Patricia Llosa, la mujer del «inmortal» Mario Vargas Llosa, y otras abnegadas esposas de escritores
Amigas, confidentes, mecanógrafas, editoras o agentes, son conocidas por su labor oculta algunas de las mujeres que ayudaron a crear los mitos de la literatura
Las esposas de los grandes escritores han jugado con frecuencia un papel fundamental en el éxito de sus maridos. Patricia, la mujer del autor más famoso del momento, el Nobel, «inmortal» y multiacadémico Mario Vargas Llosa, es un ejemplo de referencia, al que el mismo autor se refirió con estas palabras:
«Ella es la prima de naricita respingada y carácter indomable (…) que todavía soporta las manías, neurosis y rabietas que me ayudan a escribir (…) Ella hace todo y todo lo hace bien. Resuelve los problemas, administra la economía, pone orden en el caos, mantiene a raya a los periodistas y a los intrusos, defiende mi tiempo, decide las citas y los viajes, hace y deshace las maletas, y es tan generosa que, hasta cuando cree que me riñe, me hace el mejor de los elogios: 'Mario, para lo único que tú sirves es para escribir'».
Sofía, la esposa de Tolstoi, dicen que copió siete veces a mano Guerra y Paz (para que luego él huyera de casa y no la dejara verle en su lecho de muerte en la perdida estación de Astápovo), un hito por el que cabría situarla en los más alto de una supuesta clasificación de esposas atentas si no fuera por Anna Snítkina, quién transcribió El Jugador de Dostoievski, dictado por el mismo genio de Moscú, en menos de un mes, el tiempo justo para enamorarse de él y arreglar los últimos años de la vida caótica y ludópata del autor de Los Hermanos Karamazov.
Zelda, la mujer de Francis Scott Fitzgerald, es el ejemplo contrario a la abnegación (aunque dicen que su leyenda negra proviene de su marido, celoso de su talento). En sus cartas, las de Scott Fitzgerald, a su agente, a su editor, a sus amigos, a su hija y a la propia Zelda, se advierte el peso irresistible que significó para sacar al genio de sus casillas de escritor. Hemingway, amigo del cuentista multimillonario, describió sin ambages aquella influencia negativa de forma contundente en su libro póstumo de memorias, París era una Fiesta, donde habla de que el autor de El Gran Gatsby buscaba desesperadamente llevar una vida ordenada para poder escribir, de la que ella le sacaba constantemente, primero a través de fiestas repletas de alcohol, y después a través de su locura.
Un caso similar al de Dostoievski fue el de T. S Eliot, quien también se enamoró y se casó con su mecanógrafa. Como Anna Grigorievna, Esme Valerie Fletcher, se convirtió en su agente, editora y guardiana de las obras del autor de La Tierra Baldía hasta su muerte, incluidas las negociaciones con Andrew Lloyd Webber, que quería hacer de El libro de los gatos habilidosos del viejo Possum, el musical que acabó siendo Cats. Casi lo mismo que Vera, la mujer de Nabokov, esposa, amante, editora, agente inflexible (obligaba a su marido a reescribir las obras que no le gustaban) y centinela de los arrebatos del autor ruso, de quien se cuenta que, en uno de ellos, lanzó a la hoguera el manuscrito de Lolita y ella, Vera, lo salvó.
A Mercedes Barcha Pardo, mujer de Gabriel García Márquez, la llamaban la Gaba, para hacerse una idea de la influencia que tuvo en el Nobel, autor de Cien Años de Soledad que no lo fueron, porque durante su creación ella siempre estuvo a su lado. Antonio Machado se casó con Leonor Izquierdo cuando esta tenía 15 y él 34. El poeta describió como un suplicio el día de la boda por lo que les increparon debido a la diferencia de edad, pero su relación fue como un acoplamiento espacial. Ella inspiró sus poemas (de los que fue fiel admiradora desde que Machado, celoso por otro pretendiente le escribió: «Ay, si la niña que yo quiero/ preferirá casarse/con el mocito barbero») en la vida y en la muerte, pues murió de tuberculosis a los dieciocho años causando una honda depresión a su viudo.
El último caso de esta breve selección es el de Zenobia Camprubí, mujer de Juan Ramón Jiménez, quien no solo se dio a su esposo, sino que lo hizo sacrificando su talento para sacar el máximo rédito del de su marido. El mayor y más revelador ejemplo de lo dicho son las propias palabras de agradecimiento de Juan Ramón después de recibir el Nobel: «Mi esposa Zenobia es la verdadera ganadora de este premio. Su compañía, su ayuda, su inspiración de 40 años ha hecho posible mi trabajo. Hoy me encuentro sin ella desolado y sin fuerzas». Zenobia había muerto solo unos meses antes, y aquel «desolado y sin fuerzas» Juan Ramón aún le sobrevivió dos largos y penosos años más.