Juan Tallón, autor de Obra maestra
Juan Tallón: «Me sorprendió la impasibilidad del Reina Sofía al gestionar el patrimonio nacional»
El escritor y periodista gallego relata en Obra maestra la brillante historia sobre la desaparición de la escultura de Richard Serra de 38 toneladas del Museo Reina Sofía. Una historia surrealista que se construye a base de testimonios de más de 70 personajes reales
Se podía intuir por su escritura, suelta aunque bien hilada. También por sus respuestas escritas, jocosas, con retranca alocada y saltarina. Pero el sentido del humor de Juan Tallón (Vilardevós, Ourense, 1975) sobrepasa cualquier mesura: inteligente, poliédrico, autoparódico, vago cuando no quiere atinar y certero cuando asoma el colmillo; casi gracioso sin querer, aunque con intención. Nunca me he reído tanto escuchando hablar a un escritor.
Y eso que el asunto que le trae a estas líneas de El Debate es de todo menos divertido. Lo que sí tiene es mucho de disparatado, de delirante en cuanto fantástico e inverosímil. Y, sin embargo, es cierto. El gran Tallón, que nos regaló en el encierro coronavírico la enorme Rewind (Anagrama, 2020), vuelve ahora con «una historia de fantasmas en forma de escultura», como detalla él mismo en la dedicatoria que imprime sobre mi ejemplar de su nueva novela, Obra maestra (Anagrama, 2022). Y qué gran obra.
Estamos en la madrileña Galería Marlborough, frente a los cuadros del pintor disidente cubano Julio Larraz, en un nuevo encuentro de Cooltural Plans. Tallón, que lleva semanas «de gira» con el libro, es verdaderamente humilde, y construye con su comicidad una defensa nada firme: es cercano, amable y rapidísimo; locuaz como pocos, maneja términos y nombres –por no hablar de anécdotas– que lo han convertido en algo así como «el rey del salseo del mundo del arte».
Y no es para menos. A través de los testimonios de 70 personajes reales, el orensano se ha propuesto narrar la noticia que saltó a la prensa en 2006: el Museo Reina Sofía había perdido la obra Equal-Parallel/Guernica-Bengasi, del artista norteamericano Richard Serra. Todo el encuentro está salpicado de hilarantes carcajadas que interrumpen el discurso, aunque también hay espacio para la seriedad, el análisis del mundo del arte, el oficio (o no) de la escritura, qué le han dado o los bares o cómo uno se debe a su obra: «Un creador no pide permiso: va a la cárcel o se va a la ruina, pero asume su decisión con soberbia». Este artículo es fruto de aquel encuentro.
–Estudió Filosofía, una disciplina muy de actualidad. ¿Quién le inspiró para tal hazaña?
–Tuve una profesora de la que me enamoré. El amor es un factor de decisión muy relevante. Estudie Filosofía por amor, y por amor quizás también me equivoqué de carrera. También hice cálculos y pensé que quizás, si estudiaba Filosofía, tendría más tiempo para hacer otras cosas y experimentar la vida universitaria más intensamente que si era ingeniero o licenciado en Derecho o Economía. Vamos, que la elegí porque me parecía fácil. Soy muy práctico.
–¿Y se planteó ser profesor en algún momento?
–Sí, durante 15 días. Los 15 días más emocionantes de mi vida. Cuando acabé la carrera y cursé el CAP, decidí comprar los temarios (bueno, que mis padres compraran los temarios) para preparar la oposición. Y tardaban 15 días en llegar. Cuando estaban a punto de llegar, decidí que no quería hacer la oposición. Mi madre colapsó. Tuvo taquicardias. Les dije: «Papá, mamá, quiero escribir una novela». Y es lo que hice. Llegaron los temarios y aún están en casa de mis padres. No he vuelto a tener relación con la Filosofía. De hecho, no he vuelto a leer un libro de Filosofía.
–Y se dedicó al periodismo, que le auspiciaba el mismo futuro abundante...
–Mi madre me dijo que yo era como la bolsa de plástico de American Beauty: no podía aspirar a más que a ser mecido por el viento, a no tener una vida estable ni segura. Pero he aprendido a disfrutar del vértigo, de no tocar el suelo, de ser una bolsa de plástico. Una bolsa de plástico no es nada, pero no se acaba nunca. Me aferro a la metáfora de los plásticos. ¡Yo quiero ser plástico! No te garantiza la eternidad, pero sí los milenios. Como la Filosofía: después de 3000 años, nos seguimos preguntando para qué sirve.
–¿Y no hay respuesta?
–Cuando me preguntaban, yo decía que servía para dejar la carrera y ser periodista, y dedicarte a otra cosa. Eso es en realidad una máxima utilidad.
–¿Con qué se identifica más, con el Juan periodista o con el Juan escritor?
–Siempre ha querido ser escritor. En línea paralela, quería ser periodista y vivir de publicar unas poquitas cosas en la prensa a la semana que me permitieran dedicarme a la literatura. Ha sido un camino largo. Ahora escribo tres columnas a la semana, pero antes tenía que escribir cuatro páginas al día. 20 años después las cosas van mejor. Solo hay que ser paciente.
–De una historia que ocurrió en 2006, usted ha escrito la novela Obra maestra 16 años después. ¿Cómo surgió la idea?
–Siempre me invento esta respuesta. Pero he llegado a creérmela, y ahora creo que es lo que pasó. Porque la verdad también se inventa. En la primavera de 2009 visito el Reina Sofía, y me constaba el escándalo de 2006 de la pérdida de la escultura. Pasa el tiempo y lo olvido, aunque está depositado en mi cabeza, como tantas otras cosas. Yo vivía al margen de esa historia y cuando visito el museo con mi amigo César Aira descubrimos una exposición de 80 figuras orientales, que no tenían pies pero sí una sonrisa inquietante. Parecía que se reían haciendo «ji, ji, ji», que es una risa con malicia, distinta al «je, je, je». El contexto es importante, aunque me desvíe del tema. Entonces César se puso nervioso y dijo que nos fuéramos porque íbamos a acabar siendo nosotros también figuras orientales, que es lo que le había pasado a muchos de los que habían ido allí.
–Estoy esperando para saber en qué momento aparece Richard Serra en este relato...
–César echa a correr, porque el miedo es irracional. César está corriendo, y es como cuando un amigo hace un sinpa [se va sin pagar]: tú tienes que correr también. Así llegamos a la sala 102: la escultura que no está, le cuento la historia a César y nos vamos a comer. Las ideas no nacen un día en un minuto, como las personas: están ahí incubándose, y un día te das cuenta de que la idea está ahí pero estabas despistado. Así que me invento que fue ese día, con César.
–Pero sí es una historia que le llegó a obsesionar y que investigó a fondo.
–Me ha costado mucho porque no sabía escribir esta novela. Pasaba el tiempo y me puse a escribir otras que sí sabía escribir; hay que aprovechar esa circunstancia. Así que escribí otras seis novelas. Esa es la miseria del escritor: apunta arriba para caer en medio. El tiempo no pasó en balde: en esos diez años investigué, entrevisté a gente, realicé un trabajo bibliográfico, realicé visitas... Acumulaba información que no sabía cómo gestionar. A la vez, comencé una persecución obsesiva de la causa judicial, que estaba archivada. Yo había hablado con policías, pero de los policías no te puedes fiar nunca. Quería conocer las declaraciones que la jueza había tomado a testigos, al imputado que luego dejó de serlo... Pero esas puertas se me cerraban continuamente y eso alargaba el proceso. A mí las décadas no me cunden. Al cabo de diez años ya sabía escribir la novela, así que me puse a ello. ¡Y acabando la novela recibí la cusa judicial! Fue muy interesante, aunque no decisivo, porque yo ya lo tenía todo. Solo había tardado diez años.
–Puede que se trate del enigma más extraordinario e inverosímil del arte contemporáneo, y es usted una de las personas que más sabe de este misterio. ¿Qué es lo que más le sorprende de la historia?
–Me sorprende que yo haya podido perder diez años persiguiendo sombras. Aunque sé la pregunta no va por ahí. Me sorprende la cerrazón de la jueza que me impide el acceso a la causa judicial. Me fascina la reacción de Richard Serra cuando le dicen que la escultura ha desaparecido, y cómo no enloquece y dice lo que cualquier otra persona hubiera dicho del Reina Sofía. Me sorprende cómo no se derivó ningún tipo de consecuencia de la desaparición de una escultura de 38 toneladas. Me fascina cómo en el Reina Sofía no se movió una hoja cuando desaparece una obra que es de todos. Me sorprende lo que una administración puede hacer con un administrado: puede destrozar una empresa como la de Macarrón, fundada en 1985 y pionera y decisiva en la promoción del arte contemporáneo: no le pagaban, y se lo cargaron. Tenía 200 empleados, 200 familias que dependían de él, y desapareció. ¡Y también me sorprende la impasibilidad del Reina Sofía para gestionar el patrimonio nacional! Si el museo adquiere una escultura, es suya, pero también es de todos nosotros. Y se despreocupó totalmente. Es una suma de grandes asombros.
Me fascina la reacción de Richard Serra cuando le dicen que la escultura ha desaparecido, y cómo no enloquece y dice lo que cualquier otra persona hubiera dicho del Reina Sofía
–En la novela aparecen más de 70 voces; hay mucho «salseo» del mundo del arte. Y hay mucha gente viva que aparece en el libro... ¿No le han demandado?
–Es un tema importante el de la demanda. Como novelista insensato, va en mi papel. La idea de pedir permiso a alguien para poner en su boca cosas que quizá no ha dicho me parecía inconcebible. Un creador no pide permiso: va a la cárcel o se va a la ruina, pero asume su decisión con soberbia. No me parecía que lo que yo ponía en boca de algunos, de bastantes, de muchos narradores de la novela pudiese herir el honor, la dignidad, el prestigio y la reputación de las voces. Pero diré también que si bien no ha habido demandas, sí ha habido malestar. Un malestar muy puntual y abstracto.
–¿De qué manera le ha llegado ese malestar?
–Me encanta contar esto. Hace un mes recibí un mensaje por Instagram de Franco Battiato. Cero seguidores, seguía a cero personas, cero posts. «Señor Tallón, me ha citado usted en su novela de forma caprichosa e injustificada. Deberíamos hablar». Con todo lo soberbio que he podido parecer en mis respuestas anteriores, me cagué. Llamé a mi madre. A mi agente. Y decidí responderle: «¿Le cito a usted como Franco Battiato?». Porque no me sonaba. Me parecía una faltada que usara el nombre de Battiato, que está casi de cuerpo presente. No me contesta. Empieza a comentar mis posts, por ejemplo: «Tallón, una nada sin sifón». Chapó. Luego ya empezó a insultarme, y lo bloqueé. Con esto quiero decir que creo saber quién está detrás de Franco Battiato, pero no lo puedo decir.
–Hay un capítulo que «escribe» Salman Rushdie y ha sido eliminado. Sorprende, cuando se pone el relato también en boca de ministros...
–Fue un acto de desapego. Un escritor no tiene que saber escribir, sino desescribir, desprenderse. Ese capítulo no aportaba nada particular a la novela. Más allá de la fascinación de Salman y de lo que pasó con él, vi que sobraba.
–La novela tiene muchas lecturas, incluso se califica como «thriller burocrático». Tras la desaparición de la escultura, realizaron una réplica, que es la que vemos ahora en el museo. ¿Qué dice eso del arte contemporáneo?
–Yo al principio también era beligerante con la idea de la réplica. Me parecía casi inaceptable, como una estafa. Ahora he empezado a verlo de otra manera. Pero para eso hay que entender cómo trabaja Richard Serra. Él tiene una idea y comienza a trabajar sobre ella, y esa idea toma una forma concreta, un volumen, tiene un peso y conlleva una toma de decisiones. Él escoge el material, que dice mucho sobre tu arte y sobre cómo trabajas. Y después dice: «Háganla». Él no ejecuta la obra. ¿La obra de arte es la idea? Sí, una idea que debe cobrar forma. Solo en la obra pictórica el artista tiene un único rol; en Richard Serra hay muchos roles. Las Meninas las pinta Velázquez y no pide ayuda a nadie más, que sepamos. Pero Serra cuando tiene una idea pone en marcha una maquinaria extraordinaria que involucra a cientos de personas. Es un artista pero sobre todo una gran compañía, es un gran empleador.
–¿Entonces no hay problema, desde el punto de vista artístico, en que desapareciera el original?
–Serra ha ejecutado igual la primera escultura que la segunda. Porque el poder creador está en la idea. Lo que hoy disfrutamos es una copia con carácter original; a mí no me inquieta, no me desconcierta. Esto es arte contemporáneo: incluso la copia del original se ha convertido en un tema sobre el que trabajar. El valor artístico es el mismo que el original... siempre que el original no aparezca. Porque entonces caería, pero a nivel de mercado. Una obra de arte es valiosa, además de por el virtuosismo y el talento que hay detrás, porque es única. Y si hay dos, ¿qué vale eso? Pues nada.
–Con esta obra nos hemos reído mucho, y lo seguimos haciendo. Pero con Rewind se nos derramaban las lágrimas... ¿Qué es más fácil, hacer reír o llorar?
–Hacer llorar es más fácil, aunque es difícil hacerlo sin recurrir al patetismo. En Rewind sabía que tenía entre manos material sensible, y tenía que tratarlo con responsabilidad emocional. Contención del dolor y el sufrimiento de loa demás, porque te puedes sobrepasar, y la congoja adquiere otra naturaleza. Hacer reír en literatura es complejo. Es cierto que en mi caso forma parte de mi naturaleza. No es que mi obra literaria esté plagada de momentos hilarantes, jocosos... es que está en mi vida, no en mi literatura. He vivido no tomándome demasiado en serio, siendo serio, porque se puede estar en el mundo con esta actitud sin rebasar límites.
–Rewind se publicó a finales de febrero de 2020, y llegó la pandemia. Pero a pesar de que no hubo promoción, tuvo un gran éxito...
–No sabemos qué es el éxito, sobre todo porque siempre hay alguien que tiene más que tú... Y yo, además, no tengo el don de la oportunidad para publicar novelas. Pero creo que funcionó por el contacto que tuve con los lectores, y porque la novela habla de algo que en ese momento asimilaban muy fácilmente: cómo el mundo puede cambiar en un momento, incluso cuando estás en el mejor momento de tu vida y sin estar preparado para ello. Cuando eres joven te crees invulnerable: a los 20 crees que el mundo es tuyo, a los 40 te empiezas a preguntar si la vida es esto y a los 50 directamente eres un zoquete.
–El proceso creativo de Rewind se refleja en el documental «Escribir lo imposible». Escribir una novela tiene que ser difícil, no imagino cómo es con una cámara que te sigue...
–Siempre he estado en contra de ese documental. Yo no entendía que alguien, un director italiano además, me propusiese hacer seguimiento de un proceso creativo. Tampoco sé por qué acepte. Por el respeto que le tengo a la idea de un artista, imagino. El mundo del cine nos hace creer en algo que cuando lo estás construyendo funciona de otra manera, y esto forma parte de la historia de Rewind.
–En el tráiler dice que comprende a la gente que no lee para no complicarse la vida. ¿Qué libros le han complicado la vida a usted?
–Un libro difícil es un libro no de lectura difícil, pero sí que se enfrenta a ti, y que te provoca la necesidad de enfrentarte a él. Un libro difícil te deja una marca, aunque pase el tiempo y quizá no recuerdes el argumento. En esa carrera de marcas, cuando alcanzas una edad, son muchos los libros que han dejado en ti un poso. Entrar a mencionarlos todos sería un trabajo de coleccionismo y un esfuerzo por recordar cosas que ahora mismo no recuerdo. Cuando te encuentras con un gran libro sabes que va a ser importante para ti, para siempre...
–No ha contestado a la pregunta.
–¡No me gusta salir de mi zona de confort! Tendría que hablar de Bolaños. Su historia Los detectives salvajes habla de una desaparición, de una búsqueda de una poeta que los protagonistas no encuentran. Y está narrada por testigos. Otro referentes para mí es Mientras agonizo, de William Faulkner. También una biografía de Seix Barral, Private War of J. D. Salinger, muy particular: está compuesta de cientos y cientos de testimonios que tenían algo que ver con Salinger, y no hay edición. Son citas textuales cortadas y dispuesta en el orden que interesa a los autores de la biografía. Parecido a lo que sucede con Obra Maestra: son 72 testimonios y cada uno implica una aproximación singular al protagonista de la novela.
–Ahora cosecha éxito (aunque no sepamos qué es el éxito), pero hubo un tiempo en que le escribía los discursos al ministro de Justicia socialista Francisco Caamaño, e incluso llegó a redactar un programa electoral...
–Un escritor tiene que caer muy bajo a veces, para después generar la ficción de que sube y tiene éxito. Yo me he ganado la vida de muchas maneras, y escribir discursos para ese ministro embellece mi trayectoria. Era alguien con una cabeza privilegiada. No fue un trabajo aburrido: me daban materiales fiscales y de juicios, y ya sabes cómo escribe esa gente. Mi cometido era darle a eso un sentido, un ritmo, una armonía; no digo belleza porque eso sería demasiado. Lo mejor es que el ministro nunca leyó mis discursos. Les echaba un ojo y luego decía lo que le daba la gana. Pero cuando toqué fondo fue cuando escribí el programa electoral. Y encima hundí al candidato. Bueno, se hundió él solo, pero digamos que yo no ayudé demasiado.
–También escribió un libro sobre los bares, Mientras haya bares. En uno de los relatos cuenta cómo se encontró en uno con Paul Auster...
–Conste que hablar sobre bares me produce hartazgo. Porque durante un periodo no pequeño de tiempo, siempre que se trataba de intelectualizar el tema del bar me llamaban a mí. Pensé que me iba a encasillar con este tema. Es como con las necrológicas; me daba miedo que me encasillaran ahí. La cosa es que no me acuerdo en qué bar me encontré con Paul Auster, que había ido a Santiago de Compostela a a recoger el premio del Instituto Rosalía De Castro. Mis recuerdos son vagos, porque yo había bebido. Como ves, es una anécdota pobre.
–¿La lección es que no hay que salir de los bares?
–Esa es la lección que hay que sacar. No dejéis de salir. Es como la historia de Brad Pitt en Valladolid: la chica que salió un martes y acabó acostándose con él. La cosa es que siempre hay que salir por si acaso. Es una gran lección de vida.