El día que derribaron la estatua del gran torero César Rincón en Colombia como si fuera la de Sadam Hussein
El revisionismo supera los límites distópicos en la Colombia indigenista del presidente Gustavo Petro, exmiembro del grupo terrorista M-19
Corren malos tiempos para la razón. Tampoco son demasiado buenos para la revolución, a pesar de las apariencias. La revolución ya no tiene como motivo principal las reivindicaciones sociales sino las ideológicas. En lo ideológico cabe todo. Es un cajón de sastre, ese «Conjunto de cosas diversas y desordenadas» o la «persona que tiene en su imaginación gran variedad de ideas desordenadas y confusas», según la RAE.
La imagen del derribo de la estatua del gran torero colombiano César Rincón en Bogotá recuerda inevitablemente a la imagen del derribo de la estatua de Sadam Hussein durante la guerra de Irak. Esta última fue la representación de la liberación del yugo del dictador soportado durante décadas y, por semejanza, aquella representa la liberación del «yugo español» representado, magnificado y tergiversado en la leyenda negra que tan bien difunde Gustavo Petro, el presidente colombiano.
Lo español es dañino en un proceso que pretende acabar con la idea de la Hispanidad a través de la mentira, la victimización delirante y el sectarismo. Pero como la Hispanidad es un concepto universal frente a los pobres localismos indigenistas, a veces sus manifestaciones pueden alcanzar el ridículo, además del salvajismo, como es el caso del monumento al torero bogotano, el más grande de América con permiso de otros grandes.
Según La Razón, la estatua no pertenece al municipio, sino que es propiedad de un grupo de empresarios, miembros de la Asociación de Amigos de la Plaza de Toros César Rincón de Duitama. Como indica el mismo diario la acción, más allá del mensaje contundente que se pretendía dar en el Día Mundial Antitaurino, «podría resultar en una millonaria condena para el municipio, que incluiría tanto perjuicios materiales como morales».
Si no fuera un acto vandálico e irracional realizado por el mismísimo poder, el chiste se contaría solo (aún así lo hace) al descubrir que el alcalde vándalo puede que tenga que correr con la condena y los gastos de su acción por la pura ignorancia y por el puro sectarismo que impidieron completar «con propiedad» los destrozos con motivaciones ideológicas. Si hiciera falta más guasa en el hecho terrible, cabría decir que dicho alcalde se llama José Luis Bohórquez, un apellido de paradójico abolengo taurino en el mundo.
César Rincón dijo al respecto que «nuestros valores éticos y morales están trastocados. Es lamentable... Es una ideología que nos quieren imponer, es el gusto de ellos». Mientras tanto, en otra galaxia, existe el director de un Departamento de Prosperidad Social que planea transformar las plazas de toros en mercados. El director con el apellido, Bolívar, del «libertador» que decretó el exterminio de todos los españoles, que está a favor del derribo violento de obras de arte.
El cajón de sastre, la distopía, donde en el país gobernado por el exterrorista Gustavo Petro existe un Departamento de Prosperidad Social donde se convierten «antiguos espacios de tortura en mercados que fomenten la vida» en medio de una alegría engañosa que celebra la caída fanática de la imagen del torero que un día nada lejano fue (y es) un héroe nacional del pueblo no domesticado. El mismo Petro, el izquierdista defensor de Pedro Sánchez en su pugna con Milei, el exterrorista que recibió de España las más altas condecoraciones del Estado después de cargar contra el país y su monarquía, que dijo sin el más mínimo sonrojo que «el fin de las corridas de toros evita que la sociedad se acostumbre a la violencia».