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Alain Finkielkraut (París, 30 de junio de 1949) es un intelectual y escritor francés de origen judío

Alain Finkielkraut (París, 30 de junio de 1949) es un intelectual y escritor francés de origen judío

El Debate de las Ideas

¿Ha muerto Dios? Conversación entre Pierre Manent y Alain Finkielkraut

Con motivo de la publicación del último libro de Pierre Manent, Le Figaro confrontó a su autor con otro de los grandes intelectuales franceses de nuestro tiempo, Alain Finkielkraut. Vincent Trémolet de Villers y Eugénie Boilait plantearon las preguntas que dieron pie a este sugerente intercambio

Si Pierre Manent y Alain Finkielkraut comparten el mismo gusto por el debate de ideas, la conversación civilizada y la misma pasión en la búsqueda de la verdad, no tienen la misma relación con Dios. El discípulo de Raymond Aron dedica su último libro, Blaise Pascal et la proposition chrétienne (Grasset), al autor de los Pensamientos. El académico, por su parte, confiesa que no tiene fe: la ausencia de Dios se le ha impuesto como una «verdad implacable».

–Pierre Manent, usted acaba de publicar un ensayo cautivador dedicado a Blaise Pascal y, más en general, a la propuesta cristiana. ¿Por qué volver al autor de los Pensamientos?

–Pierre Manent: En primer lugar, porque me encanta. Tiene la presencia viva de un hombre que habla. También siento lo mismo con Montaigne o Rousseau, pero ellos nos halagan, nos recomiendan amarnos a nosotros mismos, cultivar nuestra incomparable individualidad. Pascal no nos halaga, sino que nos vuelve a poner ante una propuesta de vida que un largo uso ha desgastado y de la que ya no sabemos qué hacer: la forma de vida cristiana, esa forma que ha sido decisiva, para bien o para mal, para el destino de Europa. La conciencia del cristiano, si tuviera que resumirla en una palabra, se define por su relación con un acontecimiento fundador, la encarnación, que se prolonga y actualiza en una institución, la Iglesia, que proporciona el alimento de la «vida nueva» mediante el servicio de la Palabra y los sacramentos.

La Iglesia, si se me permite decirlo, difunde y comunica en el tiempo un tesoro inagotable que le fue dado en el principio, pero apunta más allá del tiempo, al Día del Señor, cuando proyecto redentor será consumado. Esta Iglesia está fuertemente instalada en este mundo al tiempo que se refiere constantemente al otro mundo. Esta tensión acaba por agotarla. La Iglesia no está hecha para gobernar este mundo, y el otro mundo se hace esperar. A partir del siglo XVI los europeos se impacientan, pero fue en el siglo XVII cuando tomaron las grandes decisiones. Dos grandes decisiones para establecer la soberanía humana sobre el mundo: por un lado, el Estado moderno; por otro, la ciencia moderna. Fue entonces cuando intervino Pascal.

Los europeos le estaban robando las llaves del Reino a aquella Iglesia confundida. Pero Pascal hace una apelación. No por apego a los viejos hábitos, ya que él fue uno de los principales participantes en el establecimiento del nuevo mundo de la geometría y la física experimental, sino porque juzgó que al emprender aquel cambio radical de su condición por medio de la razón geométrica, los hombres iban a perder la conciencia de su condición tal como el cristianismo se la había dado a conocer. La ciencia emergente les hace extraviarse prometiéndoles una especie de poder infinito. Pascal les reprende y quiere devolverles al conocimiento de su verdadera condición, la de seres inteligentes y libres, pero cuya libertad es frágil y falible, y cuya razón tiende a desbocarse más allá de sus límites. Una incomprensible combinación de grandeza y miseria para la que el cristianismo proporciona la clave. Hoy, el Estado y la ciencia están llegando al estadio final de su ambición. Nada escapa a la vigilancia del Estado del bienestar, nada escapa a la intrusión del ojo científico. ¿Qué significa «condición humana» cuando pretendemos cambiarla radicalmente? Lo que era una promesa peligrosa para Pascal se ha convertido en realidad desmoralizante para nosotros. Así que yo, en mi pequeñez, busqué el apoyo de la fuerza de Pascal, no para convocarlo a nuestras disputas, sino para recuperar, con su ayuda, junto con un sentido agudo y vívido de nuestra condición, una visión lo más clara posible de la propuesta cristiana para iluminar esta condición y sanarla.

–Pierre Manent escribe en el prólogo de su libro: «Los europeos ya no saben qué hacer con el cristianismo que les ha conformado». ¿Qué hacer hoy con el cristianismo?

–Alain Finkielkraut: Responderé a esta pregunta en un plano existencial. Leo a Pascal por la lucidez de su descripción de nuestra condición: grandeza y miseria. Este autor no es irenista: «El último acto es sangriento, por muy hermosa que sea el resto de la comedia: al final te echan tierra encima y se acabó para siempre». Es lo contrario de Bossuet: «¿Qué temes, alma cristiana, en las proximidades de la muerte? ¿Quizá al ver caer tu casa temes quedarte sin hogar? Pero escuchad al divino Apóstol: sabemos, sabemos -dice-, no somos inducidos a creerlo por conjeturas dudosas, sino que lo sabemos con toda seguridad y con certeza plena, que si esta casa de tierra y barro en la que habitamos es destruida, tenemos otra casa preparada para nosotros en el cielo». Admiro la elocuencia de Bossuet, pero su visión de la muerte como una mera mudanza no me dice nada. Al contrario, Pascal me llega precisamente porque no disipa la angustia sino que nos devuelve a ella. Hace que incluso nuestras actividades más serias parezcan formas de entretenimiento. Así nos prepara para la apuesta, quiere espolear el deseo de lo infinito. Lo que sigue a la muerte adquiere en la religión cristiana «una intensidad de presencia que no tiene equivalente en el mundo pagano ni en el judaísmo antiguo», escribe Pierre Manent. Esta es la propuesta cristiana.

Yo siento la angustia de Pascal, pero no doy el salto a su apuesta porque esa proposición no me interpela. La inexistencia de Dios se me impone con la fuerza de la evidencia. No digo que tenga razón, vuelvo a situarme en el plano existencial. Este conocimiento, que creo poseer, no es un saber feliz, no es un saber victorioso, triunfante, no es el saber del hombre que ha expulsado a Dios de su trono para sucederle, atribuyéndose progresivamente los atributos de omnisciencia y omnipotencia. Para este ateo, «libertino» no es el nombre adecuado; sino más bien huérfano: no siente que haya matado a Dios en un gesto intrépido o inconsciente, es la muerte, para él, la que ofrece lo mejor de Dios, es la muerte la que ha dado muerte a Dios. Así es como me siento al respecto. Podría hacer mía la fórmula: «Miseria del hombre sin Dios». Y me nutro del pensamiento cristiano porque éste no se deja reducir a su promesa.

–¿Qué puede decir todavía esta propuesta cristiana a un mundo que ha eliminado a Dios del cielo?

–P. M.: ¿Qué podemos hacer con el cristianismo? Reconocerlo como un hecho, un hecho significativo en la vida presente de los europeos, un hecho religioso, moral, social y, por tanto, también político. Pero no es el caso: reconocido, no sin reservas, como un hecho pasado, su estatuto actual está sujeto a una precaria autorización. La cantidad espiritual, la cantidad de realidad que el cristianismo representa en la historia de Europa ha sido de alguna manera suprimida en el momento en que la nueva Europa, en lugar de situarse en continuidad con su historia, ha querido nacer de nuevo, en la inocencia y la ignorancia de esa historia. De este modo se ha vuelto con espíritu de venganza contra los componentes de la vida europea que supuestamente habrían causado las guerras, la violencia, las injusticias de nuestro pasado, ya se trate de las naciones o de las confesiones cristianas. El proyecto europeo se basa en la decisión de rechazar cualquier continuidad entre la nueva Europa y lo que la precedió, como para asegurarse de que no heredará ninguna mancha. En un país como Francia, el mantenimiento en el espacio público de signos cristianos está condicionado a una autorización precaria y deliberadamente humillante, el pesebre sólo es aceptable en el espacio público a título de vestigio folclórico.

Al mismo tiempo que vacía el espacio público europeo de signos cristianos, Europa acoge incondicionalmente al islam. No sólo se reconoce al Islam como un hecho religioso y social que hay que tener en cuenta con justicia y prudencia, sino que se le otorga una legitimidad especial, como prueba del nuevo nacimiento de Europa, prueba de que no se trata de un «club cristiano». La historia explica fácilmente que una parte de los ciudadanos franceses sean musulmanes, que una parte de Francia sea visiblemente musulmana, pero ¿por qué las instituciones de la República exigen que la parte cristiana se invisibilice?

–En la actualidad, el Papa Francisco explica que Europa, en el pasado, se ha centrado con demasiada frecuencia en su voluntad de poder, olvidando el mensaje del Evangelio. El Papa elogia a veces un mundo sin fronteras y una forma de multiculturalismo. Para sus críticos, el cristianismo, que era el alma de Europa, se convertiría en su disolvente. ¿Qué significa para usted esta aparente contradicción?

–P. M.: En un ambiente social y moral en el que la religión cristiana ha quedado confinada a los lugares de culto y los fieles han perdido la costumbre de definir y formular el objeto de su fe en el ámbito público, este objeto se desdibuja. Se deja entonces envolver en esa religiosidad que forma lo que puede llamarse la religión civil de Europa, e incluso de Occidente, a saber, la religión humanitaria, la religión de la humanidad. Esta religión se basa en lo que Tocqueville llamó el «sentimiento de lo semejante». La compasión por «el otro hombre» se convierte en el afecto social por excelencia. Es comprensible que este afecto se confunda con el amor al prójimo que ordena el precepto evangélico. Los efectos de estas dos disposiciones son en parte similares. Sin embargo, consideradas en sí mismas, estas dos disposiciones son profundamente diferentes.

Por la compasión, como muy bien ha analizado Rousseau, me identifico con mi prójimo que sufre, me pongo en su lugar, pero por supuesto sé que yo no sufro, e incluso, dice Rousseau, experimento necesariamente, a pesar mío, el placer de no sufrir. La caridad no se dirige en primer lugar al prójimo, sino a Dios, que está presente en el pobre, en el enfermo, en el preso... Esto parece «menos humano» que la compasión, y de hecho lo es, pero escapa al círculo de la semejanza «demasiado humana». La caridad supera, pasa por encima de las diferencias, pero no las elimina.

De lo contrario, la caridad no culminaría en el mandamiento de amar a nuestros enemigos, aquellos con los que es imposible identificarse, por los que es imposible sentir compasión. Sólo quiero señalar que la perspectiva cristiana es completamente diferente de la perspectiva humanitaria. Esta última ve a la humanidad unirse por el contagio irresistible del sentimiento de semejanza. La similitud de los hombres haría que las diferencias entre las formas de vida de esos hombres fueran secundarias y, en última instancia, indiferentes. La caridad cristiana no las considera secundarias o insignificantes. ¿Cómo podría juzgar que las diferencias entre las religiones carecen de significado real, y en última instancia son indiferentes, cuando el único principio verdadero de la unidad final de los hombres reside para ella en Cristo?

–A. F.: Bajo la égida de este Papa, el cristianismo se convierte verdaderamente en «la religión de la salida de la religión», en palabras de Marcel Gauchet, y se confunde con el movimiento de la sociedad moderna. El cristianismo ya no es un culto, sino una moral: borrar todo rastro de lo divino en favor de un «humanismo del otro hombre». Retomo deliberadamente el título de un libro de Emmanuel Levinas. Humanismo de la acogida del extranjero, de la apertura al otro; sólo que Levinas afirma que este humanismo no puede reducirse al amor porque la humanidad no es toda de una pieza, como tampoco lo es la alteridad. La humanidad es la pluralidad humana. Así, surgen preguntas: ¿quién es mi prójimo? ¿Quién es el prójimo del prójimo? «El amor necesita, dice Levinas, la sabiduría del amor».

Con la moral humanitaria en la que se reconoce y se realiza el neocristianismo, la sabiduría del amor es anulada. El filósofo Gianni Vattimo formula precisamente esta moral: «La identidad del cristiano debe concretarse en la forma de la hospitalidad, reducirse casi por completo a prestar oídos a sus huéspedes y cederles la palabra». ¿Qué es hoy el Vaticano sino una ONG planetaria?

–¿Puede el humanismo europeo responder al desafío religioso y civilizatorio que plantea a Europa el Islam conquistador y político?

–A. F.: El humanismo, tal como nos lo legó el Renacimiento, está muy bien definido por Paul Ricoeur: «Contrariamente a la tradición del cogito y a la pretensión del sujeto de conocerse a sí mismo por intuición inmediata, sólo nos comprendemos a nosotros mismos a través de los signos de humanidad de las obras de cultura. ¿Qué sabríamos del amor, del odio y de los sentimientos éticos en general si no hubieran sido llevados al lenguaje y articulados a través de la literatura?». Eugenio Garin, maestro europeo de la historia del humanismo del Renacimiento, describe el principio de la educación humanista en estos términos: «Se educa al hombre poniéndolo en contacto con los hombres del pasado, porque gracias al tesoro de la memoria, en el coloquio con los otros, en la confrontación con palabras precisas y no falsas ni banales, el espíritu se ve prácticamente obligado a encontrarse a sí mismo, a tomar posición, a pronunciar a su vez palabras adecuadas y precisas».

El humanismo no es, como a menudo y perezosamente se piensa, el paso de la heteronomía a la autonomía, sino el descubrimiento, la afirmación, de otra heteronomía, la de la cultura. La religión no tiene el monopolio de la trascendencia. Esto es lo que dice el humanismo. Pero con el progreso continuo de lo que Tocqueville llamaba «la igualdad de las condiciones», hoy ya no hay más allá del subjetivismo. Todos los gustos encuentran su lugar en la cultura, la tolerancia se ha convertido en el horizonte insuperable de la vida del espíritu, incluso en la escuela. Alain Viala, profesor que participó en la elaboración de los planes de estudios franceses a principios de este siglo, dice las cosas muy claras: «La literatura (...) no es una cuestión de verdad -científica- sino de verosimilitud, y por tanto de opinión. Nos confrontamos al espacio de las opiniones. Asumámoslo y actuemos en consecuencia». La admiración por los clásicos es suplantada así por la difusión del espíritu crítico. Desde la más tierna infancia, se anima a los alumnos a ser desconfiados. Bajo el efecto de la virtud de la igualdad enloquecida, la propuesta humanista es rechazada a la vez que la propuesta cristiana.

–P. M.: ¿En qué sentido nos desafía el Islam? ¿Y quién es ese «nosotros» al que desafiaría? El desafío reside en lo que está en trance de producirse, la considerable presión ejercida por el Islam sobre Europa no debería haber sucedido si se hubiera verificado el gran relato progresista elaborado desde el siglo XVIII, esa filosofía de la historia según la cual la humanidad, dirigida por la vanguardia europea, se iba a emancipar irresistiblemente de las representaciones, dogmas y doctrinas religiosas. La vitalidad mantenida, o más bien reforzada, de la comunidad musulmana contradice una perspectiva histórica que el debilitamiento, o la «secularización», del cristianismo parecía validar. En cualquier caso, el Islam es la religión que no quiere acabar y que se afirma en formas públicas ostensibles y conquistadoras, lanzando al menos la duda sobre el gran relato de la secularización. El Islam desafía la autoconciencia en la que se ha basado la confianza en sí misma de la Europa moderna.

El progresismo no se plantea reconsiderar su enfoque de la cuestión religiosa. Entonces, ¿qué hace? Por un lado, cambia radicalmente la definición de progreso para introducir el Islam en su gran relato. Europa ya no representa el progreso porque sea el marco de producción de una nueva asociación humana, la sociedad industrial o socialista, como pensaban Augusto Comte o Karl Marx, sino que representa el progreso porque ha renunciado a toda afirmación de sí misma, haciéndose apertura ilimitada al otro, incluso cuando éste va directamente en contra de nuestros principios, especialmente el de la igualdad entre hombres y mujeres. Así, en cuanto medimos la calidad de nuestro progresismo por nuestra disposición a aceptar incondicionalmente el Islam, esto contribuye a confirmar el gran relato en lugar de refutarlo. Como, no obstante, debemos tener en cuenta el hecho de que las costumbres musulmanas chocan con algunos de nuestros principios esenciales, decretamos confiadamente –éste es el movimiento complementario de la estrategia– que la laicidad ya se encargará del asunto, exigiendo a los musulmanes que eliminen al menos los signos visibles de la condición subordinada de la mujer. Mientras que el primer movimiento se jacta de aceptar a los musulmanes tal como son, el segundo promete que la laicidad hará de ellos lo que deben ser. Así, se eliminan todos los límites a la aceptación del Islam, ya sea en nombre de su diferencia presente, ya en nombre de su semejanza futura. Por supuesto, esa semejanza tarda en llegar, pero el progresismo vive de esperar.

–La matriz católica y republicana que mantenía unida a la sociedad francesa se ha roto, explica Jérôme Fourquet al principio de su libro L'Archipel français. Por ello, buscamos otras religiones sustitutorias. Jean-François Braunstein, filósofo, ha publicado recientemente La religion woke. Alain Finkielkraut, ¿qué opina de la idea de ver el wokismo como una religión?

–A. F.: No me siento cómodo con este uso metafórico del término religión. No me convence el concepto de religiones seculares. La promesa de un futuro radiante no es religiosa. Pierre Manent, en su libro, establece un debate muy esclarecedor entre Pascal y Rousseau. El pecado original ocupa un lugar central en el pensamiento de Pascal. Manent escribe: «La pretensión de superar nosotros mismos la injusticia humana, la injusticia en la que nacemos y en la que vivimos hasta que Dios nos libera, es el principio e incluso la culminación de nuestra injusticia». Rousseau dice lo contrario, excluye la hipótesis del pecado original: «He demostrado que todos los vicios imputados al corazón humano no le son naturales: he mostrado la manera como nacen; he seguido, por así decirlo, su genealogía».

Rousseau reemplaza el pecado original por el crimen original: la propiedad, la desigualdad. Los que llama los dominadores son los continuadores del crimen. Para Rousseau, la política debe hacerse cargo de la totalidad de la realidad y su fin último pasa a ser la eliminación del mal. Este proyecto no puede tomar otra forma que la eliminación de los malos: esto es lo que nos enseña la experiencia totalitaria. De ahí el inesperado retorno de una meditación sobre el pecado original en el pensamiento de finales del siglo XX. Los seres humanos no tenemos la fuerza para librarnos nosotros mismos del mal.

Pero, con el wokismo, volvemos al crimen original, como si el totalitarismo no hubiera tenido lugar. El wokismo es un avatar débil del pensamiento que dio a luz el totalitarismo. Con él, el mal se concreta: el mal es el varón blanco heterosexual de más de cincuenta años. El mal debe ser eliminado a toda costa. Así es como florece y se extiende la cultura de la cancelación.

–P. M.: La nueva ideología ya no ve en los vínculos humanos lo que expresa y realiza la naturaleza humana, sino lo que amenaza la libertad y vulnera los derechos del individuo. El nuevo progresista se mueve en la sociedad como en un país sospechoso. La única causa común es la protección de la naturaleza, pero ¿contra quién protegerla? Contra los hombres que, de un modo u otro, la profanan o la destruyen. La ecología política introduce un principio de desconfianza o de enemistad ilimitada entre los hombres y la humanidad en cuanto tal. El deseo de una tierra sin hombres vuelve a la humanidad contra sí misma, alimenta el proyecto de borrar lo propio del hombre, de hacer del hombre un animal como cualquier otro, por fin inofensivo. Así, en el momento en que se pretende fundar todo el orden colectivo en el solo principio de los derechos del hombre, se pretende privar al hombre de toda especificidad, de toda dignidad propia, promulgando contra el hombre los derechos de los animales, las plantas y las rocas. Los que hablan en nombre de especies incapaces de hablar no deben temer ningún desmentido. Toda la naturaleza pone a su disposición una reserva inagotable de motivos de acusación contra los otros hombres.

Como acabo de decir, el progresismo contemporáneo quiere que admitamos que nuestra especie no tiene ningún privilegio real o legítimo sobre otras especies que tienen, en suma, tantos derechos como nosotros. Sin embargo, hay un punto en el que se niega rotundamente a aceptar que seamos animales como los demás: se niega a aceptar que nuestras vidas estén organizadas en función de la diferencia sexual, de la polaridad natural entre machos y hembras. ¿Cómo podemos ser animales como los demás si el orden humano debe construirse sobre la negación de esta diferencia natural que tenemos en común con los animales? Así, la ideología contemporánea logra combinar un rechazo radical de la propia naturaleza del hombre con un rechazo radical de nuestra parte animal. Basta con abrir la Biblia en el libro del Génesis para recuperar un poco de sentido común.

  • Pierre Manent es profesor de filosofía política. Ha sido durante mucho tiempo director de estudios en la 'École des hautes études en sciences sociales'.

  • Alain Finkielkraut es filósofo, escritor y miembro de la Academia Francesa.
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