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.La diligencia (Amazon Prime Video)

Imagen de una de las míticas películas dirigidas por John Ford

Cine

La película de John Ford que consagró al western y convirtió a John Wayne en estrella

El filme cambió el sentido técnico del cine y convirtió una persecución en objeto de culto

De todas las teorías que he leído sobre La diligencia, el mítico filme de John Ford, la más peregrina es la que afirma que también inauguró el cine de desastres: se presenta a una serie de personajes, se les encierra en un contexto cerrado, se enfrentan al peligro, unos mueren y los principales sobreviven. Valga la anécdota para introducir el sinfín de aportaciones que esta película regaló a la cinematografía universal.

La diligencia, en cualquier caso, es uno de los filmes más importantes de la historia del séptimo arte. Es bien sabido que elevó el western a la categoría de género serio, que fue el primer filme que Ford rodó en el majestuoso Monument Valley o que convirtió a John Wayne en una superestrella. Pero hay muchísimos otros elementos en los que la película creó un antes o un después.

Es bien sabido que Orson Welles, cuando le preguntaron cuáles eran sus tres directores favoritos, respondió: «John Ford, John Ford y… John Ford». Para formarse en cine antes de rodar su Ciudadano Kane, Welles aseguró haber visto La diligencia más de 40 veces -en una versión reducida, aunque aquí la anécdota resulta de lo más confusa-. Aun más, como asegura Francisco Javier Urkijo, muchos de los elementos que se atribuyen a Ciudadano Kane, como el contrapicado o uso de emulsiones que acentuaban los claroscuros, los usó antes John Ford.

Pero, más allá de los detalles técnicos al alcance de unos pocos, en La diligencia encontramos detalles visibles a primera vista: por ejemplo, y en contraste con el cine de estudio de la época, en las escenas de interior Ford insistió en que se viesen los techos, lo que así acentuó el sentido claustrofóbico de la trama. Son un puñado de personajes atrapados en espacios pequeños, y bajo una iluminación escasa, lo que lleva el filme mucho más allá del expresionismo alemán que se suele considerar -para Urkijo, erróneamente- el principal influjo en el cine del director norteamericano.

Y así, los interiores contrastan a su vez con los espléndidos paisajes de Monument Valley. Los indios navajos, durante años, solo permitieron rodar allí a John Ford. A ningún otro director. Y esas maravillosas tomas de monumentales masas rocosas muestran el supuesto entorno en el que se produce la quizás más emblemática de las persecuciones cinematográficas.

Otro de los elementos más influyentes de La diligencia es el uso del trávelin, del dolly, de la cámara en movimiento. Comenzando por la primera aparición de Wayne, inolvidable zoom con desenfoque incluido, y continuando por la cámara a la par de la diligencia corriendo a toda velocidad en una carrera tan imposible como apasionante. El cine, entonces, creaba nuevos modos de soñar y mantenía la verosimilitud. Como contestó Ford a la pregunta de un periodista sobre por qué los indios no disparaban a los caballos: «porque entonces se acabaría la película».

La persecución de La diligencia sigue siendo paradigmática. Apenas 8 de los poco más de 90 minutos del total del metraje. Con planos completamente novedosos, como la cámara esperando a que pase el carruaje por encima, o el magistral uso del trávelin. O la secuencia del indio que salta sobre los caballos y es abatido por Wayne. La rodó Yakima Canutt, encargado de los efectos de la película y uno de los especialistas más míticos de Hollywood. Se cuenta que Canutt rodó la escena a 70 kilómetros por hora -sinceramente, no creo que un caballo pueda galopar tan deprisa- porque solo a gran velocidad los animales corren en perfecta línea recta. Según la leyenda, nada más terminar de rodar la escena, Canutt salió corriendo para ver si se había grabado bien -también escuché que había acabado con las dos piernas rotas, aunque eso creo que no fue así, pues en 1940 participó en al menos 15 rodajes-.

Más allá de eso, La diligencia sigue sirviendo de escuela en numerosos otros apartados, como el montaje de Otho Lovering y Dorothy Spencer, inigualable en el dominio de la combinación de planos cortos en espacios cerrados, o la fotografía de Bert Glennon que, en colaboración con el diseño de vestuario, reflejó los deseos de Ford, que insistió en los blancos y negros y huyó de los grises, más habituales en películas de la época.

John Ford, que a la sazón ya era un director consagrado, creyó desde el principio en La diligencia. Por eso, cuando la censura quiso frenar la producción por elementos tan subversivos como un doctor alcoholizado y una prostituta redimida, siguió adelante para crear una obra de arte que cuenta una historia entretenidísima -curiosamente, la principal queja que recibe es que la persecución, en sus 8 minutos, es demasiado larga-.

Y lo que sí es cierto es que en La diligencia, frente a películas anteriores como El delator, se ven los elementos que caracterizarían las posteriores obras maestras del director, como el dominio de los espacios abiertos, el uso de puertas, contraluces y pasillos, y, sobre todo, la espléndida caracterización de secundarios como parte esencial de su insuperado arte de contar historias.

Por otro lado, hay que recordar los detalles por los que una película así jamás se rodaría en nuestros días. El método por el que se caen aparatosamente algunos caballos provocaba lesiones tan graves que obligó a sacrificarlos. Y en internet menudean las críticas que acusan al filme de profundamente racista. Paradójicamente, el rodaje de La diligencia ayudó a despegar económicamente a los hasta entonces empobrecidos navajos de la zona. En cualquier caso, el director, ya en 1964, rodaría El gran combate para redimir en parte su sesgada muestra de los indios estadounidenses.

Ya para terminar, un par de anécdotas: Wayne cobró menos que la mayoría de sus compañeros de reparto, entre los cuales se encontraban actores consagrados como John Carradine. En cuanto a Thomas Mitchell, el actor que encarna al doctor alcohólico, había dejado de beber dos años antes del rodaje.

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