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Alice von Hildebrand, durante una conversación con Eric Metaxas en 2013

Alice von Hildebrand, durante una conversación con Eric Metaxas en 2013

El Debate de las Ideas

Alice von Hildebrand defendió todo lo que merece ser defendido

El testimonio de vida de Alice von Hildebrand es una llamada a todos los educadores y a todos los católicos, que nos apremia a escoger la mejor parte, a luchar y a morir en las batallas que merecen la pena

Alice von Hildebrand murió hace dos años, en enero de 2022. En la homilía de su funeral, celebrado al cabo de unos días en su parroquia de New Rochelle, Nueva York, el P. Murray dijo que Lily «defendió todo lo que vale la pena defender para que el hombre viva en paz consigo mismo, con los demás y con Dios». Todos deberíamos aspirar a decir, al final de nuestra vida, que la hemos entregado de la misma manera.

Aunque fue un referente en el mundo católico americano, por sus muchas intervenciones en EWTN y sus artículos en Catholic News Agency, Alice von Hildebrand es relativamente desconocida para el mundo hispano. Pero su valiente defensa de la verdad, del valor de la tradición y de la feminidad la convierten en un modelo para todos los que vivimos en estos tiempos posmodernos que se empeñan en liquidar la verdad. Por ello, en el aniversario de su nacimiento, queremos hacer una semblanza de esta extraordinaria mujer.

Nació en Bélgica el 11 de marzo de 1923, de donde emigró a Nueva York huyendo de la invasión nazi. Allí realizó sus estudios de filosofía y llegó a ser profesora en una universidad: el Hunter College. Estuvo casada con el afamado teólogo alemán Dietrich von Hildebrand, de quien Pío XII dijo que era «un doctor de la Iglesia del siglo XX». Ambos mantuvieron una cercana relación personal e intelectual con San Juan Pablo II y con Benedicto XVI, que admiraba especialmente la nobleza del carácter de Alice y su entrega generosa a la defensa de la verdad y de la Iglesia.

La profesora Jourdain

Este interés por defender la verdad en un mundo cada vez más relativista, unía especialmente a Alice von Hildebrand y al Papa Ratzinger. Ambos entendieron desde muy jóvenes el peligro del relativismo, que atrofia la razón humana y abona el terreno para el totalitarismo. Por ello, la gran batalla intelectual de von Hildebrand consistió en defender que existe una verdad que el hombre puede conocer mediante la razón. Decía: «Mi enfoque hacia la enseñanza ha sido un compromiso radical con la verdad, un deseo apasionado de compartir con otros lo que yo misma he recibido y una negativa absoluta a hacer concesiones por ventajas mundanas» (2014, p. 183). Esta firmísima disposición le acarreó un sinfín de problemas y represalias en su departamento, que narró en su autobiografía, Memoirs of a happy failure (2014): «Aunque crecí rápidamente en fortaleza, nunca dejó de sorprenderme encontrar tanta rivalidad y maledicencia entre personas que se supone que dedican sus vidas a la búsqueda de la sabiduría» (p. 51).

Durante cuarenta años, la profesora Jourdain -trabajó siempre usando su nombre de soltera- tuvo que pasar por el tradicional calvario de los profesores que no se avienen con lo políticamente correcto dentro de su departamento: contratos temporales sin seguro médico, promoción de otros profesores con menos experiencia, cambios constantes de asignaturas, clases a última hora de la noche, el despacho más oscuro y más pequeño en el pasillo más lejano: «Conozco a bastantes personas que han recorrido [mi] mismo camino en una tercera parte del tiempo o menos. Pero pertenecían al establishment y reflejaban el zeitgeist, es decir, todos iban con la corriente. Cuanto más reflejan las opiniones de alguien el espíritu de la época, más rápido asciende. Yo estaba, definitivamente, nadando contra la corriente» (p. 108).

Alice navegó la vida académica con su característico humor, desde la confianza profunda en el amor de Dios y desde la convicción de que tenía una misión que cumplir en el servicio a sus alumnos: «veo la providencia de Dios en todo [...]. Mis años como profesora de filosofía fueron a veces desgarradores y difíciles, pero gracias al profundo sentido de misión que sentía hacia mis estudiantes, pude encontrar alegría y serenidad incluso en las ocasiones más oscuras» (p. 3).

La maternidad espiritual

Por su aula pasaron miles de estudiantes, a los cuales enseñó Ética, Antropología y Metafísica, basándose, sobre todo, en la tradición de Platón y Aristóteles y en las obras de su esposo Dietrich. El leitmotiv de sus clases era la argumentación contra el relativismo, pues juzgaba que era la causa de la desintegración de todo el orden humano. Además, aunque nunca abordaba la cuestión de Dios, Alice creía firmemente que «el mayor obstáculo para la fe es siempre una forma de relativismo. Una vez salvado, los que tienen buena voluntad siempre encuentran el camino de Dios» (p. 36). De este modo, sin buscarlo directamente, propició la conversión a la fe de docenas de alumnos, muchos de los cuales habían combatido con beligerancia los argumentos de von Hildebrand en clase. En su autobiografía, relata muchas de estas conversiones, con asombro y agradecimiento:

«Dra. Jourdain, quiero hacerme católica romana». Me quedé perpleja. Era lo último que esperaba oír. Le pregunté: «¿Cómo has llegado a esto?». «Después de asistir a sus clases...». «Pero, nunca dije una palabra sobre el catolicismo en mis clases. Yo enseñaba filosofía, no religión». «Lo sé», respondió. «¿Pero recuerda que un día un alumno le acusó de difundir el catolicismo en Introducción a la Filosofía?». «Por supuesto, ¿cómo podría olvidarlo?». «En ese mismo momento, la gracia me golpeó. Crecí como baptista, con muy fuertes prejuicios anticatólicos. Pero me encantaba su asignatura. Cuando aquel alumno le desafió, comprendí que lo que usted enseñaba estaba en armonía con el catolicismo [...]. Fui a la biblioteca, leí [...] y ahora estoy convencida. Quiero hacerme católica romana».

La providencia arrolladora de Dios había conseguido otra victoria [...]. Tales dones de la gracia de Dios hacen olvidar muchas de las injusticias que uno sufre. De hecho, por imperfectamente que los aceptara, era probablemente la pequeña contribución que Dios me pedía para ayudar a un alma querida a volver a casa (pp. 173-175).

Alice fue madrina de bautismo de varios de estos alumnos y mantuvo con muchos de ellos relaciones de amistad más allá de su vinculación en la universidad. Dado que el matrimonio no tuvo hijos, se puede decir que, en el acompañamiento de sus estudiantes, Alice vivió una forma de maternidad espiritual.

En el que es, probablemente, su libro más conocido, El privilegio de ser mujer (Eunsa, 2019), sostiene que «todas las mujeres sin excepción reciben el llamamiento de la maternidad» (p. 110). Su cuerpo está diseñado para acoger en su vientre al hijo, un nuevo ser humano que Dios ha creado «para que le sirva en esta vida y goce de Él eternamente en el cielo» (p. 82). Es importante remarcar la finalidad de la acogida: los hijos se tienen para el cielo. Por eso, se puede decir que la dimensión espiritual de la maternidad, la educación de los hijos para el cielo, es superior a la dimensión física. Más aún, la dimensión espiritual de la maternidad es, verdaderamente, la llamada de toda mujer, también de las vírgenes, las consagradas y las estériles: «En casos excepcionales, una madre biológica puede traer veinticuatro hijos al mundo (santa Catalina de Siena fue la vigésimo cuarta hija de Lapa)» (p. 117), pero, toda mujer está llamada a «ser la madre de millones de almas cuyo dolor lleva en el corazón y a quienes espera ayudar a que nazcan para la vida eterna», a través de la oración y del servicio. Sin duda, Alice von Hildebrand ejerció esta forma de maternidad con muchos de los miles de estudiantes que pasaron por sus clases y la puede seguir ejerciendo a través de su legado y por la comunión de los santos. Al final de sus memorias, von Hildebrand comparaba su carrera académica con la de otros compañeros, que quizá habían sido más exitosos que ella:

Es cierto que este rechazo sistemático a «entrar en el juego» y unirse a quienes ven en la enseñanza un medio para ganar dinero [...] explica el hecho de que yo fuera un fracaso profesional. Pero si los profesores «exitosos» supieran la alegría que he experimentado en el aula, si pudieran sospechar lo rica y fructífera que ha sido mi enseñanza [...], quizá verían que he elegido la mejor parte [...]. Puedo decir honestamente que nunca comprometí lo que sabía que era verdad en aras de ventajas mundanas. Así que, aunque soy un fracaso, soy un fracaso feliz (pp. 183-184).

El testimonio de vida de Alice von Hildebrand es una llamada a todos los educadores y a todos los católicos, que nos apremia a escoger la mejor parte, a luchar y a morir en las batallas que merecen la pena. Y una de las más nobles es la de acreditar la verdad ante la inteligencia de los hombres porque, como decía Benedicto XVI, la verdad es, en última instancia, el Logos encarnado, Cristo, por quien se nos hace posible la bienaventuranza eterna. Esta es la misión sublime a la que están llamados los educadores católicos y por la que se ha de entregar gozosamente la vida, aunque suponga el desprecio, aunque suponga la persecución dentro o fuera del aula: mostrar y defender la verdad de las cosas creadas, que no son sino sombra del Creador (Rm, 1-20).

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