se trata de una película sutil, de silencios, de miradas, de palabras pensadas, de pensamientos sugeridos y discreta simbología, como la de los túneles que se atraviesan al final, con el agua purificadora que espera al otro lado y finalmente la blancura de la nieve que devuelve a la inocencia primigenia. Una joyita para adultos, pero no para todos los paladares. Es exigente con el espectador.

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