Enrique García-Máiquez: «A Jesús le pone malo la ataraxia, esa dimensión anímica del nihilismo»
En La vida de Brian, los Monty Python ponen humor absurdo a una historia que se ambienta en las narraciones del Evangelio. ¿Aquello era irreverente? En el mejor de los casos, una parodia en que apenas se ve a Cristo. Con su nuevo libro, Enrique García-Máiquez plantea una aproximación muy diferente: Cristo como protagonista con mucho salero
Casi todos los que saben algo de él habrán leído muchas veces que es un portuense –un coquinero– nacido en Murcia. Algunos verán en esto resabios de Isidoro de Sevilla y sus hermanos. La hipérbole es parte de la literatura, sobre todo, de la literatura más meridional, más mediterránea. Y el Mediterráneo fue un mar que Jesús –nacido en Belén, aseguran Mateo y Lucas– debió de conocer en su primera infancia en la aljama de Alejandría –dice Mateo que a Egipto huyó José con María y el Niño Dios–; quizá un mar que anhelaba en esa especie de ponto en miniatura donde pescaban Pedro y los demás apóstoles. Un mar chiquito que quizá divisara desde su casa de Cafarnaúm y por cuyas orillas paseaba. A este Jesús se aproxima el portuense García-Máiquez, a un Jesús con gracia y gusto mediterráneo por la vida.
–¿Cuál fue el motivo para escribir este libro? ¿Cómo surgió la idea?
–Los motivos fueron la sorpresa (ajena) y una espoleta (propia). Yo siempre había encontrado a Jesús, en los Evangelios, graciosísimo, pero lo decía y notaba cierto pasmo. Luego oía a gente buenísima que explicaba el sentido del humor de Cristo partiendo de que «lo tenía que tener» y luego imaginándose situaciones y sonrisas. ¡Pero si no había nada que imaginar: sólo hay que leer el Evangelio! La espoleta saltó en unas jornadas sobre el aforismo en las que me tocó participar. Cuando dije que Jesús era un gran aforista con inolvidables momentos de humor, se montó un belén y un cirio y aquello acabó como el rosario de la aurora. Decidí que había que explicarlo más tranquilamente por escrito.
–¿Qué hay más en este libro? ¿Fuentes literarias, autores que han influido, lecturas específicas, o bien recorrido personal?
–La fuente literaria principal son los Evangelios, al que aplico las reglas elementales de una lectura atenta. Luego hay un sinfín de autores antiguos y contemporáneos que se van sumando con comentarios iluminadores. La gracia de Cristo es una fiesta y, como en todas, cuántos más invitados, más diversión. «The more, the merrier», que dicen los ingleses. Pero no he cedido, espero, a la tentación de buscarme argumentos de autoridad que me resguarden de las críticas.
Hay que bailar, hay que llorar. Alegrarse mucho, y amargarse también. Estar con la flauta y estar con las lamentaciones
–¿Qué ha descubierto usted en la lectura o relectura de los Evangelios?
–En esta lectura más intensa, me ha entusiasmado descubrir la personalidad de Jesús. Da respuestas muy distintas y reacciona de muy diversos modos, pero se adivina una forma de ser propia, plena y coherente que se mantiene en todas las circunstancias. Un novelista habría exagerado la cohesión de sus respuestas para dibujar las líneas de un personaje de una pieza. Jesús no necesita dibujos. Lo suyo se impone, claro y misterioso, inacabable y cercano.
–¿Está vida es un valle de lágrimas o unas bodas de Caná?
–Jesús está por ambas. Lo único que no le gusta es que se niegue lo uno y lo otro. La ataraxia, esa dimensión anímica del nihilismo, le pone malo. «Hemos sonado la flauta y no habéis danzado,/ hemos cantado lamentaciones y no habéis llorado», dice la canción que a Él le gustaba tanto. Hay que bailar, hay que llorar. Alegrarse mucho, y amargarse también. Estar con la flauta y estar con las lamentaciones. Con los himnos y con las elegías.
–En las bodas de Caná aparece un Cristo algo displicente con la madre, y ella sabe manejarlo. ¿Eso nos dice mucho de la vida familiar de Jesús con José y María?
–¡Ella sabe manejarlo! y Él, como dice Shakespeare de Kate en el último verso de La fierecilla domada dándole un vuelco a toda la comedia, se ha dejado manejar. A mi madre le fastidiaba un poco esa parábola del hijo que dice al padre que no irá a la viña y luego va. Ella nos ordenaba: «Vosotros mejor me decís que vais y luego… vais». Pero es lo que hablábamos de la personalidad de Jesús, que se impone, y a Él esto de ir –después de haber dicho que no va a ir– le gusta mucho: hace que pasa de largo de la barca cuando anda sobre el mar, que pasa de largo en Emaús, que no va a subir a Jerusalén pero sube, que no va a curar a unos o a otros… Le gusta hacerse de rogar. Sabe que rogarle a Él es de las mejores cosas que podemos hacer.
–El vino. Un elemento recurrente en los Evangelios y en la literatura, desde Homero.
–Jesús vino a dar pleno cumplimiento a las Escrituras, sin saltarse una tilde, incluyendo por supuesto el salmo 104: «El vino alegra el corazón del hombre». Pero también vino a darles la perfección, y entonces obra el prodigio impagable de Caná. Y todavía más: transubstancia el vino en la Última Cena para alegrar eternamente el corazón del hombre. Cumple el salmo con creces. Y como usted indica, también da cumplimiento a las escrituras profanas y se suma a la fiesta del vino que es la literatura clásica desde el padre Homero.
–El dinero es otro elemento al que usted dedica varias páginas y reflexiones. ¿Qué representa el dinero en el Evangelio?
–Impresiona que, en mitad del Imperio romano, en una sociedad estamental, Jesús identifique con tanta precisión que el único señor que puede hacer frente a Dios es el dinero. «No podéis servir a dos señores», advierte, ninguneando al emperador, a Herodes, al procurador romano y al Sanedrín en pleno. Saturados de capitalismo como estamos, quizá se nos escape la impresionante perspicacia de Jesús, y su señorío.
–El jardín –eso es el Huerto de los Olivos–, la importancia de los amigos, de la palabra y del vino, y, por otro lado, la indiferencia hacia el dinero y la política. ¿Hay algo de epicúreo en los Evangelios?
–Atiende lo mismo a un centurión que a un zelote, a un fariseo que a un samaritano, a un saduceo que a un leproso. No hace acepción de personas ni por la posición económica ni por el posicionamiento ideológico. Pero no diría que es indiferencia, sino interés por todos. Del mismo modo que el componente epicúreo está claro —y justo allí donde usted lo ve: los amigos, las cenas, el apartamiento, el beatus ille del Huerto y el carpe diem de los lirios del campo—, pero abrazado por algo infinitamente mayor: el gozo de la Creación, la fiesta de la Encarnación.
Impresiona que Jesús identifique con tanta precisión que el único señor que puede hacer frente a Dios es el dinero
–Usted detecta en los Evangelios mucha ironía y segundas intenciones. ¿Hay algo de contexto que nos solemos perder?
–Eso es. A veces hay quien niega una broma de Jesús porque aquello tenía otra significación más sacra. Igual que hay que temer al hombre de un solo libro, jamás nos vamos a reír con el tipo de la única intención principal. Si Jesús anda sobre las aguas, por supuesto que es para evocar el Génesis y el soplo del Espíritu y el paso del Mar Rojo, solemnemente; pero también está embromando a sus discípulos, como se ve en el ademán juvenil de pasar de largo y en lo de decirle a Pedro que venga, que se eche a andar él también a ver qué pasa.
–Sin embargo, su libro no es, precisamente, La vida de Brian. ¿Qué diferencias hay?
–Ja, ja, ja, Dios me libre. Eso no tendría la más mínima gracia. Para mí, Jesús nunca es un pretexto para la broma irreverente ni para el chiste ascético en la tradición del risus paschalis. Yo me ciño a la gracia que los Evangelios muestran que Él tenía. Chesterton decía que «divertido no es lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido y de nada más». Yo he querido añadir que gracioso no es lo contrario de sacro, sino de soso y de nada más. Hablando de aforismos redondos de Jesús, éste: «Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se salará?». La sal no es la sustancia de un plato, pero no por eso vamos a dejar de echársela ni de agradecerla.
–¿Cuál es la línea que separa lo irreverente de lo agudo? ¿Este libro ha escandalizado a alguien?
–El libro no va de gracias sobre Jesús, sino de la gracia de Jesús. No debería escandalizar a nadie, pero cualquiera sabe. En la reseña que usted ha publicado en El Debate detecta muy bien que huyo de ambas caricaturas: el Jesús hierático que no es el de los Evangelios y el Jesús guay, que tampoco lo es. Quizá los partidarios de uno o del otro piensen que me voy al otro extremo, lo que también tiene su gracia, como lo de llamar a Jesús comilón y bebedor porque no ayunaba como Juan, del que decían que tenía un demonio dentro porque no comía y bebía como Jesús.
El libro no va de gracias sobre Jesús, sino de la gracia de Jesús
La línea entre lo irreverente y lo agudo la dibujan en la tierra los pasos de Cristo. Me explico: hay un momento en que compara a Dios Padre con un juez injusto al que hay que molestar hasta que se avenga, por hartazgo, a hacer justicia. Yo jamás me atrevería a decir eso, pero lo dice Jesús, con evidente ironía y con un eco veterotestamentario al Dios que peleaba con Abraham, con Jacob y con Job. Se oye el retintín de que su gozo es jugar –Deus ludens–con los hijos de los hombres.
–En su tiempo, los detractores –hoy diríamos haters– de Jesús se burlan, se ríen de él. ¿Usted, por el contrario, se ríe con Jesús?
–En el libro comento que Jesús practica todos los tipos de humor: la hipérbole y el understatement, el humor blanco y el negro, el marrón y el amarillo, la ironía y el epigrama, el narrativo y la performance, etc., pero nunca el autodenigratorio. Jamás toma el nombre de Dios en vano y, por tanto, no se ríe de sí mismo. Pero deja que los demás, que no saben lo que hacen, lo hagan. Incluso lo busca a propósito, como en el velatorio de la hija de Jairo, cuando les dice que la niña duerme, y los que lloraban se echan a reír. Lo explica María Zambrano: «La máxima penitencia que puede serle impuesta a un héroe: servir de burla»; pero como Jesús es más aún que un héroe: «su realeza, su realidad pudo atravesar la burla». ¿Cómo no vamos a reírnos con Él?