Crítica de cine
'The Brutalist': la triste historia de un arquitecto judío que huye de sí mismo
Adrien Brody protagoniza esta película con buenas interpretaciones que naufraga en su guion
Lászlo Toth (Adrien Brody) es un importante arquitecto húngaro judío que logra huir de Europa durante la Segunda Guerra Mundial, pero su mujer Erzsébet (Felicity Jones) y su sobrina Zsófia (Raffey Cassidy), internadas en un campo de concentración nazi, no logran salir. Lászlo se va a vivir a Filadelfia (Pensilvania), donde trabaja un primo suyo que le consigue una ocupación. Cuando la guerra finaliza, Lászlo trata de que su mujer y sobrina se reúnan con él. En ese tiempo consigue ser el protegido del millonario Van Buren (Guy Pearce) que le encarga un proyecto mastodóntico. El argumento sigue los avatares del arquitecto y su familia hasta los años ochenta.
Al frente de este largometraje está Brady Corbet, más conocido como actor que como director, siendo este su primer proyecto relevante. Tan relevante que ha conseguido tres Globos de Oro: a mejor película, mejor director y mejor actor. Si la película tuviese que ser valorada solo por sus cualidades visuales habría que darle una nota excelente. Si se evaluara la banda sonora y su uso dramático también merecería un sobresaliente. Incluso si únicamente nos fijáramos en la interpretación de actores, Adrien Brody y Felicity Jones tendrían todo nuestro respeto. Pero la alegría se acaba si nos referimos al guion. Y este naufraga sobre todo en la construcción del personaje de Lászlo. En el centro de la película está su arquitectura, pero no él como arquitecto. No sabemos nada de sus procesos creativos, de su amor por las formas, de su relación con la belleza. De hecho cuesta verle como artista.
Por ello el epílogo del filme, con el discurso solemne de Zsófia sobre la obra de su tío Lászlo, se nos antoja una prótesis extraña que poco tiene que ver con lo que hemos visto durante las tres horas anteriores. La película pone el foco en la tortuosa vida íntima de Lászlo, en sus adicciones y sus coyunturas sexuales, y su vocación artística es casi un dato anecdótico. El resultado es como una casa de cartón que cuando estás pegando una pared se despega la otra y no hay forma de conseguir un acabado rotundo y coherente. Por otra parte, el giro sorprendente en la trama de la relación de Lászlo con Van Buren es un deus ex machina que suena a artificio de guion desesperado. La cinta cuenta con el tono feminista de los últimos tiempos: la mayoría de los varones son oscuros o tóxicos, mientras que las mujeres son moralmente fuertes y luminosas.
Ciertamente la potencia de las imágenes es indiscutible, con algunos encuadres memorables en lo visual y lo musical, como el plano aéreo del tren que lleva los materiales de la obra, o los travellings por las carreteras. Pero el envoltorio no es todo en una película, y aunque puede ser lo que más deslumbra no es lo único importante. Hay que advertir que la segunda parte de película es melancólica y triste, con aroma nihilista, y que no estamos ante una propuesta de cine familiar, por su tratamiento de las drogas y el sexo. En resumen, después de dejar claros los méritos del filme, no parece que se justifique su éxito en los Globos de Oro –y quién sabe si en los Oscar–.