Reapertura
Del tacón masculino al bikini: una visita guiada por el Museo del Traje
Tras un año cerrado, el Museo del Traje reabre con piezas inéditas y una nueva colección permanente. Nos adentramos en «el mejor museo de moda del mundo», en palabras de 'monsieur' Givenchy
¿Sabía que los hombres llevaron tacones y se maquillaban más que las mujeres? ¿Qué el duradero negro intenso que vestían los Austrias era el color que demostraba quién controlaba el mundo? ¿Qué, hasta la Revolución Industrial, la mayoría de la gente no había visto su cuerpo entero reflejado en un espejo?
Decía el escritor Honoré de Balzac que el hombre que en la moda solo ve moda es un necio. La moda es una forma de expresarnos, de construir nuestra identidad. La moda narra la historia de su época. Y si existe un lugar para contarla, ese es el Museo del Traje de Madrid, en palabras de Hubert de Givenchy «el mejor museo de moda del mundo».
Tras un año cerrado, desde octubre vuelve a mostrar parte de su colección permanente, que proviene de los fondos del antiguo Museo del Traje regional e histórico y el Museo del pueblo español. La mayoría del Museo del Traje se encuentra, en realidad en sus sótanos. Solo se expone un cinco por ciento de todo lo que atesora este edificio, que anteriormente fue la sede del Museo Español de Arte Contemporáneo y cuyo diseño le valió el Premio Nacional de Arquitectura en 1969. No fue hasta 2004 cuando pasó de llamarse Museo Nacional de Antropología a Museo del Traje. Por eso, su remodelación ha sido una oportunidad para replantear la exposición con objetos históricos y cotidianos que mostraran la evolución de la moda con su oportuno contexto. «Cómo nos vestimos está relacionado con la economía, las formas de producción, la tecnología, cómo nos presentamos socialmente… Nos parecía útil entender cómo el pasado influye sobre el presente y no solo explicar la visión esteticista que se le suele dar al traje. Hemos aprovechado para sacar piezas que no habíamos expuesto nunca», explica a El Debate Paula Ramírez, subdirectora del Museo del Traje.
España, soberana del mundo
Nos adentramos en la colección, iluminada tenuemente por el riesgo de degradación que supone exponer cualquier pieza La máxima de la conservación de indumentaria es controlar el ambiente e intervenir poco las piezas. La fe en que «lo de antes duraba más» también se aplica al vestido. El primero en saludar al visitante es un peto de Versace de los años 90, fabricado en un polímero plástico que se está desintegrando irremediablemente. En cambio, en siguiente sala, dedicada a la moda española del siglo XVII, los trajes lucen sin alterarse por el paso del tiempo.
En el mundo existen pocos conjuntos completos anteriores al siglo XVIII, pero esta pequeña sala -que se completa con piezas de arte, como un retrato de Isabel de Borbón- basta para recordar que la moda española era la que imperaba en Europa en el XVI y XVII, antes de perder influjo frente a la francesa. La corte de los Austrias vestía de oscuro y con estructuras muy rígidas. Los característicos cuellos de lechuguilla eran una forma de mostrar distancia y exhibir dignidad. El negro, tradicionalmente asociado a la sobriedad y religiosidad de los monarcas españoles, era, en realidad, el menos austero de los colores: «este negro tan intenso y duradero se obtenía a través del palo de Campeche, una materia prima que solo se encontraba en las colonias españolas de América. Era una manera de mostrar al mundo quién lo controlaba. Vestirse de negro (además de ser muy caro) era un acto político», explica Ramírez.
Una joya inédita de esta sala es la vitrina en la que se muestra uno los tratados de sastrería más antiguos que se conservan en España, y que el museo expone por primera vez, explicando cómo se monta un jubón en tres dimensiones.
Los hermosos hombres del siglo XVIII
A partir de la llegada del reinado de Felipe V, el gusto francés va imponiéndose sobre el español y cambiando el lenguaje de la estética. Con el Barroco, los tonos muy cálidos sustituyen el negro, los trajes y los zapatos se decoran más con botones, piedras preciosas, bordados, encajes, etc. Los hombres llevan peluca y las mujeres, rizos postizos y el pelo empolvado. Esta moda trasciende a otras disciplinas como la decoración y, como cuenta James Laver en su Breve historia del traje y la moda, influye incluso en la arquitectura: la vuelta del miriñaque (una falda de extraordinaria anchura que hacía imposible que dos damas se sentaran juntas en un carruaje) a finales del reinado de Luis XIV, sirvió de inspiración en los balaustres curvos de las escaleras del siglo XVIII. El hábito de un personaje eclesiástico de la época que se expone en esta sala, da testimonio de que la moda no estaba únicamente ligada a la aristocracia.
El decorativismo que tradicionalmente se asocia a las mujeres es un prejuicio de hoy, cuenta Ramírez. La moda, un elemento de distinción, poder y estatus, ha estado dominada fundamentalmente por los hombres durante gran parte de la historia y, especialmente, en el siglo XVIII. «Los hombres se decoraban más que las mujeres. Llevaban tacones, pelucas, se perfumaban, se maquillaban y muchas veces, sus trajes estaban más decorados que los femeninos. Con Luis XIV se alcanza el culmen del lujo. Las primeras revistas de moda son masculinas», relata.
El vestido camisa y la edad contemporánea
Con la llegada a las salas del XIX vemos cómo los trajes masculinos empiezan a simplificarse y se abandona el corte francés. Para las mujeres, se impone el robe de chemise o vestido camisa (inspirado en la Grecia clásica), una ruptura absoluta con las constricciones y extravagancias del siglo anterior, marcada por los cambios y revoluciones sociales de este periodo. Su aparición también se contextualiza con las primeras declaraciones y reivindicaciones sobre los derechos de la mujer, «se trata de una prenda que, por primera vez en la historia, permite una libertad de movimiento», explica la subdirectora. Como curiosidad, la fragilidad de los vestidos era tal que los bolsillos de las damas se volvieron inservibles y nació entonces el pequeño bolso de mano llamado reticule (ridículo), que nunca perdían de vista.
La moda en España también contribuye a la creación de ideas sobre el valor de lo nacional. «La aristocracia española adopta modas de las clases populares madrileñas, como los trajes de majo (que luego darán lugar a los trajes de torero, como recuerda la exposición, con un Elio Berhanyer) como reivindicación de lo local, lo propio frente a lo francés».
La Revolución Industrial y el auge de la burguesía provocan un cambio en la vestimenta masculina que marcará el patrón hasta la edad contemporánea. Los trajes, afirma Ramírez, ya no estarán orientados a mostrar distinción y pertenencia a una clase social, sino que están relacionados con la idea de trabajo y el valor del hombre en ese momento: «El hombre renuncia a ser considerado bello en favor de ser útil». La coquetería masculina se expresa de manera más contenida, a través de artilugios tecnológicos, como los relojes o las pistolas que se muestran en las vitrinas del museo.
Otra de las novedades de la revolución es la posibilidad de fabricar espejos muy grandes con relativa facilidad y rapidez. Esto permite que mucha gente pueda ver el reflejo de su cuerpo entero por primera vez, lo que teje una relación más cotidiana con su propia imagen y la construcción de su identidad a través del vestido. Algo a lo que también contribuye la fotografía y la aparición de tintes sintéticos, más duraderos y accesibles a más clases sociales, como la incipiente burguesía. Muebles, juguetes, polvos de tintes y otros objetos de la colección del museo sirven de atrezzo para contextualizar la vestimenta de este periodo.
Un traje de Charles Frederick Worth recuerda que en este momento nace también el concepto del diseñador como artista, que firma sus prendas y crea, por primera vez, la imagen de marca. «La moda deja de ser un proceso compartido entre clienta y modista. La propuesta nace del autor, que la presenta a la sociedad que decide si consumirla o no», declara Ramírez.
El siglo XX: los felices veinte, las guerras y el prêt-à-porter
Tras la devastación de la Primera Guerra Mundial, en la que la moda se ve marcada por la escasez de materiales, se produce una explosión por las ganas de vivir que quedan representadas en los llamados «felices años 20». En este momento aparecen los bañadores para hombres y mujeres, y los avances relacionados con el transporte permiten democratizar los viajes y el ocio, lo que produce un cambio total en la visión del mundo. «España se pone de moda como destino turístico, por eso lo hemos plasmado en esta parte de la exposición, dedicada a los años 20 y 30», explica Ramírez.
Las prendas se vuelven más livianas para que quepan en las maletas y nace el estilo sport. El jersey a rayas y el collar de perlas expuesto nos recuerdan que es Coco Chanel quien acorta las faldas y pone de moda los jerséis y los vestidos azul marino. La silueta de la mujer se vuelve tubular y atlética. Se impone el gusto por la delgadez y las dietas para poder lucir los ligeros vestidos cortados al bies y abrazados al cuerpo, que se muestran en la vitrina del café cantante del museo, que reproduce la madrileña Chocolatería del Indio.
Con la llegada de los años 50 y 60, se da paso al prêt-à-porter. El museo también alude a este cambio que supuso el consumo de moda de masas con objetos de su colección, como carteles, televisores, teléfonos y otras referencias a los centros comerciales, el cine o alusiones al turismo. «Una de las novedades que plantea esta permanente es el foco que hemos puesto en el caso español frente al contexto internacional, con piezas de Pedro Rodríguez, Manuel Pertegaz, Berhanyer (que diseñaron los uniformes de Iberia) y Cristóbal Balenciaga». Y por supuesto, una sala dedicada a Mariano Fortuny y Madrazo, creador del inmortal vestido Delphos.
Moda masculina y el 'chándal' pospandemia
Si ahora los museos se afanan por buscar espacio a la creación artística de las mujeres, el Museo del Traje hace el camino contrario. La moda masculina y el diseño conceptual tiene un espacio reservado al final de la colección. Una vitrina rinde homenaje al fallecido diseñador español David Delfín y sus vestidos soga. Y, al final de la muestra, se puede caminar por una pasarela donde se exponen algunos diseños del belga Martin Margiela, «uno de los artistas que empieza a plantear la moda de manera más autorreflexiva y en relación con el arte contemporáneo», en palabras de Ramírez. «Queríamos revisar la idea de que la moda y la coquetería es cosa de mujeres. El exhibicionismo de la moda actual nos está dando la razón de alguna forma: los hombres están reivindicando de nuevo su derecho a ser considerados hermosos y a utilizar la moda de manera expresiva y simbólica», afirma.
¿Hay cabida aún para el exhibicionismo después de la comodidad del chándal de la pandemia? «Hemos preguntado en redes sociales cómo ha cambiado la forma de vestir de la gente tras el confinamiento, y, aunque las prendas de sport y de casa han tenido mucha cancha –nuestros pijamas son más bonitos y los chándales más cuidados y vistosos–, hay unas ganas locas por salir vestido de lentejuelas y colores hasta al supermercado», bromea Ramírez. «Creo que conviviremos con esta doble vía», augura.
Quién sabe si la ropa de estar por casa merecerá una vitrina en el Museo del Traje.