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Imagen que ilustra el artículo de Charlie Bentley-Astor

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El Debate de las Ideas

Femina Simulacra

Charlie Bentley-Astor, publicado originalmente en 'The European Conservative'

¿Qué es una mujer? Como ha confirmado la exitosa película de Matt Walsh y Kelly-Jay Keen, una mujer es una hembra humana adulta. Sin embargo, en el discurso público y en la cultura popular, la cuestión sigue siendo lo suficientemente complicada como para interferir incluso en nuestro sistema judicial. Las concepciones de género —desvinculadas del sexo biológico— siguen prevaleciendo sobre las realidades biológicas en los cuartos de baño, los vestuarios y los deportes.

Los Juegos Olímpicos de París han visto competir a varios deportistas transexuales e intersexuales, y la mayor polémica se ha generado en torno a las dos boxeadoras de sexo ambiguo que ganaron las medallas de oro en las categorías femeninas de peso wélter y pluma. Imane Khelif y Lin Yu-ting, que habían sido descalificadas previamente por la Asociación Internacional de Boxeo tras no superar la prueba de elegibilidad de género, recibieron del Comité Olímpico Internacional la licencia para competir en los Juegos de 2024.

El espectáculo al que asistimos ha sido calificado como un «ultraje». La primera víctima de Khelif, Angela Carini, cayó de rodillas en señal de rendición a los 46 segundos de sonar la primera campana. Tenía la nariz rota. «Nunca había sentido un puñetazo así», dijo. Carini renunció a la oportunidad de ganar el oro olímpico que tanto le había costado conseguir para, como ella misma dijo, «preservar mi vida». Figuras destacadas críticas con la ideología de género, como J.K. Rowling y Elon Musk, criticaron al COI, lo que motivó que Khelif presentara una demanda por acoso.

Jo Bartosch, de Sex Matters, no está muy lejos de la verdad cuando describe toda esta situación como «violencia doméstica convertida en deporte con espectadores». A pesar de las reacciones en contra, las escenas que Matteo Salvini ha descrito como «verdaderamente… antiolímpicas» se repitieron en los Juegos Paralímpicos. La primera paralímpica transgénero —Valentina Petrillo— compitió en la categoría T12 femenina de sprint para discapacitados visuales. Petrillo es un hombre biológico de 50 años que ganó 11 títulos nacionales compitiendo como hombre. Sometida a terapia hormonal de género a los 41 años, Petrillo empezó a competir en la categoría femenina y poco después consiguió dos medallas de bronce en los campeonatos del mundo.

Todo esto plantea una pregunta obvia: ¿Por qué seguimos fingiendo? ¿Se espera que creamos que los hombres que se ponen unos parches de estrógenos y se enfundan en ropa femenina se vuelven indistinguibles de las mujeres biológicas?

No, en realidad nadie espera que lo creamos. Lo que se espera es que lo aceptemos silenciosamente y que, en los momentos cruciales, lo repitamos como loros.

Se nos dice una y otra vez que «las mujeres trans son mujeres». Son del sexo que dicen que son porque el cuerpo es inmaterial para la «sensación sentida» de género de una persona. Él piensa, luego es ella. Por lo tanto, el acceso a las hormonas y a la cirugía de transición de género es un derecho humano y un tratamiento médico que salva vidas… pero también es irrelevante para el estatus legal de una persona «trans». Las niñas necesitan que con el dinero del contribuyente se les amputen los pechos (para que puedan vivir su auténtica vida), pero ¿se debe exigir a un hombre que se haga eunuco —o al menos que se afeite— antes de desnudarse delante de niñas de siete años? ¡Cuidado, eso puede ser transfobia!

Doble rasero

Algunos han planteado la cuestión de si existe un doble rasero en cómo muestran los medios de comunicación a las personas que se identifican como transexuales. Se nos dice implícitamente que no nos fijemos en que la mayoría de las mujeres que se identifican como trans son adolescentes angustiadas, mientras que la mayoría de los hombres que se identifican como trans son hombres de mediana edad con fantasías sexuales. Y, desde luego, se nos pide que no nos preguntemos si lo primero tiene algo que ver con lo segundo.

Dado lo a menudo que oímos el mantra de que «las mujeres trans son mujeres», es natural preguntarse por qué rara vez oímos la afirmación correspondiente de que «los hombres trans son hombres». ¿No deberían unirse a sus compatriotas masculinos en los equipos olímpicos? La respuesta es: «¡Por supuesto que no!». ¿Pero por qué? «Está claro, porque no tienen ninguna oportunidad contra ellos». ¿Y por qué? La respuesta que busca evitar problemas es: «Mejor no sigamos por ahí».

Pero a mí no me preocupa demasiado buscarme problemas.

Si está claro que hacer competir a un hombre trans contra un hombre biológico sería desventajoso y peligroso para el primero, ¿por qué no puede decirse lo mismo de las mujeres trans que compiten contra mujeres? No faltan las polémicas en torno a otros atletas varones trans —como la nadadora Lia Thomas, la ciclista Emily Bridges y la levantadora de pesas Laurel Hubbard—, por no hablar de los innumerables casos de chicas a las que les roban medallas y becas en las competiciones escolares y universitarias. Año tras año aumenta el número de hombres biológicos a los que se permite competir contra mujeres. Esto se debe a que privar de sus derechos a las mujeres y las niñas se considera como una compensación razonable si con ello se consigue una «sociedad inclusiva».

Es natural, pues, preguntarse: «¿Cuándo se empezó a considerar que las imitaciones de la feminidad eran más femeninas que la propia feminidad?». Dicho de otro modo: ¿cuándo se empezó a valorar el simulacro femenino, femina simulacra, por encima de lo femenino?

¿Qué es un hombre?

Del mismo modo que oímos hablar mucho más de mujeres trans que de hombres trans, la pregunta «¿Qué es una mujer?» Es mucho más común que la igualmente crucial «¿Qué es un hombre?».

Las respuestas a esta última pregunta tienden a tener menos que ver con la biología que con características secundarias, virtudes y vicios. Un hombre es alto. Es fuerte. Es un líder. Es analítico. Es valiente. Es decidido. No se encarga de tirar la basura lo suficiente. En realidad, no es tan diferente de la mayoría de discusiones de las mujeres; demasiadas son incapaces —o no están dispuestas— a ser claras sobre las características primarias de una mujer y, en su lugar, profundizan en sus rasgos secundarios.

Las feministas —sobre todo las académicas de la segunda ola y de la actual— tienen parte de responsabilidad en esta difuminación de la definición de «mujer», ya que, al igual que las activistas trans y de género, se han resistido a describir a las mujeres por sus características biológicas. A lo largo de la historia, las mujeres se han esforzado por demostrar que eran «iguales» a los hombres, a veces enorgulleciéndose de las cosas que podían hacer y que los hombres no podían, a veces superando a los hombres en su propio juego y desafiando así la concepción que el hombre tiene de la mujer. En las últimas décadas, este intento de cuestionar la percepción social y la definición de «mujer» se ha centrado en desvincular a la mujer de los «estereotipos sexistas»: del cuerpo, del espacio doméstico, de lo maternal e incluso de lo femenino. Sostienen que una mujer no debe definirse únicamente por su anatomía, y que hacerlo es un error que denominan «existencialismo biológico».

¿Les suena familiar? Es que el rechazo del «existencialismo biológico» es la base fundamental del transgenerismo. Tanto las activistas trans, como Julia Serano, como las feministas (del tipo que se inspiran en Simone de Beauvoir y Judith Butler) han argumentado que no todas las mujeres menstrúan, que no todas las mujeres se quedan embarazadas y que no todas las mujeres dan a luz, aunque por razones totalmente diferentes. Para las activistas trans, la feminidad no se define por la anatomía porque la feminidad es una sensación sentida. Es una pertenencia autopercibida a la feminidad, incluyendo la maternidad y la crianza, los vestidos y los pechos.

Incluso sin recurrir a Helen Joyce, uno es capaz de darse cuenta de por qué esta definición de «mujer» podría, bueno, digamos que molestar a algunas hembras de la especie… y también a algunos hombres homosexuales.

Como defienden algunas feministas —a menudo conocidas como feministas «críticas con el género» o «radicales transexcluyentes» (a las que se intenta ridiculizar con el término «TERF»)— una mujer no es menos mujer porque no sea madre, porque sufra infertilidad o porque se someta a una mastectomía para vencer al cáncer. Como señala Aristóteles, un perro de tres patas sigue siendo un perro. Un gato que nace sin uno de sus dos ojos sigue siendo un gato. En palabras de Jordan Peterson, el sexo biológico «es más antiguo que los árboles. Es más antiguo que las flores. Es más antiguo que el sistema nervioso de los vertebrados. Es realmente antiguo».

Pero si preguntamos a esas mismas feministas: «Si no es su anatomía, ¿qué es lo que hace a una mujer?», la mayoría empezará de nuevo a divagar sobre la «feminidad» y la «sensación sentida» que les han enseñado El Segundo Sexo y La Mística Femenina. Se encuentran así en un callejón sin salida junto con las activistas trans, incapaces de explicar por qué la sensación de feminidad de un hombre biológico es diferente y menos legítima que la sensación de feminidad de una mujer biológica, sobre todo cuando, según esas feministas, lo «femenino» es una construcción social.

Las contradicciones en los argumentos de ambas partes son evidentes.

«Una mujer no debe ser definida por su anatomía porque tiene una vida importante más allá de su cuerpo». Cierto. Pero también debe fundamentar en algo sus argumentos en favor de los espacios para un solo sexo y de la igualdad: en su cuerpo, su vulnerabilidad y su inmutabilidad en comparación con el de los hombres. Esta es la postura que defienden algunas feministas de la tercera ola, como Germaine Greer, que ahora se han vuelto «críticas con el género» y que empiezan a sintetizar escritoras como Louise Perry y Mary Harrington.

Para las activistas trans —que a menudo también se consideran feministas, como Sara Ahmed y Julia Serano— la definición de feminidad nunca puede basarse en lo biológico porque se negaría el sentido trascendente de lo «femenino» con el que se identifican. La realidad de la anatomía sexuada deslegitima su argumento. Es en la ilegitimidad del esencialismo biológico donde, tal y como ellas lo ven, el «pene femenino» adquiere legitimidad. Pero, al mismo tiempo, los criterios por los que las mujeres trans definen su feminidad son estereotipos que tienen su origen en la forma femenina: «No tengo pechos, pero siento que debería tenerlos».

Muchas mujeres trans señalan su gusto por los vestidos, los tacones, la lencería, el maquillaje, «recibir» en el sexo o ser la «sumisa» en una relación como prueba de que son mujeres. Más aún, algunas incluso creen que disfrutarían con la menstruación y el embarazo y que serían excelentes madres y amas de casa. De hecho, la mayoría creen que serían mejores que las mujeres reales en estas cosas porque, a diferencia de las mujeres reales, sienten entusiasmo por ello, porque creen que lo desean más que esas egoístas «mujeres reales».

Este reduccionismo es un insulto a las mujeres y está dañando la autopercepción de las chicas jóvenes. Y, sin embargo, aunque es algo bueno consolar a una mujer que ha perdido sus pechos a causa del cáncer y decirle que no por eso es menos mujer, hay un motivo por el que llora su pérdida. A su vez, las chicas angustiadas no intentarían someterse a una mastectomía o a una histerectomía si sintieran que sus órganos sexuales no tuvieran nada que ver con su sexo. Puede que algunas feministas se hayan mostrado demasiado renuentes a la hora de declarar la importancia de la anatomía; tal vez sea hora de volver a abordar el tema.

En una entrevista con Andrew Gold en el podcast Heretics, Julie Bindel, lesbiana británica y activista por los derechos de la mujer, admite que ella misma «fue demasiado lejos» en la lucha contra los estereotipos sexistas en los años ochenta. En retrospectiva, admite la importancia de la biología en la formación de una sociedad segura y justa, y en su lugar hace hincapié en la autonomía personal dentro de los límites de la realidad biológica. El mejor reflejo de esta actitud son los intentos de algunas mujeres «millenials» y «zoomers» de recuperar aquella «feminidad» que las feministas de generaciones anteriores habían vaciado y desechado. Son las que afirman en público, en las redes sociales, que tanto la maternidad como el trabajo doméstico les son propios, rechazando explícitamente a las teóricas queer y a las activistas trans. Alardean de sus hijos mientras hornean galletas y alimentan gallinas. La «trad wife» se está convirtiendo rápidamente en una estética vacua e irrealista, pero hay mucho que decir sobre el «cringemaxxing».

Esta base biológica no impide que se atribuyan a la mujer atributos «fuertes», ni al hombre atributos «suaves». Del mismo modo, una mujer que nunca llega a ser madre seguirá siendo una mujer, y un hombre que no engendra descendencia seguirá siendo un hombre, por definición.

¿Misoginia extrema?

Pero esto no explica del todo por qué no existe la misma controversia en torno a los hombres trans que en torno a las mujeres trans. La respuesta es sencilla: las mujeres que se identifican como hombres no suponen ninguna diferencia material en la vida de los hombres.

Las mujeres que se identifican como hombres no quieren, en general, participar en deportes masculinos. Pocos transexuales se atreven a utilizar los baños de hombres. Aunque se identifiquen como hombres, saben demasiado bien qué anatomía existe bajo sus holgadas ropas, y por qué hombres y mujeres se han segregado durante siglos cuando están en situaciones vulnerables. Mientras que las mujeres suelen sentirse intimidadas a la hora de desafiar a un hombre que entra en su cuarto de baño vestido de mujer, los hombres tienen pocos reparos en decirle a una mujer: «Creo que te has perdido, cariño». Esto se debe a que la hembra biológica no representa ninguna amenaza física para el varón.

Gracias a esto los hombres han podido «salirse» del debate trans. Aunque un puñado de hombres se han unido a las mujeres en la lucha por preservar los derechos basados en el sexo —como Graham Linehan, Andrew Doyle y James Esses— y algunos pobres padres se han visto arrastrados al debate después de que su hijo se declarara trans, el debate trans no se ha impuesto tanto a los hombres como a las mujeres.

Aunque es innegable que los hombres blancos heterosexuales tienen prohibido oponerse a la discriminación que sufren en las prácticas de contratación, no se enfrentan a las mismas amenazas de violencia que las mujeres cuando se trata de protestar contra su privación de derechos. No solo se espera que las mujeres se sometan y permanezcan en silencio, igual que estos hombres, sino que también se espera que —a menudo literalmente— observen cómo hombres con enfermedades mentales y fetichistas se desnudan en los espacios segregados creados para la comodidad, seguridad y dignidad de las mujeres.

En un mundo normal, estas agresiones e imposiciones degradantes a las mujeres se considerarían «misóginas». Recientemente, tras el asesinato con arma blanca en Southport de tres niñas, la ministra del Interior británica, Yvette Cooper, anunció que la «misoginia extrema» se clasificará como una nueva forma de extremismo.

Si has respirado aliviado, pensando que esta legislación iba a servir para acabar de una vez por todas con los hombres que se aprovechan de la «inclusión trans» para invadir el espacio de las mujeres, o para robarles oportunidades y logros, o para erradicar de una vez por todas las recurrentes violaciones de niñas, o para hacer frente al aumento del 50 % de las agresiones sexuales contra mujeres en los trenes del Reino Unido durante los últimos dos años, ¡siento darte malas noticias! La legislación sobre «misoginia extrema» será para evitar que algún «incel» envíe supuestos tuits ofensivos desde su casa.

Las feministas críticas con el género quieren que se les garantice que las «mujeres trans» no serán incluidas en la definición de «mujer», no sea que sus tuits diciendo que los hombres biológicos no deberían entrar en los vestuarios femeninos vayan a ser clasificados como «promoción de discurso de odio» y acaben en una lista de vigilancia antiterrorista. Aunque soy la última persona que insistiría en que una mujer tiene que estar de acuerdo con otras mujeres por el hecho de ser mujer, uno se pregunta por qué es más fácil para las ministras del gobierno hacer acusaciones contra Elon Musk que abordar las cuestiones que están teniendo un impacto más significativo en la calidad de vida de las mujeres y las niñas: los activistas trans, la inmigración masiva de hombres procedentes de países islámicos, el tráfico de seres humanos, los pedófilos, la prostitución, el material de explotación infantil y la pornografía.

El sacrificio de miles de mujeres y niñas en aras de ideologías progresistas es una elección que está haciendo nuestra sociedad. Podemos, y debemos, cambiar de rumbo.

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