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El Instituto Cervantes recibe el legado del poeta premio Cervantes 1998. EFE.FOTOTECA ROGERO
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El Instituto Cervantes recibe el legado del poeta premio Cervantes 1998. EFE

El legado de José Hierro en el Instituto Cervantes: Primeras ediciones, música de Schubert, semillas de ciprés y tabaco

El Instituto Cervantes acoge el legado in memoriam del poeta José Hierro y se suma en este 2022, a la conmemoración del centenario del nacimiento del premio Cervantes 1998.

Hoy es un día de alegría en la Casa de las Letras por recibir el legado del poeta de Madrid José Hierro, tal y como ha recordado el director del Instituto Cervantes, Luis García Montero: «es una alegría recibir el legado de Pepe. Para nosotros estos actos tienen, en su modestia, un significado muy importante; porque reivindican la cultura como riqueza de una sociedad.

La herencia de Pepe ha sido imprescindible desde 1947 hasta sus últimos años; desde Alegría al Cuaderno de Nueva York, Hierro ha sido un punto de referencia fundamental para todos nosotros».

La palabra Verdad y la palabra Persuasión.

García Montero ha insistido en dos palabras que el poeta amaba: «por una parte la verdad como apuesta por el conocimiento. La verdad que es el espacio de la poesía. Pero tampoco basta con ella; hace falta, a parte de la información, la persuasión». Y en ese sentido, ha señalado «que la poesía de José Hierro mezcla el conocimiento de la realidad con la capacidad de imaginación, de alucinación. Un Cuanto sé de mí que alude a la toma de conciencia de aquello que no se sabe; que está en la sombra».

Su nieta Tacha ha mostrado el contenido de la caja que albergará el legado de su abuelo: primeras ediciones de Palabra e Imagen, Poesías completas y la amada música de Schubert interpretada por Pau Casals. Además, el dibujo

de un Quijote pintado por él sobre un papel del día que recibió el premio Cervantes, y ha recordado emocionada «cómo mi abuelo se abre paso en la memoria de la gente. Nadie olvida cómo recitaba; todo en él era emoción y lucha».

Para acercarse a la obra de José Hierro

Hay que acercarse con mucho mimo a la obra de quien es considerado como uno de los poetas más grandes del siglo XX. Porque no basta nombrar la próxima efeméride para aprender a amar a quien nos enseña el misterio de la vida a través del costado herido de su palabra.

En el ruido interesado de lo cotidiano, parece no caber otra cosa que la histeria o el ansia asfixiante por alcanzar las imágenes que nos hacemos de la vida como ídolos de una plenitud no conseguida. Pero hay otro ritmo y otro tempo, dentro de las horas del reloj y el calendario lleno de citas. Hay otro tiempo impreciso donde el alma se abre a lo que acontece, como un eterno presente entre el sueño y la vigilia, y que declaman los poetas cuando garabatean el rocío del pensamiento en cuartillas, servilletas o pañuelos de papel para dejar impresas sus lágrimas de tinta.

Nunca sabremos si fue mucho o poco el tiempo que tardó en enhebrar el poeta la palabra en cada verso, ni sabremos cuántos meses, cuántos días, cuántas horas distrajeron la obsesión de ese asombro pausado.

Nunca sabremos cuánta pintura hay en su expresión, y cuánta palabra en sus dibujos. Si estos o aquella se pisaban el espacio que, en su corazón, el artista deja conquistar a la creación, siempre incompleta, de la Belleza.

Nunca sabremos cuánto dolor había por su encierro en cada expresión, ni cuánta luz se abrió en su alma en la penumbra de la celda. Lo único que sabemos es que una vez el agradecimiento y la alegría poseyeron al poeta de metal fundido que fue nuestro José Hierro y que dejó escrito en este poema:

«Aquel que ha sentido una vez en sus manos temblar la alegría

no podrá morir nunca.

Yo lo veo muy claro en mi noche completa.

Me costó muchos siglos de muerte poder comprenderlo,

muchos siglos de olvido y de sombra constante,

muchos siglos de darle mi cuerpo extinguido

a la hierba que encima de mí balancea su fresca verdura.

Ahora el aire, allá arriba, más alto que el suelo que pisan los vivos,

será azul. Temblará estremecido, rompiéndose,

desgarrado su vidrio oloroso por claras campanas,

por el curvo volar de los gorriones,

por las flores doradas y blancas de esencias frutales.

(Yo una vez hice un ramo con ellas.

Puede ser que después arrojara las flores al agua,

puede ser que le diera las flores a un niño pequeño,

que llenara de flores alguna cabeza que ya no recuerdo,

que a mi madre llevara las flores:

yo quería poner primavera en sus manos.)

¡Será ya primavera allá arriba!

Pero yo que he sentido una vez en mis manos temblar la alegría

no podré morir nunca.

Pero yo que he tocado una vez las agudas agujas del pino

no podré morir nunca.

Morirán los que nunca jamás sorprendieron

aquel vago pasar de la loca alegría.

Pero yo que he tenido su tibia hermosura en mis manos

no podré morir nunca.

Aunque muera mi cuerpo, y no quede memoria de mí.»

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