El Debate de las Ideas
Sinsentido y narcisismo contemporáneo
Christopher Lasch aprovechó el potencial de esa figura para ofrecer una completa radiografía del sujeto contemporáneo
El tránsito de la modernidad a la posmodernidad se puede comprender mejor si atendemos a los desplazamientos simbólicos que provoca. Por ejemplo, mucho antes de que Nietzsche decretara la muerte de Dios, se había ya difundido un cierto culto a Prometeo, el titán ambicioso que hurtó el fuego a los dioses. La fragilidad y volatibilidad contemporánea, así como el ensimismamiento, obligan a articular otra imagen, menos bestial: la del bello y lánguido Narciso, enamorado de su propio rostro.
Christopher Lasch aprovechó el potencial de esa figura para ofrecer una completa radiografía del sujeto contemporáneo. Quizá más sorprendente que su esfuerzo –y la obstinación con la que buceó en bibliografía de todo tipo y especialidad– es que su estudio no haya envejecido, pues La cultura del narcisismo salió a la luz originalmente en 1972. Hay que destacar, asimismo, la exhaustividad con que se detiene a analizar las grietas y goteras de ese yo enfermo que se mira en las estrellas del espectáculo para apuntalar sus escasas ganas de vivir. Es una lástima –una tragedia, nos atreveríamos a decir, a tenor de lo que nos pasa– que la reaparición del ensayo ahora reeditado bajo el sello de Capitán Swing haya pasado sin pena ni gloria, hasta donde yo sé, por revistas y semanarios culturales. El silencio a menudo es muy elocuente.
A Lasch, que murió en 1994 tras haber escrito obras imperecederas, le pasaba lo que a muchos sociólogos o intelectuales: atisbaba con tanta agudeza los contrafuertes de lo social que todos sus párrafos son como diagnósticos redondos y precisos. Poseía, además, la mirada experta para desvestir la heterogeneidad, la excepción, en el lugar donde muchos solo consigan tópicos. Y eso desde el título, puesto que no hay que entender el narcisismo como una enfermedad del yo –un virus acaso individual o poco extendido– sino como la patología que ha conmocionado, hasta devastarlo, nuestro universo cultural.
En muchas partes de este ensayo, que merece lecturas y relecturas, el sociólogo americano esquiva las recetas estandarizadas. Repárese, por ejemplo, en el origen donde arranca, a su juicio, esa dolencia que toma el nombre del personaje mitológico: a diferencia de lo que puede suponerse, el auto-enamoramiento de Narciso esconde, más que nada, una frustración. El sujeto que vaga por el mundo anhelando reconocimiento, reclamando admiración, al igual que el mendigo algo que llevarse a la boca, lo hace, principalmente, porque está vacío, hueco, con una interioridad repleta solo de ecos y telarañas. Ese sujeto –al que vemos ensimismado en las redes sociales y calculando seguidores– sobrelleva bastante exiguamente su existencia y no tiene más remedio que volverse hacia su ser deshabitado tras constatar la pérdida de significado de lo que le rodea.
Afirma Lasch –y con razón– que el narcisismo no es una religión, que debemos cambiar nuestra semántica porque en realidad no hay nada más antitético a la espiritualidad que el anticredo frívolo e insustancial que la egolatría propone. La fe ha sido sustituida por soluciones de corte psicologista, pero si estas últimas se antojan fraudulentas o inservibles es, sobre todo, porque, en contra de lo que hacían las grandes tradiciones religiosas, descansan en satisfacciones instantáneas. Narciso no supera la inmanencia. Y como a él, también el individuo de hoy es una amalgama siniestra de indolencias y deseos.
Al leer La cultura del narcisismo uno se pregunta si no habrá sido la negra mano del destino la encargada de trazar las sociedades en que vivimos a la luz de las presentadas por Lasch. Porque todo cuadra a la perfección y desde 1979 la crisis no ha hecho más que agravarse. Donde el americano veía aversión al riesgo, hay ahora mismo una antipatía visceral; el horror a la muerte se ha extremado tanto que se oculta en los hospitales; la falaz obsesión por autorrealizarse se materializa en la insana sobreabundancia de la autoayuda. Esta dinámica no ha hecho más que acrecentar los rasgos mórbidos de una sociedad que está tan grave que apenas reconoce sus patologías.
Lasch no brinda recetas, aunque el buen lector no dejará de indagar qué caminos se pueden tomar a fin de lidiar con el sinsentido. Entre ellos, merece la pena destacar un análisis bastante sintomático acerca de la exacerbación del individualismo. La conformación de la sociedad narcisista, su anemia moral, se origina en la exaltación del sujeto aislado. Pero en la medida en que se desvanecen los pilares que sustentan al individuo –la familia, la cultura– y se debilitan las fuentes de socialización e integración, el ciudadano que llega a la vida adulta lo hace espiritualmente disminuido. Mucho peor: tampoco encuentra a su lado instituciones en las que amparar su desconsuelo existencial. ¿Qué futuro puede esperar esta humanidad marchita, sin recursos en los que descubrir lo que espera ahí fuera al hombre?
La crisis narcisista –comenta Lasch– afecta a ámbitos como la enseñanza o la política, pero también se resienten otros supuestamente inocuos como el deporte y la prensa. Sin tener en cuenta esos afluentes ninguna medida puede revertir el proceso. Aunque es muy claro sobre una de las derivas del narcisismo, la terapéutica, lo es mucho menos a la hora de profundizar en las consecuencias del vaciamiento del yo: quienes no poseen resortes ni fuerzas morales –ni un sostén comunitario– se echarán con facilidad en manos de las sirenas que murmuren a su alrededor. Y por la historia y el sentido común sabemos lo demoniacas que pueden ser en ocasiones las pulsiones políticas.
La cultura del narcisismo pertenece a un género o tipo de ensayo, a caballo entre la crónica, la filosofía y el estudio sociológico, muy frecuente a finales del siglo XX e interesantísimo para ofrecer un examen de lo que nos pasa. Si no hay recetas fáciles es porque el trastorno es poliédrico, demasiado complejo para que unas ideas simplistas o causales lo solventen. De ahí que uno se vea tentado no solo a recomendar –a exigir, incluso– la lectura de este texto de Lasch junto al de otros, como los de como Lipovetsky, Bloom o Bauman. Las luces que emanan de ellos pueden ser en ocasiones taciturnas, pero únicamente el que conoce bien el terreno puede tener la esperanza de escapar al castigo de los dioses y cosechar, al fin, algún fruto.