La cara oculta de Simón Bolívar, el «libertador» que decretó el exterminio de españoles
La fábula edulcorada del sanguinario y cruel primer presidente de Venezuela es la excusa sobre la que se sostienen buena parte de los regímenes «bolivarianos» de la América del siglo XXI
Dijo el escritor venezolano Rufino Blanco Fombona en 1920 que Simón Bolívar era «uno de los más complejos y hermosos especímenes de la Humanidad». Semejante descripción adelanta o sostiene el mito de bonhomía y heroicidad que ha llegado hasta hoy. Un relato uniforme a pesar de la complejidad del personaje, que en realidad aplicó una violencia sin límite moral alguno bajo su imagen ideal de perfección. Bolívar estableció como norma el exterminio de los españoles que no se sumasen a la causa independentista. El Libertador llegó al extremo de fusilar a más de un millar de prisioneros españoles que estaban ingresados en hospitales.
El libertador de América
Simón Bolívar figura en los libros, en casi todos, y en pedestales incontestables como el gran «libertador de América». Una fábula doctrinaria que alcanza límites tan insospechados como el de su mismísima entrepierna, como dechado de virtudes absolutas e irrefutables. Karl Marx, el otro ídolo del bolivarismo, puso al inmaculado héroe a caer de un burro en vez de a cabalgar un caballo. Marx le escribió a su amigo Engels sobre Bolívar adjetivos tan contundentes como «cobarde, brutal y miserable», al explicarle el artículo que le había pedido Charles Dana, director del New York Daily Tribune para la New American Cyclopaedia:
Hubiera sido pasarse de la raya querer presentar como Napoleón I al canalla más cobarde, brutal y miserable
«Estaría escrito en un tono prejuiciado y exige mis fuentes. Estas se las puedo proporcionar, naturalmente, aunque la exigencia es extraña. En lo que toca al estilo prejuiciado, ciertamente me he salido algo del tono enciclopédico. Hubiera sido pasarse de la raya querer presentar como Napoleón I al canalla más cobarde, brutal y miserable. Bolívar es el verdadero Soulouque» (un antiguo esclavo que se proclamó Emperador de Haití y ejerció el poder de forma arbitraria y cruel).
Nacido el 24 de junio de 1783 en Caracas, descendiente de vascos, ilustrado, huérfano de padres y viudo, estas dos circunstancias a respectiva y muy pronta edad dicen que perfilaron para siempre su carácter. Niño rico, de clase alta criolla, se educó en el extranjero. Vivió en España y en Francia, donde pudo ser uno de los retratados en La Consagración de Napoleón, de Jacques-Louis David. Cuando regresó a Venezuela lo hizo con idealistas, melómanas y quijotescas ínfulas de libertador: «No daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español», fue el juramento que hizo en el Monte Sacro de Roma (también viajó a Roma el niño Simón), a pesar de las fidedignas confidencias que le hizo a Peru de Lacroix y que confirman sus verdaderos deseos e intenciones: «Tengo que evitar que se establezca la opinión de que mi política es imitada de la de Napoleón, que mis miras y proyectos son iguales a los suyos, que, como él, quiero hacerme emperador o rey, dominar la América del Sur como ha dominado él la Europa».
Apoyado por mercenarios y criminales
El desorden de la guerra de la Independencia en España lo aprovechó el joven soliviantado y deprimido para promover precisamente la independencia de Venezuela y la República en 1808. Los primeros levantamientos y declaraciones de independencia fueron acallados por los llamados realistas, mayor y curiosamente los indígenas que estaban a favor de la monarquía española. Pero Bolívar porfió impulsado por su juramento cada vez más extremista y salvaje.
A las derrotas le sucedieron viajes para pedir apoyo en otros países como Jamaica (Inglaterra) y Haití. Y después llegaron las victorias (con la ayuda de mercenarios y criminales, y con el simple propósito, lejos de cursis romanticismos chavistas, de sustituir la dominación de los otros por la suya), impulsadas en el mar Caribe y constatadas primero en Colombia y Ecuador y luego en Venezuela.
La matanza de la ciudad de Pasto, en Venezuela, en 1822, empezó la noche del 24 de diciembre y se conoció como la «Navidad Negra»
Entre las páginas oscuras del hombre ante cuya espada el Rey Felipe VI no se levantó en la toma de posesión del bolivariano Petro, en Colombia, figura la matanza de la ciudad de Pasto, en Venezuela, en 1822. Empezó la noche del 24 de diciembre y se conoció como la «Navidad Negra». Días terribles los de la masacre de hombres, mujeres y niños que resistieron a los republicanos al mando de Sucre, por órdenes directas de Bolívar.
«Decreto de Guerra a Muerte»
Otro ejemplo es el de agosto de 1813, tras la batalla del Tinaquillo, cuando mató sin previo aviso a cientos de europeos comerciantes y burgueses. En Acarigua asesinó a machete a más de 600 soldados ya rendidos a los que después sus hombres remataban aplastándoles la cabeza con enormes piedras, en cumplimiento del llamado Decreto de Guerra a Muerte, durante la conocida como «Campaña Admirable», que establecía el exterminio de los españoles que no participasen activamente en favor de la independencia venezolana, mientras que a los que lo hicieran se les invitaría a «vivir pacíficamente». Por otro lado, y con sobresaliente sectarismo, los americanos serían perdonados, incluso si cooperaban con las autoridades españolas.
El Decreto de Guerra a Muerte le sirvió a Bolívar para fusilar a 886 prisioneros españoles en Caracas, y luego para matar a más de 1.000 ingresados en hospitales, muchos de ellos quemados vivos y decapitados en presencia del «libertador». Esto no lo cuentan los líderes bolivarianos que dirigen hoy América, ni lo saben la mayoría de los americanos.
Que desaparezcan para siempre del suelo colombiano los monstruos que lo infestan y han cubierto de sangre...
«Nosotros hemos sido encomendados a destruir a los españoles», dijo. «Que desaparezcan para siempre del suelo colombiano los monstruos que lo infestan y han cubierto de sangre; que su escarmiento sea igual a la enormidad de su perfidia, para lavar de este modo la mancha de nuestra ignominia y mostrar a las naciones del universo que no se ofende impunemente a los hijos de América», fue el rotundo mensaje del hombre cuya obsesión apenas duró dos décadas y que acabó con su vida en 1830 a los 47 años en Santa Marta, Colombia, enfermo de tuberculosis, apartado, depuesto de todas sus ambiciones y arruinado, en medio del caos de las intrigas políticas del nuevo continente.