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El tenor Piotr Beczala, al final de su concierto

El tenor Piotr Beczala, al final de su conciertoCésar Wonenburger

Piotr Beczala le salva la cara al decepcionante Festival del Escorial

El tenor polaco obtiene un gran éxito en la única cita importante de un certamen que surgió con la vocación incumplida de convertirse en una referencia europea

Madrid se merece un gran certamen musical veraniego, y no esta cosa cutre en la que se ha convertido el Festival del Escorial, que tal parece que cada año se empeñen en ponerle un nuevo clavo en su ataúd, por ver si la gente se olvida y un día de estos lo suprimen sin anunciarlo como la estatua de algún pensador o almirante equivocados de bando. La idea de partida, hace años, una gran cita estival como las que se celebran estos días en distintos lugares de Europa, con una programación atractiva, artísticamente ambiciosa, mantiene su absoluta vigencia, pero parece que o no saben o no quieren desarrollarla. Para eso, desde luego, no hace falta rodearse de un comité de sabios.

La prueba de que el Escorial podría ocupar un hueco imprescindible en la huérfana oferta cultural madrileña para el verano hemos vuelto a encontrarla en la única propuesta auténticamente relevante que ofrece este singular despropósito, el concierto que acaba de ofrecer el reconocido tenor Piotr Beczala este pasado fin de semana en el flamante pero, por razones que se nos escapan, despreciado Auditorio de San Lorenzo.

Otro año más sin programas de mano

El recinto estaba prácticamente lleno, a pesar de la indolencia con que parece tomárselo la organización: ni un mísero programa de mano; a falta de cafetería, unos botellines de agua amontonados sobre una mesa hasta el final de las existencias… Aunque afortunadamente, se cumplía la promesa de una actuación prevista con el suficiente gancho como para atraer a visitantes foráneos, de esos que van persiguiendo a sus ídolos dondequiera que se exhiban, más en estos últimos tiempos en los que faltan auténticos divos. El turismo cultural existe, el Escorial no es precisamente una remota aldea africana, tan solo se precisan contenidos idóneos.

Comparecía Beczala después de su triunfal aparición en aquella ópera de su compatriota Stanislaw Moniuszko, Halka, con la que cautivó a todos los presentes durante la pasada temporada del Teatro Real. La impresión fue casi la misma que entonces porque se encuentra en un estado vocal magnífico, y además es un intérprete generoso y entregado, que no viene aquí a pasearse refugiándose en rancheras o boleros (tan maravillosos dependiendo del contexto). Ofreció un concierto como un disco porque el programa contemplaba hasta ocho arias de distintas óperas, ampliadas con las propinas hasta diez, todas de la máxima exigencia, de esas que sirven para calibrar la auténtica pasta de la que está hecha un intérprete.

En estos momentos, cuando hay jilgueros que se aventuran hasta a cantar la temible parte de Sigfrido en templos wagnerianos, resulta hasta una bendición poder beneficiarse de la escucha en directo de una auténtica voz de tenor. El genial Giacomo Lauri-Volpi, maestro de intérpretes, sostenía en su día que «los españoles no gustan de los términos medios: o Fleta y Lázaro con sus ímpetus, o Schipa con sus sabias filaturas y su compostura». Digamos que, al menos en Madrid, el cantante polaco parece complacer mucho, hallándose sin embargo en ese justo medio que parecía reclamar Lauri-Volpi.

Un tenor que conquista con la calidez y franqueza del fraseo

No es Beczala tenor de excesos ni de arrebatos pero su fraseo tampoco resulta pródigo en fantasías ni sutilezas, basa su encanto primordial en la inmediata belleza del timbre, la transparencia de la emisión, la calidez del centro más que la facilidad en el agudo, el brillante metal, una magnífica proyección y esa franqueza expresiva que le otorga una naturalidad, una fluidez a su canto que a veces se confunde con algún regalo divino: eso que parece tan fácil es el resultado del estudio y la práctica consuetudinarios.

Podría haber resultado un óptimo sucesor de Fritz Wunderlich, al que recuerda algo incluso físicamente, pero como casi todos los tenores que van cumpliendo años sin que se les llegue a notar excesivamente el paso del tiempo, su íntimo deseo le lleva estos días a aventurarse por repertorios más pesados de los más inmediatamente afines a su instrumento. Aquí acaba de ofrecernos una muestra de dos papeles en proceso de maduración, que pronto abordará: el Álvaro de La forza del destino, una de las «óperas españolas» de Verdi, junto al poeta Andrea Chènier de Giordano.

Si uno pensara en Franco Corelli, o más recientemente en un Giacomini, por ejemplo, la decepción seguramente podría asomar de inmediato. Pero cómo no acordarse de lo que José Carreras lograba proporcionar, con menos quilates, a través los personajes mencionados. Y Beczala se inclina más por seguir el ejemplo del español, basando su aproximación en la calidez del fraseo (al que, en su caso, le falta un punto de abandono puramente mediterráneo), la vehemencia de los acentos, la consistencia del metal. En el aria de La Forza pretendió, al inicio, emular a Di Stefano (al que luego le seguiría Kaufmann), apianando el sonido hasta quebrársele; pero en general ofreció una interpretación más que solvente de una página de enorme dificultad, que exigiría quizá una mayor variedad de matices ya desde el inicial recitativo (en eso Bergonzi era el maestro).

De las obras escogidas de Verdi, resultó muy convincente su aproximación al aria de Rodolfo en Luisa Miller, elegida con cierto arrojo para iniciar la velada, como si quisiera indicar: «Aquí estoy yo y he venido a cantarles». Su canto vehemente, el cuidado que puso en ligar cada frase, rindieron quizá una de las mejores interpretaciones, mediante la cual logró ya calentar a un público entregado (aunque algo tibio en el saludo cuando apareció por primera vez en el escenario) hasta el mismo final, como se pudo apreciar por medio de algunas exclamaciones espontáneas («¡Magnifique!», le gritó uno de los presentes tras su intensa, bien delineada, ofrenda de la conocida aria de la flor en Carmen).

El hambre de ópera veraniega desató el entusiasmo

Las aclamaciones se sucedieron después de las arias de La casa embrujada, Tosca , el inevitable Nessun dorma de Turandot, delineado con bravura no exenta de ensoñación hasta que el calante agudo final (un pequeño borrón que no pasó inadvertido) nos trajo de nuevo a la realidad, y el final con Fedora. Por fortuna la organización pudo contar para esta cita con orquesta y coro, los propios de la ORCAM, para ofrecer un auténtico concierto en lugar del algo más íntimo recital; aunque no pasaron de la corrección.

De ese modo, pudieron incluirse piezas menos habituales en este tipo de manifestaciones, como la barcarola de Un ballo in maschera, expuesta con toda propiedad en su descenso al grave, o el idiomático brindis de Cavalleria rusticana, rematado de manera brillante. La respuesta del coro en ambos casos fue consistente, más precisa que en sus números en solitario: el célebre Va pensiero, expuesto de manera funcionarial, y un algo pálido «coro a boca cerrada» de la Butterfly (sobre todo teniendo presente la magnífica interpretación que acabamos de escucharle al conjunto titular del Real en sus recientes representaciones).

El hambre de ópera veraniega justificó plenamente el entusiasmo con el que se acogió, por ejemplo, la deslavazada lectura de la obertura de Nabucco, con un inicio letárgico, sin asomo de pulso verdiano. En el acompañamiento, escasamente matizado que esta vez proporcionó el director Oliver Díaz al frente de los conjuntos mencionados, abundaron las entradas a destiempo propiciando algunas imprecisiones y descuadres con el cantante; algo que por otro lado suelen ocurrir cuando no abundan los ensayos. En cualquier caso, nada que empañara la fiesta. El público se lo pasó en grande, y el comentario generalizado abundaba sobre la pena de que este concierto sea un mero hecho aislado, un mísero apunte de lo que podría ser, y no quieren que sea, el decepcionante Festival del Escorial.

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