Crítica de cine
'Vivir el momento' o por qué cascar un huevo nunca volverá a ser lo mismo
La propuesta de John Crowley sale indemne del farragoso terreno del drama médico gracias a la química de Florence Pugh y Andrew Garfield
Según su protagonista, Florence Pugh, Vivir el momento narra la más simple de las ideas: «estamos aquí por una sola razón: amar y ser amados». Andrew Garfield, su partenaire masculino, la describe como un drama romántico de los de antes. En cambio, su director, John Crowley (Boy A, Brooklyn, El jilguero), decidió definirla como una tragicomedia muy emocional. De acuerdo con la polisemia fílmica que permite abarcar el farragoso terreno de los dramas médicos, habría que señalar también que los tres en su conjunto han encontrado la manera de insuflarle vida a una película sobre la muerte.
Es precisamente una aguda pregunta sobre el ocaso humano la que crea esta especie de paradoja vital que sufre su personaje principal: ¿Qué pasaría si, después de una recaída del cáncer que ya has superado, y sabiendo el infierno de los tratamientos que te esperan, decidieras vivir tu vida al máximo, comprometerte con tu pareja o alcanzar la cima del éxito profesional?
Para Almut, una joven treintañera, la respuesta es de todo menos evidente. Es una chef exitosa y ha construido un hogar cálido y maravilloso para su pequeña familia, algo por lo que muchos ya se sentirían completos y en paz. Sin embargo, ella reacia a definirse, batalla con la lucha interior de no ser recordada únicamente como madre, esposa o profesional.
Pugh ofrece una interpretación desgarradora y sincera de alguien enfurecido con la idea de la muerte cuando todavía hay tanto por lograr, disfrutar y ser feliz. Aunque es ella quien tiene que hacer un trabajo más pesado en términos de narrativa, termina siendo Tobias, o Andrew Garfield, quien brilla. Lo haya querido o no, la mayor parte de las corrientes emocionales de la historia se canalizan a través de su rostro.
El actor británico demuestra que hay vida más allá del traje de Spiderman, transmitiendo preocupación, enfado y profunda tristeza mientras saborea el dolor incipiente, la amarga espera a que suceda lo inevitable, que la persona a la que amas se aleje de ti y no sea por voluntad propia. Refleja lo que muchas otras películas similares se olvidan incluso de mencionar: la dura realidad del que acompaña en la enfermedad, del que se queda tras ella.
Su química con Pugh es tan eléctrica y legítima que sería difícil imaginar cómo podría funcionar la película sin ellos. Se agradece, además, que Crowley trate su relación como si fuera entre dos adultos reales y no en los términos idílicos a los que estamos acostumbrados en el género. Poco importan las complejidades típicas de las comedias románticas cuando el verdadero obstáculo es el tiempo en sí mismo —o la falta de él, en su defecto—.
Que nos presenten su historia de amor a través de instantáneas mundanas desordenadas nos regala pequeños momentos en los que la vida duele un poco menos. Comer galletas en una bañera, contar las contracciones ante un inminente parto o aprender a cascar un huevo debidamente sobre una superficie plana y con el método de los dos cuencos funcionan como recordatorio de que las escenas más cotidianas son las que siempre perduran en el tiempo. Alivian la tiranía a la que planta cara la pareja y, a la vez, agrietan sin querer ese futuro común por el simple hecho de saber que pueden no llegar a repetirse nunca.
Sus detractores argumentan que esta cronología fragmentada es un truco barato para tapar la debilidad de su guion algo torpe y confuso. Aunque es cierto que a veces parece que corre en contra del desarrollo, su narrativa aparentemente anárquica nos da las piezas de este rompecabezas en su debido orden y enfatiza el poder del azar y el caos de la propia vida.
Algo ambiciosa —y lacrimógena, para qué vamos a negarlo—, Vivir el momento se pierde en ocasiones, pero nos vuelve a ganar en muchas otras con escenas dolorosamente reales. La intención es buena y su ejecución algo mejorable, pero no hay muchas películas que puedan combinar con cierto éxito dos diagnósticos de cáncer, un nacimiento, un romance en ciernes y el aparente final de una vida en una sola historia sin que parezca que se está jugando con las emociones del público.
Pugh y Garfield son el caramelo visual en el que muchos se proyectarán, y es inevitable que así sea. Tan habitual como compleja de ilustrar, la enfermedad como concepto se muestra sin delicadeza exponiendo que, por muy trillado que esté el tema en el cine con innumerables representaciones tanto en la gran pantalla como en la televisión, no deberíamos nunca mostrarnos insensibles con ella, sea cual sea.
Lo doloroso de su historia es su desoladora autenticidad. Todos estamos moldeados por nuestro pasado, apegados a nuestro presente y no somos conscientes de nuestro propio futuro hasta que estamos a punto de perderlo, argumentan en la película. Solo cuando vemos los tres a la vez obtenemos la medida completa de una vida y el impacto en la de otros, aunque sea simplemente para recordar que la mejor forma de cascar un huevo es sobre una superficie plana y utilizando dos cuencos distintos.