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Cientos de personas durante una manifestación a favor de Palestina, a 18 de mayo de 2024, en Barcelona, Cataluña

En muchos aspectos nuestras sociedades se han convertido en distopíasEuropa Press

Cinco terribles pronósticos de la literatura distópica que se han hecho realidad

Lo que no hace tantos años parecían terribles profecías de una sociedad distópica irreal, hoy están cerca de ser terribles realidades

Imaginemos una sociedad en la que la familia ha sido eliminada, las personas se «fabrican» mediante un sistema que casi podría ser una cadena de montaje y se educan en instituciones del Estado, la sexualización de toda la realidad cotidiana está al orden del día, el pensamiento libre está perseguido, las delaciones a quien se le ocurra tener ideas propias son constantes y la eutanasia es obligatoria.

Son situaciones profetizadas por la literatura de ciencia ficción distópica sobre todo en el siglo XX, pero incluso se encuentran delineadas en obras que se remontan al siglo XVI.

Lo terrible de todo es que esos augurios en muchos casos son ya una realidad aceptada y normalizada, o están muy cerca de serlo.

Niños fabricados y aborto

En Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932), encontramos una supuesta sociedad perfecta donde es obligatorio el uso de métodos anticonceptivos, ya que la paternidad natural está prohibida, y los niños se «fabrican» en centros de concepción artificial.

Una vez han nacido, los niños son educados en centros del Estado donde se les inicia desde edades muy tempranas en relaciones afectivas y sexuales, ya que la promiscuidad sexual está considerada un pilar de esa «sociedad feliz».

Ese pronóstico terrible, planteado en su día como una crítica al marxismo y al capitalismo extremo, parece, sin embargo, muy cercana a la realidad de hoy, donde la crisis demográfica parece irreversible al mismo tiempo que se promueven métodos anticonceptivos, el aborto y una paternidad más tardía, cuando no se ataca a quienes tienen hijos y se discrimina de múltiples modos a las familias.

Periódicamente, se informan de nuevos avances que permiten a los padres elegir a capricho niños a la carta, sin determinadas enfermedades o con determinados rasgos físicos.

En muchos países se han prohibido esas prácticas, pero en una sociedad cada vez más relativista, no cabe descartar que se termine abriendo las puertas de par en par a la selección genética de los hijos.

Al mismo tiempo, desde los poderes públicos se promueve una sexualización de las relaciones sociales, de una mayor promiscuidad, sin importar las consecuencias psicológicas y físicas que de ello se pueda derivar en muchas personas.

Un mundo feliz adelanta también un mundo en el que las drogas están socialmente aceptadas y ampliamente generalizadas. Una situación que recuerda al uso moderno de las drogas y, en particular, a los problemas de salud pública causados por el abuso de opiáceos como el Fentanilo.

Cultura de la cancelación

Una realidad similar se refleja en 1984, de George Orwell, donde se describe una sociedad supuestamente perfecta pero que, en realidad, es un régimen de terror.

Un régimen en el que los mecanismos de represión del Estado vigilan todo el tiempo y en todos sitios a cada uno de sus ciudadanos. Donde el Estado engaña y miente con total descaro a sus ciudadanos y estos aceptan esas mentiras sin rechistar, conscientes de que un mínimo de disidencia les puede costar la vida.

Salvando las distancias, lo que Orwell describe es una cultura de la cancelación con mecanismos y criterios prácticamente idénticos a los que rigen en nuestros días a quien se atreva a mostrar una actitud disidente hacia los mandamientos de la ideología woke imperante.

Orwell no fue el único que adivinó el desarrollo de esa cultura de la cancelación: ¿Qué es si no una práctica de la cultura de la cancelación la quema de libros descrita por Ray Bradbury en Fahrenheit 451?

Vigilancia del Estado

Al igual que en 1984, las personas viven hoy en una constante psicosis por ser vigilados en todos los ámbitos de la sociedad y en todo momento. ¿Quién no ha aceptado la posibilidad de que todo lo que hagamos en nuestros ordenadores o teléfonos inteligentes, lo que hablemos por teléfono o en aplicaciones de chat no llegue a oídos de un tercero?

Incluso hemos aceptado que nuestras conversaciones privadas en casa puedan ser escuchadas por terceros a través de dispositivos inteligentes en el hogar o asistentes virtuales que nosotros mismos instalamos en nuestros salones.

La cesión de la vida privada llega más allá, y no son pocos los que, por motivos de seguridad, instalan cámaras de vídeo en casa conectadas al teléfono móvil, pese a la duda de si algún pirata informático podrá interceptar la señal.

Eutanasia

La eutanasia es otra práctica cuya normalización social aparece ya apuntada en el siglo XVI como una terrible posibilidad y que hoy está, lamentablemente, integrada, aceptada y promovida.

No se ha llegado a la obligación por ley de aplicar la eutanasia, pero la falta de alternativas, las campañas positivas de la eutanasia, el empleo de eufemismos como «muerte digna», y otras estrategias, parecen querer empujar a determinadas personas a la eutanasia, o al menos mantenerlos en la ignorancia respecto a las alternativas.

Tomás Moro ya planteó en 1516 en su Utopía una sociedad supuestamente perfecta sostenida en la eutanasia como pilar. Sin embargo, esa sociedad de ciudadanos en teoría felices, terminaba convertida en una atroz dictadura antihumanista, un régimen de terror que recuerda a las actuales dictaduras norcoreana o cubana.

Dependencia de la tecnología

En ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? (1968) Philip K. Dick plantea una sociedad en la que los ciudadanos son completamente dependientes de la tecnología de las comunicaciones.

Ciudadanos pegados a unos terminales muy parecidos a los teléfonos móviles de hoy por medio de los cuales realizan absolutamente todas sus funciones sociales, hasta el extremo de que la religión mayoritaria es una religión virtual que se practica a través del terminal móvil.

El genial Dick se asombraría al comprobar hasta qué extremo acertó si se metiera hoy en el metro de Madrid y viera al 100 % de los pasajeros pegados a las pantallas de sus teléfonos móviles sin levantar siquiera un momento la mirada para echar un vistazo a una realidad en la que, inevitablemente, seguirán viviendo.

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