Zubin Mehta, ¿el de los 'Tres Tenores'?
El célebre maestro indio regresa estos días a España cuando se cumplirán seis décadas de su primer concierto en Granada. Con la Filarmónica de Munich, el director que alcanzó fama mundial junto a la franquicia de los Tres Tenores, se reúne con el compositor por el que reconoce haber comenzado su carrera, Johannes Brahms
Nadie parecía mejor preparado que él para dirigir el primero de los conciertos de los Tres Tenores, eslabón inicial de la millonaria franquicia que surgió durante el mundial de fútbol de Italia, en 1990. Zubin Mehta (1936) poseía casi a partes iguales carisma y conocimientos de sobra para encargarse de aquella cita en las Termas de Caracalla. Había colaborado muchas veces con Plácido Domingo (al que casi contribuyó a lanzar en el inicio de su ascenso a la fama: primero en 1968, en Israel, y al año siguiente durante una célebre sustitución en el Met) y Luciano Pavarotti (con él grabó una espléndida versión de Turandot en la que también participó Montserrat Caballé), aunque algo menos con José Carreras.
Sobre todo conocía a fondo a los miembros de la orquesta convocada, con músicos del Teatro de la Ópera de Roma y del Maggio Musicale Florentino, un conjunto al que aún permanece vinculado después de varias décadas de trabajo asiduo en la ciudad de Dante. Los profesores de ambas agrupaciones parecían tan encantados de ponerse a su órdenes como los célebres cantantes. En un experimento como aquel, surgido de la astuta visión empresarial del antaño todopoderoso agente artístico italiano Mario Dradi, era absolutamente indispensable contar a los mandos con un director experimentado, al que todas las partes implicadas respetasen más allá de la admiración que podía suscitar su extenso y prestigioso currículo. Mehta fue aún más lejos, y realizó una de las aportaciones sin duda más recordadas y singulares de aquel evento, el sello que marcaría la diferencia, para bien o para mal.
En busca de las propinas
Los tres tenores habían confeccionado un programa en el que cada uno pudiera lucir sus mejores credenciales. En ese momento a nadie se le ocurrió que también era necesario fijar por anticipado las propinas. Después de una gala como aquella, era lógico pensar que, al final, el público asistente reclamaría algún regalo. El sentido común parecía sugerir que cada uno eligiese, quizá, una canción popular o, en el caso de los españoles, incluso una romanza de zarzuela. Pero entonces, ¿en qué habría de diferenciarse aquel concierto de otros tantos ofrecidos con anterioridad? En ese instante, a alguien se le ocurrió la idea de que los tres tenores pudieran interpretar una o varias piezas juntos, lo que no resultaba fácil por la imposibilidad de encontrar tríos de óperas que satisficieran ese objetivo. Rossini compuso su Otello (que Carreras había registrado en su primeros años, bajo la batuta de Jesús López Cobos ) para tres tenores protagonistas. Pero no era el caso ponerse a buscar por ahí, ni recurrir al empeño de musicólogos… A falta de piezas originales, ¿qué hacer, entonces?
La solución final surgió de esa vena frívola que algunos atribuyen a Mehta, la misma que para sus mayores críticos compromete a veces sus lecturas musicales tiñéndolas de una cierta vena superficial, como si el glamour estuviera siempre peleado con el arte verdadero. Con apenas veintiséis años, después de haber ganado el importante primer premio en el Concurso de Liverpool, el director indio fue nombrado titular de la Filarmónica de Los Ángeles, lo que propició que el simpático (cuando quiere) maestro entablara fecundas relaciones con la gente de Hollywood. Hasta el punto de que su segunda esposa es precisamente una actriz, Nancy Kovaks de soltera, fogueada sobre todo en la pequeña pantalla, donde llegó a cosechar hasta una nominación para el Emmy por su trabajo en la serie del detective Mannix (en el cine también apareció en varias películas no muy logradas, al lado de Elvis Presley y Dean Martin entre otros).
Hacía tiempo que Mehta, a su vez gran apasionado de la NBA (no suele perderse los partidos de los Lakers con su suscripción televisiva que utiliza para verlos cuando está en Europa), había abandonado el soleado refugio californiano, pero de aquel periodo sin duda feliz para él aún conservaba la agenda y algunas buenas amistades. Así que le propuso a sus colegas tenores hablar con Lalo Schiffrin, conocido compositor de música para el cine y arreglista, autor de la popular sintonía inicial de Misión imposible, que confeccionara un medley o popurrí con varias canciones internacionales (de La vie en rose a Caminito) para interpretarlo entre todos. Y así lo hizo para el éxito de los tres intérpretes. La fórmula se repitió en todos los conciertos posteriores, como el que se celebró en Los Ángeles, en el estadio de los Dodgers, donde Frank Sinatra asistió para escuchar al trío interpretar una versión algo descafeinada de su inimitable My Way.
Al responsable musical el negocio tenoril le aportó, durante el tiempo que duró, unos cuantos millones extras para la jubilación y poderse costear sus caras aficiones, como visitar la Antártida o perseguir gorilas en Ruanda. Aunque quizá esa elección profesional, mal vista por sus críticos más exigentes, contribuyese a cavar aún más hondo en el agujero de ese sambenito que a veces arrastra como director «interesante» pero a menudo empeñado en sobrevolar la epidermis de las obras que interpreta; lejos en cualquier caso de las prestaciones más meditadas de otros compañeros de carrera, como por ejemplo Claudio Abbado, junto al que estudió en Viena con el gran forjador de maestros a finales de los 50, Hans Swaroswky por cuyo reconocido taller también pasaron García Navarro y Gómez Martínez, entre los españoles.
Un largo trayecto hasta Viena
Hasta llegar a la capital austriaca, aquel atractivo joven indio había tenido que recorrer un largo trecho, primero en barco, desde su natal Munbai hasta Génova, y luego en tren. En su país, se había iniciado en la música con su padre, Mehli Mehta, un diletante que con grandes esfuerzos logró aprender violín para fundar, algún tiempo más tarde, la orquesta sinfónica de su ciudad. El hombre poseía además una importante colección de discos en los que el joven Zubin halló imprescindible fuente de inspiración para su propia carrera. Escuchando las tempranas versiones de maestros como Arturo Toscanini o Wilhelm Furtwängler comenzó a forjase su propia imagen, ante el espejo, mientras aún estudiaba con los jesuitas españoles del colegio Santa María de su ciudad. Alguna vez ha confesado que si se hizo director fue precisamente para poder llegar a dirigir, algún día, las cuatro sinfonías de Brahms que oía una y otra vez en las grabaciones del padre.
De su decisiva partida a Viena ahora se cumplirán 70 años. Y 60 desde su primera visita profesional a España, para presentarse en el Festival de Granada. De aquella época aún recuerda, sobre todo, el bullicio de las madrugadas, cuando después de los conciertos, que comenzaban a las once de la noche, se podía disfrutar de un sabroso chocolate con churros en plena calle, rodeado de gente bien dispuesta a disfrutar la vida con una alegría contagiosa, como si no hubiese mañana.
Después, sus visitas han continuado en muchas ocasiones, lo que le ha permitido conocer bastante bien algunas zonas del país. Y hasta entablar una conocida amistad con la reina Sofía, que antes nunca solía perderse sus conciertos. De todos los establecimientos hoteleros en el mundo, su favorito es el Hostal de los Reyes Católicos, en Compostela. Y durante el periodo en el que fue responsable musical de la Orquesta de la Comunidad valenciana en el Palau de les Arts, primero en comandita con Lorin Maazel, y luego ya él solo, jamás perdonaba una tortilla de patatas, que había que llevarle recién hecha al camerino durante el transcurso de sus aclamadas actuaciones (Fidelio, Carmen con Saura, Turandot, Otello, Trovatore, Medea, …). Por cierto, lecturas todas sustanciales, nada epidérmicas, bañadas de un sabiduría, una serenidad, sin perder jamás el brío ni el empuje, que solo otorga la experiencia.
La amarga salida de Valencia
Aquel efímero reinado valenciano, que tan buenos réditos aportó al desarrollo musical del Palau de les Arts, situando a su orquesta como una de las mejores agrupaciones de foso lírico en toda Europa, no concluyó de la mejor manera. El ingreso del populismo en instituciones que ni entendían ni se propusieron jamás comprender, ajenas a la sensibilidad, cultura e intereses de aquellos dirigentes, extendió perniciosamente su influencia, llegando a contagiar, incluso, a otros supuestamente mejor preparados. La mascarada culminó con la salida de Mehta del proyecto cuando le exigieron públicamente que recortara su salario, o eso se dijo entonces.
Por unos céntimos de más que podían haberse ahorrado fácilmente en otros asuntos menores, Valencia aún intenta recuperar, sin lograrlo del todo al cabo de estos últimos años, el prestigio perdido que solo otorga la excelencia, la búsqueda eterna del grial de la máxima calidad. Sólo por aquel ejemplar «Anillo» wagneriano que se puso en pie con los mejores recursos de aquel buque insignia de la música en España, ya habría valido la pena seguir manteniendo el vínculo con el director. Tuvo que marcharse entre pitos del público, desde luego no destinados a él, sino para los políticos que propiciaron su caída. Al poco tiempo, en Italia, las autoridades del Maggio Musicale Fiorentino, donde aún ejerce su magisterio, pondrían su nombre (en vida, como corresponde) a una de sus magníficas salas. Y allí sigue dirigiendo magníficas óperas como esa Forza del destino verdiana que hace un par de temporadas interpretó la soprano española Saioa Hernández, o contribuyendo a dar paso a jóvenes cantantes como Rosalía Cid.
Todo lo mediático que se quiera, pero ahora que celebra seis décadas de vinculación española, sus nuevos conciertos en Madrid, esta próxima semana, colgaron el cartel de «no hay entradas» desde hace un mes, algo cada vez menos habitual, sobre todo si se tiene en cuenta que los precios no eran precisamente de saldo. Viene esta vez con la Filarmónica de Múnich, la orquesta bávara que alcanzó cotas extraordinarias con el recordado Sergiu Celibidache. Los programas de sus dos únicas citas en el Auditorio Nacional (martes y miércoles) están consagrados exclusivamente a su compositor de cabecera con las sinfonías primera y cuarta más los dos conciertos para piano (en los formidables dedos de Yefim Bronfman).
Zubin Mehta, descendiente de parsis, una comunidad religiosa fundada por el profeta Zaratustra («pensar bien, hablar bien, obrar bien») hace casi tres mil años, en lo que hoy es Irán, y el luterano Johannes Brahms, epítome del romanticismo alemán, volverán a unirse en una celebración por todo lo alto del mensaje universal de la música, y un poco también para conmemorar el largo idilio español del maestro, no siempre bien correspondido.