El Debate de las Ideas
Notas de un exfumador
El tabaco es la salud de los breves
Esta es la primera frase que escribo desde que hace una semana dejé el tabaco. Esta es la segunda. Esta, la tercera. Y ojalá pudiese seguir así hasta el final porque, tal como preví, desde que no fumo estoy mermado, distraído, tan corto de sesos como el espantapájaros de la tierra de Oz, solo que con peores pulgas.
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Llevo ocho días sin fumar y, aunque puse al cielo por testigo de que jamás lo haría, al final leí el librito de marras: Es fácil dejar de fumar si sabes cómo de Allen Carr. En un momento dado, Carr asegura que cuando dejó de fumar empezó la época más feliz de su vida; a mí me está pasando lo contrario. No hay nada que mejore sin tabaco, nada, salvo, según parece, la vida de Allen Carr… así sería antes. Por cierto, Carr nació en 1934 en el barrio londinense de Putney, y murió en 2006 en Benalmádena… Benalmádena, qué cosa. Un gurú antitabaco, nacido en el barrio londinense de Putney, muriendo de cáncer de pulmón en Benalmádena. Intuyo algo significativo en todo esto, pero como ya no fumo, soy incapaz de verlo con claridad.
Una vez resuelto el asunto del tabaco, Carr aplicó el mismo método en otros manuales para, por ejemplo, superar el miedo a volar, perder peso, controlar el consumo de alcohol, dejar de preocuparse y, cómo no, tener éxito. Lo suyo servía lo mismo para un roto que para un descosido; todo lo mejoraba, como el ajito frito. Pocas, poquísimas pérdidas tan drásticas para la humanidad como la de Allen Carr. Cristo nos redimió del pecado; para todo lo demás, Allen Carr.
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Llevo nueve días sin fumar y odio a todo el mundo, especialmente a los boomers, y entre ellos a los arrendadores de pisos, que deben ser casi todos. Odio a quienes suben el precio a sus inquilinos según el IPC, pero aún más odio a quienes no lo hacen pero presumen de que si quisieran, podrían hacerlo.
Odio a todos los que me impiden protestar de la economía porque nadie me obligó a ser profesor o a tener cuatro hijos. Estoy por tener un quinto, solo para fastidiar.
Odio el precio del gasoil, los impuestos que lo gravan y a los sarracenos que lo extraen de las entrañas de la tierra. Odio los coches de segunda mano: su precio, sus retrovisores, sus llantas, su radio con bluetooth y la manera en que los concesionarios los limpian para que parezcan como nuevos, cuando en realidad son una chatarra tan indigna de confianza como el Toshiba este en el que escribo y que se me apaga cada dos por tres.
Odio a todos los intermediarios del planeta.
Odio las ayudas estatales, incluso aquellas que recibo.
Odio a cada uno de los rentistas, de lo suyo o de lo ajeno, lo mismo da.
Odio a la mayoría de la gente. Y pese a no tener completa seguridad de quién es usted, querido lector, con casi toda probabilidad también le odio.
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Llevo diez días sin fumar y me sorprende lo bien que lleva el personal el hecho de que en todos los años haya un agosto, mes intolerable, estúpido. Nada hay en él que endulce la vida, ni colegios, ni trabajo, ni fresquito; nada salvo estas sojuzgadoras ganas de fumar. Por no haber no hay siquiera un día al que podamos llamar martes; hay apenas una porción de tiempo entre el lunes y el miércoles, pero nada que merezca ser denominado martes porque, al hallarse en agosto, siempre tiene algo de asueto, de festivo, de fin de semana, algo ―que me perdonen los martes― de sábado. El peor de los meses lo es porque le falta el mejor de los días. Yo conocí un agosto mejor, menos agosteño, un agosto casi laboral. Fue cuando fumaba y aún no estaba desquiciado.
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Llevo once días sin fumar. Hoy he arreglado el lavavajillas, colgado la barra de una cortina e inspeccionado todos los tornillos de la casa, apretando aquellos que estaban flojos, 14. Desde que no fumo no puedo pensar y respiro a duras penas, pero me encuentro mucho más predispuesto para los trabajos manuales, que antes rehuía. Quizá convierta mi despacho en una sala de bricolaje, cambiando las librerías, llenas de volúmenes que apenas puedo leer ya, por paneles claveteados donde colocar mis nuevas herramientas. Quizá deba ir más lejos y cambiar mi vida entera, al fin y al cabo he dejado de parecerme a mí, al hombre que de cierta manera se encaminó, al que escogió este trabajo y formó esta familia. Ahora mismo tengo en las manos una vida que yo, el yo que no fuma, no he construido, y me veo en la obligación de suplantar a una persona, el yo que fumaba, con la que ya no tengo nada en común. En adelante viviré una vida que no elegí, hacia la cual no me siento inclinado y mucho menos capaz.
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Llevo quince días sin fumar y en los cuatro últimos me ha sido imposible escribir estas notas de un exfumador. La culpa la ha tenido una amigdalitis que a pique ha estado de mandarme al otro barrio. Mi temperatura corporal oscilaba entre 38 y 40 grados. Por el día lo mismo sudaba que tiritaba que me tiraba al suelo con no sé qué oscura intención; por la noche me retorcía y deliraba. Tal era la hinchazón de la garganta, que durante 48 horas no he comido nada en absoluto, y bebido solo los buchitos de agua imprescindibles para tomar un omeprazol diario, un antibiótico con cada comida, y cada cuatro horas, alternando, paracetamol e ibuprofeno. Ayer incluso tuvieron que pincharme en una nalga una doble ración de corticoides. ¿Y todo por qué? Por no fumar. Jamás, en todos mis años de feliz fumador, me había entrado una malura de este calibre. Estoy de acuerdo con la comunidad científica en que el tabaco es nefasto para la salud a la larga, pero eso, a la larga; a la corta, para hoy, mañana y lo que resta de mes y de año, lo más sensato y saludable sería fumar. En su marco, visto desde muy cerca, el tabaco es la verdadera salud. Eso es: el tabaco es la salud de los breves.