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Rubén Amoretti, Nicola Ulivieri y Simón Orfila

Nicola Ulivieri, Simón Orfila y Rubén Amoretti

«Los tres bajos», una novedosa fórmula para repetir el éxito de Caracalla

Las voces graves de Nicola Ulivieri, Simón Orfila y Rubén Amoretti proponen en el corazón del barrio de Tetuán un concierto que sorprendió a los asistentes

¿A quien no le gustaría poder disfrutar de sus cantantes favoritos en el salón de casa, camelárselos para que actuasen allí de vez en cuando? Pierre Bergé, el cerebro comercial tras el éxito de su amante, el modisto Yves Saint-Laurent, se propuso algo así cuando en el París de los 80 se hizo cargo de un teatro, el Athénée-Louis Jouvet. El hombre, hijo de una soprano diletante, fundó allí aquellos célebres «Lunes musicales» en los que una vez a la semana invitaba a cantar a alguno de sus conocidos, gente como Kiri Te Kanawa, Plácido Domingo, Boris Christoff, Montserrat Caballé y por ahí, encantados de presentarse en la coqueta sala de cámara de uno de los más poderosos hombres de la cultura francesa de su tiempo. La iniciativa concluyó en cuanto otro buen amigo de Bergé, François Miterrand (del que además era íntimo consejero), se hizo con el poder: le nombró inmediatamente presidente de la Ópera de París y ya dejó de programar recitales.

En Madrid lo más parecido a aquellos imprescindibles «Lunes musicales» son las actuaciones previstas ese mismo día, no todas las semanas, en el Ciclo de lied que se celebra en el Teatro de la Zarzuela, por donde pasan todo tipo de cantantes, mejores o peores: los organizadores no disponen hoy de una Jessye Norman o un José van Damm, como le ocurría a Bergé, y sobre todo dependen de los fondos que les proporciona el ministerio del ramo. Lo de la pareja de Saint-Laurent en el Louis Jouvet -que poco después, en cuanto el empresario se marchó de allí, pasó a convertirse en un teatro público- era un asunto privado, vocacional, muy exclusivo, casi para los íntimos y relacionados de la ilustre, glamurosa pareja de la moda y el negocio del lujo.

Una nueva iniciativa privada en pleno barrio de Tetuán

Pero la capital cuenta aquí con otro espacio inclasificable, dotado de singular personalidad, que poco a poco, gracias al eficaz run-rún del «boca-oreja», se está ganando un puesto entre los buscadores de perlas de una ciudad en la que no resulta nada fácil promover actividades culturales sin el dopaje de la oficialidad, que anula toda posible competencia castigando la iniciativa particular. Lo que no se encuentra subvencionado (como el otro día denunciaba hasta Loquillo) parece no existir, salvo contadas, milagrosas excepciones como el impresionante ciclo de Ibermúsica, debido a la buena cabeza, la pasión, la tozudez y el coraje de Alfonso Aijón. Y muy poco más.

Entre estos últimos, titánicos esfuerzos por ofrecer alguna alternativa viable a la oferta cautiva de las instituciones públicas, se encuentra ese reducto inefable que representa la atractiva programación del así nombrado Garaje Lola, un espacio casi oculto en un callejón interior de una barriada popular, Tetuán, que durante la temporada suele ofrecer espectáculos a veces más interesantes que los anunciados en los marcos habituales. Sus propuestas suelen equivaler a algo parecido a los «hoteles-boutique». Esos lugares cuyo encanto centrado en los pequeños detalles marca a menudo la diferencia frente a algunas de esas impersonales moles, todas similares (salvo quizá las que se ocupan de restaurar edificios históricos), que poco a poco van copando las principales arterias.

Los conciertos y recitales, requieren algo más para convencer

En Garaje Lola, su promotor, el inquieto Emiliano Suárez, hombre bien conocido en la sociedad madrileña, y tanto más aún en los teatros líricos, suele estar atento a las novedades del mercado, y no se conforma con proponer esa suerte de recitales o conciertos que empiezan a mostrar inequívocos signos de fatiga salvo para los casos muy puntuales de las estrellas: un tenor o una soprano, con el solo acompañamiento de un piano, ya únicamente llenan en circunstancias especiales, basadas sobre todo en el carisma y la popularidad de los artistas, o si los precios son realmente asequibles, algo casi ya imposible en los grandes teatros.

Suárez, que en los últimos tiempos afronta una carrera de director escénico que en septiembre le llevará a realizar un debut a lo grande, en la Ópera de Bilbao, parece haber comprendido que este tipo de propuestas, ahora mismo, precisan de algo más. Y por eso sus conciertos suelen integrarse en un concepto más amplio que la única experiencia musical, incorporando desde simples apuntes dramatúrgicos construidos al hilo de las distintas asociaciones que puedan surgir entre las obras propuestas, como su contexto histórico y la relación con asuntos de la actualidad.

La nómina de artistas que ya han pasado por allí es importante, con nombres como los de Gregory Kunde, Ainhoa Arteta o Nancy Herrera, entre muchos otros

Además suele enriquecerlas con el empleo de elementos de atrezzo, vestuario a veces creado para la ocasión y un sutil empleo de los recursos de iluminación a su alcance, teniendo en cuenta las limitaciones del local: no, no se trata de un garaje, es más bien un amplio loft o almacén, en el que el espacio fundamental lo ocupan las sillas para acoger al mayor número de asistentes posible, una concurrencia necesariamente reducida, pero fiel y entusiasta, que suele completar el aforo en cada ocasión. La nómina de artistas que ya han pasado por allí es importante, con nombres como los de los tenores Gregory Kunde, Ramón Vargas y Celso Albelo; la sopranos Ainhoa Arteta y Rocío Pérez o la mezzo Nancy Herrera, entre muchos otros.

Ningún artista desdeña a priori la posibilidad que esta modesta, pero muy bien articulada, plataforma ofrece como banco de pruebas para medir el interés y las posibilidades de llevar los espectáculos presentados allí, más adelante, a otros recintos más amplios, conocidos y concurridos. Imagino que esa idea ha pesado ahora en la elección del lugar para la presentación de tres estupendos cantantes de hoy en un formato que cobró cierto interés a partir de la experiencia de Carreras, Domingo y Pavarotti en las Termas de Caracalla. Y que luego otros cantantes han abordado a su modo, con resultados para todos los gustos.

Tres cantantes muy conocidos por los aficionados españoles

Esta vez, la gracia estaba en reunir a tres voces de las más graves, el registro de bajo, encarnadas en las distintas personalidades y recursos artísticos de otros tantos de los más interesantes representantes de esa cuerda en la actualidad: el burgalés Rubén Amoretti, el italiano Nicola Ulivieri y el menorquín Simón Orfila. Todos bien conocidos de la afición española, puesto que suelen aparecer a menudo en los carteles de los teatros (menos quizá Ulivieri, aunque en su caso su presencia es constante en los de su propio país).

Rubén Amoretti, Nicola Ulivieri y Simón Orfila durante una interpretación

Rubén Amoretti, Nicola Ulivieri y Simón Orfila durante una interpretación

Ulivieri y Orfila tienen un vínculo en común, ambos pertenecen de alguna manera a la escuela del recordado Alberto Zedda, puesto que ambos comenzaron a velar sus armas muy jóvenes en el santuario rossiniano de Pésaro. Y aún se les notan las influencias, sobre todo al italiano, que mantiene el vínculo con el repertorio belcantista, el que mejor domina, con ese cuidado por dotar de adecuado matiz a la expresión, otorgándole el sentido preciso a cada palabra. Ejemplar resultó su caracterización de Leporello, el sirviente del gran seductor en Don Giovanni, coloreando cada fase para aportar su justo significado, sin convertir al personaje en ese exagerado bufón que a veces resulta de algunas caracterizaciones pasadas de rosca; con inteligencia, mesura, intención y las adecuadas dosis de humor.

Magnífico resultó Ulivieri, además, en el sentido retrato de la muerte del hidalgo, captando toda la dignidad de la despedida que expresa la Chanson de la mort de Don Quichotte de Jacques Ibert. El caso de Orfila es distinto, porque la progresión de la voz le ha ido señalando otros caminos, que aventuran nuevos éxitos (será Fiesco en el Teatro Real). Su instrumento, ahora más caudaloso y sonoro, se pliega perfectamente a las necesidades de algunos de los grandes roles verdianos, como el Silva de Ernani.

De su época más centrada en el repertorio belcantista, el menorquín conserva también el empeño por ceñir cada frase a su significado, revelando la intención: en su caso acertó a subrayar la dignidad de un personaje del que suele abundarse en su decrepitud, sin exaltar como conviene esa gallardía que a veces atribuye la nobleza. También se mostró muy inspirado en Mi barca de La Galeota, pieza indispensable para los bajos españoles de buena ley, en otro tiempo.

El «medley» requirió de mayores ensayos

De los tres convocados, Rubén Amoretti es el que posee el instrumento quizá menos asimilado al color oscuro asociado con las voces más graves. Su pasado como tenor, en los principios de su singular carrera, se asoman a veces decolorando este o aquel sonido, aunque, también en su caso, el canónico empleo de la expresión aporta ese interés relevante que a veces se reserva únicamente a la opulencia del instrumento, su aspecto más exterior. Resultó particularmente cautivadora su versión de la romanza de María del Pilar de Giménez. Y en el Old man river, recordó algún momento de la versión antológica que grabó el gran George London, lo cual ya es mucho afirmar.

Este tipo de conciertos, deudores de los «Tres Tenores», tienen su punto culminante, para esa buena parte del público que aguarda sobre todo el «show», en su última sección, el «medley», donde se intercalan distintas piezas, uniéndose las voces de los cantantes en algunos momentos, de manera efectista. Quizá fuese el punto menos interesante de la velada. El fallo primordial resultó del propio «potpurrí». Esa fue la parte que precisamente más quebraderos de cabeza proporcionó a los llamados «Tres Tenores», que por ello recurrieron al talento de Lalo Schiffrin, un gran profesional, para que les elaborara los conocidos arreglos. Si la idea es ofrecer este formato, muy válido, a otras programaciones, requeriría trabajar más sobre este aspecto: con fragmentos de piezas más que obras completas y una mayor interacción entre los tres. Un cierto sentido lúdico, la complicidad, el humor son imprescindibles para darle ese referido aire festivo a este segmento.

El mayor lucimiento en este punto casi fue para el pianista, pero claro, José Ramón Martín, el mejor acompañante de voces que hay ahora en España, le «roba» la cartera a cualquiera, como hizo en sus celebradas improvisaciones sobre la popular Granada de Lara. Estuvo soberbio en todo el recital, a la altura de los tres, magníficos solistas convocados. Seguramente, habrá ocasión e disfrutar de «Los Tres Bajos» en muchas más ocasiones. El público se lo pasó estupendamente.

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